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Rommer, la caída


“Esto no va a durar mucho señores. La situación que se vive en el mundo nos va a llevar a la ruina”. Las palabras del contador aterraban a los accionistas de la empresa Rommer, fabricante y vendedora de muebles y estructuras para el hogar.

Una gota de sudor caía por la arrugada frente de Eusebio Kratuss, Presidente y accionista mayoritario de la compañía, mientras contemplaba un punto fijo del horizonte, por el enorme ventanal del piso 32º. Los miembros del directorio se miraban unos a otros sin saber qué decir, hasta que uno de los directores suplentes pidió la palabra. “Tal vez podríamos cambiar de rubro. Sería un fracaso, y una pena, cerrar la fábrica así sin más. Tenemos más de 1.800 empleados”

Rommer había liderado el mercado, desde 1998 hasta el año 2037, sin inconvenientes y aplastando a la competencia. Pero desde entonces había entrado en una suerte de estancamiento financiero.

“Basta señores. Esto es una locura. ¿Qué vamos a hacer? ¿Ropa para bebes? ¿Calzado deportivo? Esta empresa siempre se dedicó al mobiliario moderno. Fuimos pioneros de un estilo totalmente innovador... ¡y ahora la ciencia nos traiciona! Esto debe terminar de una vez, por mucho que nos duela. Por más que dejemos a 1.800 familias a la buena de dios. No tenemos alternativa, tarde o temprano nos vamos a fundir”. Las duras palabras del Presidente sentenciaron un silencio espectral en el auditorio de Asambleas y Directorio.

Los avances científicos estaban acabando con todas las industrias. Las primeras habían sido las de la construcción y la inmobiliaria. En el año 2027, el científico Vincent Aduân había descubierto los genomas del hormigón y del granito, logrando implantarles cambios genéticos totalmente revolucionarios; y a partir de esto se empezaron a crear diversos materiales y químicos inteligentes, como el azkur-beta y el singelomma Q-23, que permitieron el nacimiento de lo que hoy se conoce como “Sistema de Auto-Construcción Inteligente”. Y pocos meses después los edificios se empezaron a elevar como por arte de magia.

Al cabo de un año se implantaron, en todos los baldíos y espacios libres de edificaciones, las partículas auto-generadoras de viviendas. Fueron una maravilla científica: conforme crecía demográficamente una región, las partículas se activaban y los edificios, sencillamente, salían por debajo de la tierra y comenzaban a crecer como si fueran árboles, y a una velocidad promedio de un piso cada 72 horas. El mundo entero no tardó en llenarse de enormes rascacielos, y construcciones menores, dependiendo del aumento de habitantes en cada zona.

“Cuando empezó la revolución científica al servicio del hombre en sociedad, sabíamos que, en algún momento, nos iba a tocar a nosotros también. Las nuevas partículas para el mobiliario hogareño son toda una sensación. Instalándolas en un mueble viejo o deteriorado y, con la intervención de una computadora ordinaria o un simple teléfono celular, podemos transformarlo en un mueble totalmente nuevo y con diseño a gusto del consumidor”. El síndico titular de Rommer no hacía otra cosa que perturbar, cada vez más, el humor del Presidente.

“La mayoría de los presentes leemos los diarios señor síndico. No necesitamos que nos explique cómo viene el panorama... Creo que va a ser mejor que finalicemos la reunión en este instante. ¿Se ha labrado ya el acta?”. “Sí señor Kratuss” concluyó el escribiente de la compañía. “Perfecto, váyanse todos a sus casas... el día lunes retomaremos la junta”.

Eusebio Kratuss, caminó hasta su casa esa noche, mientras masticaba un chicle de nicotina. El viento helado coloreaba su nariz y sus orejas, y se colaba entre las costuras de sus zapatos. El sufrimiento que padecían sus huesos de hombre de 77 años lo ayudó a dejar de pensar en su negro porvenir económico.

Su robot doméstico lo recibió abriéndole la puerta, y ofreciéndole un vaso de whisky añejo con dos hielos y unas tostaditas con caviar beluga. El viejo Kratuss sabía que todo eso no duraría mucho. Sus días de magnate estaban contados. Rommer se fundiría en menos de un año, y el fisco acabaría por quitarle todos sus bienes para indemnizar a los trabajadores. “Algunas cosas no habían evolucionado tanto como la ciencia”. Pensaba.

Desde que el socialismo evolutivo se había instaurado en el 95% de los países, los grandes empresarios como Kratuss no tenían salvación. Ni tampoco sus hijos. El antiguo sistema de herencia entre familiares había desaparecido en el año 2020 y, desde que los edificios se construían solos, las propiedades carecían de valor monetario.

El estado asignaba viviendas básicas a todos los individuos que habitaban los países regidos por el sistema socialista evolutivo. Todo ser humano que alcanzara la mayoría de edad (17 años) tenía que ocupar su propio departamento, de un solo ambiente, con cocina, baño, y lavandería. Pero de todas formas, las personas podían aspirar a más, siempre y cuando sacrificaran su intelecto, y su tiempo, a la divina ciencia. Y cuanto mayor era dicho aporte, y el coeficiente del individuo, más grande y confortable sería su vivienda, y abundante, su porvenir económico.

Por fortuna, Eusebio Kratuss pertenecía a la generación predecesora a los abruptos cambios que habían impuesto los socialistas, y todavía podía conservar su casa de tres pisos. Pero el fisco lo atosigaba cada vez más; y la compañía, además de venir en caída libre, tenía que padecer rigurosas auditorias casi todas las semanas.

Cerca de la medianoche, de ese fatídico viernes, uno de los contadores de Rommer lo llamó a su casa:

- Señor Kratuss, espero no haberlo despertado.
- Para nada, todo este embrollo me tiene totalmente desvelado. Pensaba comerme uno de esos caramelos “sueño dorado” dentro de algunas horas.
- Sí, yo también los como a veces... Quería comentarle algo, tal vez le parezca interesante.
- Soy todo oídos señor Limpway.
- Estuve reunido, hasta hace un rato, con los diseñadores de la compañía. Y me expusieron una idea que podría sacarnos para adelante. Como ya sabemos, es inminente la implantación de las nuevas partículas para mobiliario, y que las personas podrán diseñar sus propios muebles y hacerlos sin costo alguno. Pero lo que creemos es que, el hombre común, carece de imaginación para crear grandes diseños. O al menos, jamás crearían mobiliarios tan funcionales, y que estéticamente se adecuen a la decoración de sus hogares, como los que se diseñan en Rommer.
- Sí, puede ser.
- Entonces, lo que se propone es lo siguiente. Idear un soporte para celulares y computadoras, donde, el hombre común, contesta un simple cuestionario. Mediante el cual nos informa sobre el tipo de mueble que necesita, los colores que predominan en el ambiente donde será instalado, y también nos envía imágenes de los otros muebles que lo acompañarían en la habitación. Y con todo eso, nuestro programa de diseño, le enviaría en pocos minutos un archivo con el mueble ideal para el cliente. Y enviando nuestro archivo a la partícula para mobiliario, por solo 43 bonos clase A, o 69 clase B, obtendrán un mueble maravilloso en su diseño y funcionalidad, manteniendo la línea innovadora que siempre caracterizó a “Rommer, muebles y estructuras para el hogar”.
- Suena interesante, verdaderamente interesante.
- Eso mismo pensé yo.
- Preparen un informe, con los costos, márgenes de ganancia, y la cantidad de empleados que deberíamos prescindir. A primera hora del lunes en mi oficina.
- Sí señor, ya estamos en eso.

Eusebio Kratuss colgó el teléfono, se comió el caramelo, con el cual había estado jugando con su mano izquierda mientras escuchaba la propuesta, y se acostó en la cama. Se durmió en menos de cinco minutos y soñó con Paris. La vieja París de la década del 90, la torre Eiffel en su tamaño original, las calles con automóviles de cuatro ruedas, el río Sena aún caudaloso y las nubes blancas como algodones. La recorrió si rumbo aparente, deteniéndose en algún que otro banco, observando detenidamente los edificios, el barroco y el gótico, los colores gastados, el aroma del viento, el olor del río... todo estaba inalterado, como en la primera visita que había hecho, allá por el año 1993. De pronto se percató que no había gente en las calles, ni pájaros, ni ningún otro movimiento que el de las hojas de los árboles. Y entonces se dio cuenta de cuanto más linda le resultaba la ciudad desierta. Las personas habían terminado por arruinar todo lo hermoso que supieron conservar en el pasado: el espíritu de trabajo, la democracia, el libre albedrío, lo artístico y lo artesanal, los animales libres en su hábitat, un espacio limpio y transitable.

Amaneció acongojado, minutos antes de las nueve de la mañana. Su pesar arrojó gotas de dolor su rostro, y nuevas arrugas en su frente. Su robot doméstico apareció en su habitación con jugo de naranjas y tostadas con queso. Eusebio Kratuss desayunó observando los nubarrones, y la neblina grisácea, que asomaban por la ventana. Padecería otro sábado aburrido y gris, en los que el tiempo parecía no avanzar.

Después de levantarse de la cama se bañó y tomó sus medicamentos para el corazón y el reuma. Se vistió con un grueso traje beige, sobretodo marrón y salió a caminar. Desde el año 2036 el planeta venía sufriendo un duro enfriamiento, y las temperaturas promedio en primavera y otoño no superaban los 5ºC, y en invierno alcanzaban picos de -25ºC en las grandes ciudades y -45ºC en las zonas agrícolas y portuarias.

Esta sábado, las calles de la gran metrópolis estaban atestadas de gente; algunos elegían caminar como Eusebio, a la antigua, y otros utilizaban las cintas de deslizamiento; los negocios estaban repletos, en pocos días se celebrarían las fiestas del segundo equinoccio, y el consumismo era mayor cada año, perros y gatos robots, muñecas de piel auténtica, y pequeños autos voladores para niños mayores de cuatro años.

Eusebio estaba harto de las muchedumbres, pero sabía que la soledad de su casa era peor; miraba al cielo y podía ver cómo los edificios crecían; los ladrillos de hormigón giraban sobre si mismos, y subían, se asentaban y aparecían otros por detrás, era un espectáculo digno de ser visto, pero a Eusebio Kratuss ya no lo maravillaba tanto. Él sabía que ver a un edificio crecer era obra de la causalidad. Algunas de las familias que habitaban en dicho edificio estaban por aumentar en número, y la partícula inteligente del edificio lo sabía, y debía tener listo, para cuando naciera el nuevo individuo, un departamento con un ambiente más para que dicha familia se transportara allí, y continuara con su vida, sin tener que cambiar de barrio, y sin tener que padecer el stress que antiguamente generaban las mudanzas. Y del mismo modo sucedía a la inversa. Cuando alguno de los jóvenes alcanzaba la mayoría de edad, era emancipado obligatoriamente, y debía mudarse en menos de cuatro meses a su primer monoambiente; dejando a su familia con un cuarto disponible, y obligándolos a transportarse a un departamento más pequeño.

Cerca del mediodía el señor Kratuss se refugió del frío en uno de sus bares favoritos, “El Preludio”. Era uno de los pocos bares tradicionales que quedaban en todo el mundo. Con camareros y cafeteros de carne y hueso. Televisores transmitiendo partidos de fútbol y viejas peleas de boxeo, con imágenes con baja definición y colores limitados. Allí podía comer tostados, sándwiches de leberwurst con mostaza, hot dogs y cerveza de barril. Eusebio se sentía a gusto, como en sus años de mayor esplendor. Pero lo que tal vez no le gustaba tanto era que el lugar siempre estaba lleno de viejos, aunque él también fuera uno más. Lo desanimaba conversar con la mayoría de ellos. Ninguno trabajaba, y casi todos habían perdido el sentido común, les costaba, mucho más que a él, adaptarse al avasallante avance científico.

Mientras terminaba de comer su tostado de tomate y queso sintió un chistido. Y enseguida le entró la necesidad de alzar la vista, miró a ambos lados hasta que la vio. Era una mujer, algo más joven que él, sentada a tres mesas de distancia, sobre su costado izquierdo. Delicada, lo estaba observando con sus ojos grises, y un destello salió de ellos cuando se cruzaron con los de Eusebio. Después de un segundo de fragilidad, la refinada doncella apuntó su mirada hacia otro lado, pero eso ya había sido suficiente para él. Los pocos pelos que sobrevivían en su nuca se erizaron y un calor insoportable se le vino a la cabeza.

Sabía que debía levantarse y hablar con ella, una fuerza incontenible adentro suyo se lo dijo. Pero hacía tantos años que no galanteaba. Eusebio Kratuss se había separado hacía veinte años, y casi no tenía contacto con mujeres de su generación. Después del divorcio, jamás le volvió a hablar a su ex mujer. Él era así, un tipo terminante, reacio. Pero acá estábamos otra vez, y en este momento no se podía acobardar. Aflojó sus rodillas y le pidió al mozo una botella de champagne con dos copas, para la mesa donde estaba ‘la fascinante mujer de los ojos grises’.

Todavía sentado, perfumó sus muñecas, se metió un caramelo de menta con miel en la boca y enseguida se levantó para ir caminando detrás del mozo con la frapera. Y al tiempo en que éste apoyaba la botella sobre la mesa de la solitaria y refinada mujer, Eusebio preguntó “¿Me permite?”. Ella giró la cabeza y le clavó otra vez sus ojos. Se quedó mirándolo por unos cinco o seis segundos, una eternidad para él; el color de sus ojos oscilaban entre celeste y gris, y se movían con lentitud mientras escudriñaban las facciones del importante hombre de negocios; finalmente sus labios se movieron despidiendo una voz que sonaba un poco trémula, mas no así sus palabras. “¿No te pensás sentar?” Eusebio obedeció en silencio, había sido una orden directa. El tipo estaba harto desacostumbrado a que las personas le hablaran en tales términos y, lo cierto es que, le encantó que así lo hiciera.

Isabella era una mujer que transmitía una seguridad sobrenatural, tanta que el señor Kratuss no supo muy bien por donde abordarla. Sirvió champagne en ambas copas y alzó la suya con vehemencia, “por tus ojos”, enunció, y la señora de carácter se ruborizó sensiblemente. Otro chispazo salió de su mirada y salpicó las pupilas del viejo galancete.

La charla sondeó algunas banalidades al comienzo, ella le contó dónde vivía, sus diversas actividades, salidas con sus nietos, talleres de poesía, y confección de alta costura; y él le habló de Rommer, de su juventud en el ejército, y de algunas de sus distracciones predilectas: cinefilia, juegos de mesa, y su devoción por el café. Pero sus miradas conversaban de otra cosa. Experimentaban una especie de tensión sexual. Las pupilas de ambos iban de las burbujas a la mirada del otro, en un pertinaz vaivén. Él ya casi la tenía, y ella lo tenía desde el primer momento. Siguieron hablando por un buen rato, y se despidieron. Volverían a verse el día lunes, porque ella tenía que cuidar a sus nietos el domingo. Cenarían en algún restaurant a convenir, en lo que sería su primera cita.

Eusebio Kratuss salió del Preludio hecho un hombre nuevo. Se sentía como de sesenta. El frío casi no lo molestaba, los edificios en crecimiento, otra vez, lograban maravillarlo, y ¿aquello era una paloma? Si que lo era, después de muchos años había logrado cruzar el vuelo de una paloma con su mirada entre los oscuros nubarrones de smog y gasificaciones tóxicas.

¿Qué importaba Rommer en estos momentos? Si algo se mantenido inalterable en el tiempo eran las reacciones químicas que padecían los seres humanos en su cabeza. Ese cosquilleo inconfundible provocado por lo que se denomina “amor”. Y no hablamos del amor como algo correspondido entre dos individuos. Estamos hablando del amor que puede llegar a sentir una persona en su interior. Esas ganas locas de ser feliz. La ilusión que genera conocer a alguien que te agrada, alguien que, por alguna razón, te provoca chisporroteos en el estómago. Alguien que te hace estar contento con solo pensar en su existir. Que te hace imaginar futuros, y que fantasees con que ‘el otro’ puede estar sintiendo algo similar.

Poco importaba el desastre de financiero ahora. Ahora que Eusebio Kratuss tenía a alguien a quien cortejar. ¿Qué querían los muebles y los diseños innovadores? Ya no había lugar para ellos, al menos no en la cabeza del señor Kratuss.

Cuando llegó a su casa seguía sin poder bajar de su nube química del amor. Apagó al robot doméstico y puso a llenar la bañera. Apagó, también, el sistema electrónico central de la casa y todo aparato que pudiera emitir sonidos. Se desnudó y se metió en la tina con un vaso térmico y una botella de whisky. Bajó la graduación de las luces y se sumergió en el silencio absoluto. Estuvo así casi por dos horas, flotando en aguas cálidas, perfumadas con sándalo y rosas.

Cuando salió de la bañadera ya era de noche y estaba sumamente borracho. Su corazón y sus pensamientos se habían apaciguado, había vuelto a ser el Kratuss de siempre. Sin vacilar se tragó dos caramelos “sueño dorado” y se sirvió el último vaso de whisky. Se acostó en la cama, disfrutando de la inmensidad del silencio, y se durmió profundamente.

Enseguida comenzó a soñar. Las imágenes pasaban por su cabeza como si estuviera en galería de arte virtual. Eran paisajes del siglo pasado. Cielos azules, montañas y cascadas. Vio cabras entre rocas, águilas vigías, bosques con árboles de mil formas. Una laguna de color turquesa y cuatro pájaros pescando en ella. Las imágenes se iban sucedeindo con mayor velocidad. Mesetas de color ocre, ciervos pastando, halcones alimentando a sus crías, una estampida de búfalos. Rocas redondas, celestes, grises y azules debajo de un torrentoso y transparente río. Una cerda amamantando a más de diez chanchitos, un niño de ocho años ordeñando a una vaca. Pastizales verdes como esmeraldas y fardos, decenas de fardos dorados, uno al lado del otro. Hasta que de pronto la secuencia se detuvo en ella. Era Isabella, estaba desnuda en el campo. Su cabello cubría en parte sus pechos, y sus ojos estaban más grises que nunca. Ella lo amaba, y el amor la hacía parecer muy joven. En su mirada había un diamante, diminuto, casi imperceptible, y a partir de él se desplegaba todo el abanico de colores que conformaban ese gris que parecía celeste. Ella lo amaba, él podía sentirlo. Y así se despertó. Estaba destapado y con mucho frío. Su robot doméstico seguía desconectado y por eso no había ido a despertarlo ni a cubrirlo con una manta.

Eusebio se sintió vacío cuando salió de la cama. Pasó por el baño y después encendió todos los aparatos. Desayunó con tristeza y miró el cielo gris, casi negro, por el enorme ventanal del tercer piso. “Otro domingo nefasto”, pensó, y cuando terminó de comer se puso su mejor traje azul, camisa celeste y gemelos dorados con la insignia de Johnnie Walter. Se despidió de su robot doméstico, y salió de la casa con una valija de cuero negro en la mano.

La calle estaba casi desierta. Apenas se cruzó con cuatro personas de camino al subterráneo. Descendió por el ascensor hasta el quinto subsuelo, donde conectó con la línea X3, que lo dejaría a solo doscientos metros de la compañía. El subte también estaba casi vacío. En su vagón solamente había una viejecita durmiendo. Él la miró detenidamente durante todo el viaje, le transmitía paz, y supo distraerlo, al menos por un rato, de su sensación de vacío. Salió otra vez a la superficie cuando todavía no daban las dos de la tarde, miró al cielo y una gota cayó sobre su frente. Las nubes eras cada vez más oscuras.

Cuando llegó a la entrada principal de Rommer la lluvia era una cortina constante. Saludó al guardia de seguridad y el portón se abrió.

- Señor Kratuss, que raro verlo por aquí hoy.
- Sí, es cierto Sanders. Es que tengo que revisar algunos documentos. Estamos tratando de salvar la compañía, usted sabe...
- Sí, los diseñadores estuvieron hasta altas horas de esta madrugada en el piso 28º.
- Y ahora no quedó nadie, ¿no es cierto?
- No, el edificio está vacío señor.
- Perfecto, váyase usted también Sanders. Yo me quedaré aquí todo el día seguramente.
- Pero puedo quedarme señor, no es problema.
- Quiero darle el día libre, Sanders. Usted lo merece más que ningún otro empleado de Rommer.
- Me halaga señor...
- Vaya hombre. Nos veremos aquí mañana por la noche.
- Como diga señor, hasta entonces.

El viejo Sanders se volvió a su casa, y Eusebio cerró el gran portón de la compañía. Se subió al ascensor principal y revisó todo el edificio, piso por piso, asegurándose que no hubiera nadie haciendo horas extras. Cuando terminó bajó hasta el 4º subsuelo, y caminó hasta el fondo del enorme estacionamiento. Allí había una pequeña puerta cerrada con un grueso candado. Lo abrió cuidadosamente con una llave que tenía en el bolsillo interior de su saco, y encendió el interruptor de la luz.

El cuarto estaba repleto de explosivos. Decenas de ladrillos de C4, cartuchos de dinamita, y diversos detonadores. Después de desconectar las cámaras de seguridad del piso, distribuyó los explosivos por todo el lugar. Acopló los bloques de C4 en las bases de cada columna, y los cartuchos de dinamita a las vigas que sostenían las columnas contra el techo.

El viejo Kratuss se movía con una naturalidad y velocidad asombrosas. En menos de diez minutos estuvo todo listo, y luego se sentó en una silla al costado del ascensor, con un detonador en la mano derecha, y su bolso negro en la izquierda. Apretó el botón rojo, y la cuenta regresiva se activó al instante. Cuatro minutos, cincuenta y nueve minutos y contando.

Eusebio Kratuss se sintió aliviado cuando vio el reloj marchando, y sacó del bolso una botella de Jack Daniels, edición dorada. Había sido la última edición del famoso whisky, que había desaparecido del mercado en el año 2025. También sacó su vaso térmico, y una caja de habanos. Se sirvió un vaso doble, y empezó a beber. “He tenido una buena vida”, se dijo. A pesar de su matrimonio fallido, y la muerte de su único hijo, había sido un tipo feliz. Empresario exitoso, viajante del mundo, militar, amante del cine y del buen comer. Tres minutos, veinticinco segundos. Enciende un habano, y recarga el vaso. Rommer había sido su orgullo más grande. La gente le enviaba tarjetas de agradecimiento en navidad, y en las otras festividades también. “Gracias por mi nueva alacena, es lo más vistoso que tengo en toda la casa”; “Los nuevos sillones le han cambiado la cara al living, todos mis amigos me felicitan cuando lo ven”; “Siempre quise mi cama romboidal, han cumplido el sueño de mi vida”. Cero minutos, cincuenta segundos. Anteúltimo trago de whisky, y se aparece la imagen de Isabella en la mente del viejo Kratuss. ¿Habría logrado ser feliz con ella? ¿Realmente podrían haber llegado a algo importante? Ya era tarde para preguntárselo. Eusebio Kratuss no podía entregarse al fracaso financiero así sin más. No él. No Rommer. Si Rommer iba a caer, él debía caer con ella. Cero minutos, un segundo, y los 62 pisos del enorme rascacielos se empezaron a desplomar, tardando más de quince segundos en llegar al suelo.


Eusebio Kratuss quedó allí para siempre, en su tumba de metal y concreto. Y Rommer nunca más salió a flote. La sociedad se declaró en bancarrota y todos sus empleados fueron indemnizados por el estado. Se les asignaron nuevos trabajos, con igual o mejor salario, en la nueva planta científica al servicio del hogar del hombre moderno. Y hoy, cuatro meses después de la caída de Rommer, crece un lujoso edificio de 53 pisos, en el mismo lugar, el cual será destinado para el mejoramiento habitacional de los trabajadores al servicio del descubrimiento científico.


Verde Pastel



Sus conocidos y familiares lo llamaban “el Rube”, con acento en la U; pero su nombre completo era Rubén Armando Pintos. Se dedicaba a la albañilería en general, pero los laburos que conseguía con mayor facilidad eran de pintado de casas y negocios.

Trabajaba solo, por su cuenta. No quería arriesgarse a tener problemas con ningún socio o empleado. Prefería hacerlo todo él, y demorarse el tiempo que fuera necesario. Lo tranquilizaba tener la certeza de que sus trabajos estaban siempre bien hechos, porque nadie más que él se ocupaba de hacerlos.

Sus clientes lo recomendaban de boca en boca y, luego de diez años de arduo trabajo, se había convertido en un obrero afamado por su prolijidad y puntualidad. Y así fue como llegó a la casa de la familia Almafuerte. Los Donatti, grandes amigos de Carolina Almafuerte, habían hablado muy bien de Rubén.

“Es un tipo que te inspira confianza, y su trabajo es impecable. Eso sí, van a tener que ser pacientes, porque el hombre se toma su tiempo”. Las palabras de Julián Donatti supieron cautivarla a Carolina, que enseguida lo contrató.

Rubén llegó a la casa de los Almafuerte un lunes por la mañana, aunque el firmamento decía lo contrario. Estábamos a mediados de junio, el sol no se asomaba hasta las ocho menos cuarto, y apenas eran las siete cuando Carolina abrió la puerta. Hacía un frío polar. Lo hizo pasar a Rubén de un tirón y le dijo:

- Tengo que salir volando para llevar al nene al colegio. Sígame que le muestro lo que hay que pintar.

Rubén caminó detrás de ella casi sin observar a su alrededor. Era muy reservado, y prefería seguirla con la cabeza gacha. Subieron a un entrepiso y la mujer, abriendo la puerta de un pequeño cuarto vacío de mobiliario, le dijo:

- Vamos a empezar por acá. Este cuartito va a ir pintado de blanco mate, le dejé cuatro litros de pintura, diarios y cinta de embalar. Pero me imagino que antes tendrá que picar y lijar.

Rubén alzó la vista y concentró su mirada en las tres manchas de humedad que había en el techo, hasta que por fin habló:

- Sí señora, vaya tranquila que ya tengo para rato acá, la pintura mejor la dejamos para mañana.
- Perfecto, entonces me voy. En un rato llega mi marido, yo vuelvo al mediodía. Cualquier cosita que necesite, Roberto va a estar en el living, dormido frente al televisor. Pero con un sacudón enseguida se despierta. No sea tímido.

La señora de Almafuerte bajó hasta el living y agarró del brazo al nene, Nicolás, que todavía estaba terminando de tragarse la última medialuna. Salieron a las corridas de la casa, mientras Rubén comenzaba los preparativos para el trabajo.

De un enorme bolso sacó: estaca, picos, una masa con punta de acrílico, y un juego de cinco espátulas de distintas medidas. Dispuso algunos diarios encintados en el piso de madera, y comenzó a picar las manchas de humedad. Por suerte el techo del entrepiso no era demasiado alto, apenas llegaba a los dos metros. Así que se las pudo ingeniar perfectamente, sin necesidad de utilizar su escalerita plegable.

Alrededor de las ocho y cuarto de la mañana llegó el señor Almafuerte, tambaleándose, con una mueca ofuscada sobre su grueso semblante. Era un tipo grandote, medía 1,90 y pesaba más de 120 kilos. Había venido completamente borracho, como cada lunes, martes y miércoles, días en los cuales no trabajaba.

Estuvo a punto de caerse cuatro o cinco veces, pero finalmente llegó hasta el sillón del living, donde se desplomó. El televisor ya estaba encendido, como de costumbre. Solo permanecía apagado durante la noche, cuando el nene dormía.

Al ritmo de los potentes ronquidos de Roberto Almafuerte, Rubén terminó de picar buena parte de la humedad que había en las paredes y el techo del entrepiso. Un rato antes del mediodía regresó la señora Carolina del gimnasio, como sucedía cada lunes, miércoles y viernes. Entrenaba entre tres y cuatro horas cada vez, y así lograba mantener inalterable su descomunal figura.

“Roberto. Levantate Roberto, dale. Siempre la misma historia con vos. ¿Por qué no te vas a dormir a la cama?”. Pero Roberto Almafuerte era un tipo de sueño pesado, sobretodo después de sus noches de borrachera. “Por favor Roberto, te vas a levantar todo contracturado”.

A regañadientes y maldiciendo, el señor Almafuerte se levantó del sillón después de diez minutos de insistencia. Se acostó en la cama y durmió hasta las seis de la tarde. Rubén, a las cuatro, ya se había ido para su casa, y había dejado el pequeño cuarto casi listo para ser pintado. Solo faltaba ponerle un poco de enduído a una parte del cielorraso.

A las nueve en punto ya estaba lista la cena, Carolina había preparado albóndigas con puré, y la resaca de Roberto comenzaba a disiparse. Los tres comieron juntos en la mesa, era el único ritual que cumplían a rajatabla. Después de la medianoche Roberto se iría nuevamente a embriagarse con alguna de sus amistades, y Carolina ya se habría ido a dormir alrededor de las once, después de mandar a Nico a la cama.

Aparte de su pasión por la bebida, Roberto tenía una suerte de fetiche con las armas. Atesoraba dos pistolas y tres revólveres de grueso calibre, además de los diversos accesorios: estuches, arneses, silenciadores, municiones, etcétera. Y casi todas las noches, antes de salir a tomar, o de irse para el bar donde oficiaba de encargado, en su momento más sobrio del día, se tomaba el dedicado trabajo de limpiar sus armas. A pesar de no haberlas disparado, él igual las desarmaba y las limpiaba por completo. Les hablaba y las volvía a guardar como si se tratara de instrumentos sagrados.

Y esa noche no fue la excepción, Roberto se pasó casi cuarenta minutos abrillantando sus pistolas, y después se fue para la casa de su amigo "el bueno de Pablo". Roberto clasificaba a sus amigos como buenos o malos según la tolerancia alcohólica que tenían. Y Pablo era realmente muy bueno, mejor incluso que el mismísimo Roberto Almafuerte.

Cuando llegaron a la mitad de la segunda botella de vodka, comenzó a sonar el despertador en la casa de los Almafuerte. Cinco y media, primer aviso. Nueve minutos más tarde vuelve a sonar y Carolina se levanta. Después de despertar al nene y meterlo abajo de la ducha, baja al living, prende la tele y empieza a preparar el desayuno. Todos sus movimientos estaban automatizados. A siete menos cuarto ya estaba todo listo para salir: mochila, uniforme, abrigo y paraguas. A los pocos minutos sonó el timbre, y entró Rubén con un piloto fabricado con bolsas de consorcio. Sin perder tiempo, Carolina le dijo que se tomara un buen café antes de retomar el trabajo, que ella se iría a llevar a Nico al colegio y regresaría una hora y media más tarde.

Durante ese rato, Rubén terminó de picar el techo del entrepiso, y rellenó con enduído. Antes de finalizar el día terminaría de lijar y, si lograba hacer un buen tiempo, le daría la primera mano de pintura.

El señor Almafuerte volvió a la casa diez minutos más tarde que su mujer. Otra vez caminaba en zigzag, y casi rompe un adorno del hall central. Carolina fue a su encuentro, intentó guiarlo en el trayecto hasta el sillón, pero él no quiso recibir su ayuda. Ofuscado la apartó de un empujón, y comenzaron a discutir. Moneda corriente en la casa de los Almafuerte. Roberto era un tipo que se ponía muy violento cuando estaba borracho. Los forcejeos terminaron, sin pasar a mayores, cuando Roberto cayó sobre el sillón. Se durmió al instante, y Carolina se puso a limpiar la cocina y los baños. Siempre limpiaba después de situaciones como esta, le resultaba terapéutico, la apaciguaba.

Rubén había logrado escuchar buena parte de la pelea, y recordó cuanto aborrecía a los borrachos. Él jamás bebía, y nunca le dirigía la palabra a la gente ebria. Su padre había sido muy duro con él, y el alcohol siempre había estado presente en sus recuerdos más violentos. Por eso, también, trabajaba solo. Porque la mayoría de los peones y obreros que conocía eran borrachos. Y se gastaban casi todo el salario bebiendo, por mucha familia que tuvieran.

Al terminar la jornada, el cuartito del entrepiso estaba listo para ser pintado, totalmente lijado y limpio. Rubén se había tomado la molestia de barrer y trapear el piso. Al día siguiente intentaría darle las dos primeras manos de pintura, para luego empezar con el escritorio. Uno de los cuartos de abajo, el más grande de toda la casa, donde se encontraban la biblioteca, la computadora y el pupitre donde estudiaba Nicolás.

Esa misma tarde, después de recoger al nene por el colegio, Carolina lo mandó a Roberto a la cama, y salió a caminar un rato. El viento húmedo golpeó sus mejillas con violencia, se prendió un cigarrillo, y comenzó a llorar. Sentía angustia, impotencia. Quería otra cosa, algo nuevo. Roberto ya no era el hombre de su vida, la maltrataba, y tampoco era un buen padre para Nicolás.

Luego de veinte minutos, secó sus lágrimas y regresó a la casa. Preparó la cena, y comieron los tres en silencio. Roberto parecía más malhumorado que otras veces. Terminó de comer y volvió a salir. La misma historia de todos los días.

A la mañana siguiente Rubén llegó a las siete menos diez, Carolina se fue con Nico al colegio y luego al gimnasio. Antes de que llegara Roberto, Rubén ya le había dado la primera capa de pintura a las paredes del cuarto, y tomaba café mientras se secaba.

Roberto llegó ebrio, pero podía moverse con normalidad, se cruzó con Rubén en la mesa del comedor y le dijo:

- ¿Y vos quién sos? ¿quién te abrió la puerta?
- Soy el pintor, su señora me contrató.
- ¿Y cómo no me dijo nada esta pelotuda?
- No lo sé, si me disculpa todavía tengo trabajo en el cuarto de arriba.

Era mentira, la pintura todavía estaba fresca. Pero se quedó en el cuartito emprolijando los diarios que había colocado en el piso, para cuando tuviera que comenzar a pintar el techo.

Cuando llegó Carolina del gimnasio, Roberto ya estaba dormido. Pero esta vez se despertó con el ruido de la puerta. Volvieron a discutir, y él le dio dos cachetazos. Uno con la palma y otro aún más fuerte de revés. La discusión cesó después de eso. Carolina se fue a la cocina, y Roberto se fue al dormitorio, donde se puso a limpiar sus armas. Ambos eran maniáticos de la limpieza, quizás lo único que todavía tenían en común.

Rubén se fue para su casa cuatro y media, al cuartito le faltaba sólo una mano más de pintura, y luego debía comenzar a picar las paredes del escritorio. Ese sí que le llevaría trabajo, tenía el techo a cuatro metros y medio de altura, y en estado deplorable.

Aunque no lo demostrara en su expresión facial, el Rube estaba muy contento con el trabajo en casa de los Almafuerte. Carolina había aprobado su presupuesto para ambos cuartos sin chistar, y le pagaría todo junto, en efectivo, cuando terminara de pintar el escritorio. Y con eso podría comprarse la chata, ampliando así su negocio de hombre solitario. Basta de transporte público. Basta de levantarse antes del alba. Con la chata podría transportar todo tipo de materiales. Maderas, ladrillos, vigas, bolsas de cemento, y hasta una mezcladora. El Rube no era un simple albañil. Su padre le había enseñado un oficio mucho más amplio que ese. Tenía los mismos conocimientos que cualquier maestro mayor de obra. Solo tenía que aplicarlos, y la camioneta le sería de gran utilidad para ello.

Para el jueves al mediodía el pequeño cuarto estuvo terminado, el trabajo había sido realmente impecable. Y antes volverse a su casa, Rubén empezó a picar las grietas en la pintura del enorme escritorio. "...este va a ir pintado de verde pastel", le había dicho Carolina esa mañana.

El viernes, Roberto ya estaba durmiendo en la cama, cuando llegó Rubén, había regresado a las cuatro de la madrugada del trabajo, y prácticamente sobrio. Nada tenía que ver con el borracho exasperado de los días anteriores. Dormía como un angelito. Parecía imposible que ese tipo cargara con tres denuncias por violencia doméstica. Los viernes, Roberto Almafuerte, era un tipo sumamente agradable.

Esa fue la jornada más trabajosa de todas para Rubén y, al finalizar el día, había dejado el escritorio listo para ser pintado el lunes por la mañana. Al momento de irse a su casa, Carolina todavía no había regresado del gimnasio, y fue el propio Roberto quién le abrió la puerta. Lo saludó amablemente y lo felicitó por el notable trabajo que venía haciendo. Estaba perfectamente sobrio, Rubén se percató de ello, se sintió aliviado, y le agradeció que le haya dado la posibilidad de trabajar en su casa.

El fin de semana se pasó volando para Rubén. Estuvo en casa, con su mujer y sus cuatro hijos. Revisó sus tareas del colegio, la ayudó a su señora con la decoración del jardín, y hasta tuvo tiempo para arreglar el portón de entrada y el caño del lavadero. Descansó como se debe, y siguió fantaseando con la prosperidad económica que divisaba en su porvenir.

Pronto llegó el día lunes, y el Rube salió de su casa a las cinco menos cuarto de la mañana. Se tomó el colectivo 726 amarillo, luego el tren y después la línea B del subte, que lo dejó en casa de los Almafuerte minutos antes de las siete de la mañana.

Carolina le abrió la puerta, parecía algo perturbada y, como de costumbre, Roberto no estaba en la casa. Rubén no quiso preguntarle nada, era un hombre sumamente introvertido y vergonzoso. Enseguida se puso a trabajar, quería terminar de pintar antes del miércoles al mediodía. Carolina le indicó dónde estaba la enorme escalera que tendría que utilizar, y se fue a atender el timbre de la puerta. Una mujer voluptuosa estaba del otro lado, Carolina le guiñó un ojo y le dijo en voz alta:

- Miriam, gracias por el favor, y la puntualidad. Ahora te lo traigo a Nico, así me voy volando para el ginecólogo.
- Sabés que no me molesta, te espero acá.

A los cinco minutos Carolina le entregó el chico a su amiga, y le dijo que debían bajarse en la estación Malabia, y susurrando le pidió que le guardara los boletos de subte que iban a utilizar. La saludó con un beso en la mejilla, al tiempo que Miriam le puso unas llaves en su mano, y se miraron directo a los ojos.

Después de esto, Carolina pasó por su cuarto, se maquilló y salió con un cigarrillo en la mano. Se despidió de Rubén y se fue. Caminó cinco cuadras en dirección al norte, de vuelta estaba llorando. Sus mejillas estaban empapadas. Sacó unos pañuelos descartables de la cartera y se limpió el maquillaje corrido, dio media vuelta y regresó. Se paró frente a la puerta la de la cocina, se sacó los zapatos y entró.

Sosteniendo un taco con cada mano, se metió en el baño de servicio, y salió de allí cinco minutos más tarde, con dos guantes de látex puestos y unas medias de algodón nuevas como único calzado.

Subió al dormitorio. De abajo de la cama sacó la caja donde estaban guardadas las armas, y le puso el silenciador a una de las pistolas. Bajó sin hacer el menor ruido. Pasó por el living y subió ligeramente el sonido del televisor.

Caminó despacio, respirando lo justo y necesario, dando ínfimas inspiraciones. Asomó su cabeza por la puerta del escritorio y lo vio. Rubén estaba arriba de la escalera, mirando hacia la esquina opuesta, dándole la primera capa de verde pastel al cielorraso. Carolina avanzó, siempre en silencio.

Llegó hasta el borde de la escalera sin ser percibida, sujetó con firmeza uno de los escalones, y luego tiró hacia sí con todas sus fuerzas. Rubén fue a parar al piso, y la escalera se le cayó encima, recibiendo un fuerte golpe en la cabeza, que no llegó a desmayarlo.

Maltrecho, intentó mover la escalera para levantarse. Pero Carolina ya estaba apuntándolo con la pistola. Llorando desconsoladamente y, con un gesto de dolor en su rostro, le dijo: “¡Perdoname!”.

Disparó a quemarropa sobre el pecho del albañil, dos veces. Salió del escritorio, cerrando la puerta con llave, y se fue de la casa.

Se había puesto unos anteojos negros, no podía dejar de llorar. Cruzó la calle y, con las llaves que le había dado Miriam, entró en uno de los edificios de la vereda de enfrente. Subió al tercer piso, puso una silla de frente al balcón, prendió un cigarrillo y, después de sentarse, logró serenar sus pensamientos.

Una hora y media después Roberto entró a la casa, Carolina lo vio, se volvió a poner los guantes y prendió otro cigarrillo. Siguió fumando un buen rato. Veinte, veinticinco minutos. Hasta que finalmente volvió a salir a la calle. Cruzó la vereda y, otra vez, se sacó los zapatos para entrar. Roberto estaba, como siempre, roncando frente al televisor.

Sigilosa, caminó sin mover el aire, se acercó al sillón y apoyó, sobre la mano derecha de su marido, el arma homicida. Él sintió el contacto y cerró su mano por reflejo, posando sus dedos mayor y anular sobre la empuñadura de la pistola, sin llegar a despertarse. Ella se alejó en silencio, abrió la puerta del cuarto del escritorio y salió de la casa.

Volvió a cruzar al departamento de su amiga y llamó a la policía. "...se ha cometido un asesinato en mi casa, y me parece que fue mi esposo.”

Dos horas más tarde Roberto estaba en la comisaría, detenido, siendo indagado. Todavía ebrio, apenas recordaba cómo había llegado a su casa. Carolina y Nicolás cenaron solos esa noche.

- Ahora vamos a empezar una vida nueva mi amor. Como te dije, ¿te acordás? Pronto las cosas van a ser muy diferentes, te lo prometo.

Nicolás sonrió, y siguió tomando su sopa de arroz con verduras.


Al bueno de Tito, como le decían sus amigos, lo condenaron a veinte años de cárcel. Y Carolina se fue, con su hijo, a vivir a Villa La Angostura, de donde era oriunda. Todavía estaban allí sus amigos de la infancia, y también su primer novio, con quien, durante todos estos años, había mantenido una gran amistad a través del monitor de la computadora.


Crónicas Sanatoriales: Gripe A

"La Tanguera" es una chica que había conocido por internet. Voluptuosa, avasallante. De labios finos y piernas firmes. Gran amante, pésima conversadora. Es que tenía una característica muy particular. Más particular que cualquier otra característica que le pude encontrar a una mujer. En lugar de hablar, ella cantaba todo el tiempo, a toda hora, en cualquier lugar, a cappella, y obviamente: tangos...

Su voz era increíble, cómo la extraño ahora. Arrabalera, gruesa, y con mucha actitud. Casi siempre cantaba las mismas canciones, creo que eran 3, tal vez 4; y aún así, nunca me cansé de oírlas.

Y también tenía otra cosa... gritaba como un gato en celo cada vez que teníamos sexo. Gritaba fuerte, extremadamente fuerte; como si liberara todas sus tensiones con sus gritos. Tal vez no estaba ni cerca de llegar al orgasmo, pero ella gritaba a más no poder, desde el principio hasta el final.

La tanguera estaba de novia cuando la conocí, y yo hice las veces de juguete sexual para ella. Fui su amante, y admirador de su faceta artística. Y hete aquí el meollo de la cuestión. Su novio apareció un día con Gripe A, y ella no podía verlo por ese motivo. Y a pesar de que ella no se contagió el virus, si supo ser transmisora del mismo para conmigo. 

El hecho de que ella no había caído en cama, me despreocupó. Pensé que no pasaría nada malo. Y así fue que, con el correr de los días, me fui enfermando. El primer síntoma fue la fiebre. Casi nada de tos, ni mocos, ni nada que se pudiera observar en un cuadro de gripe clásica y contemporánea. Solo había fiebre, extremadamente alta. Por esos días llegué a tener 40°, 39°, no bajaba de eso, y a los pocos días acabé en el sanatorio. Era mi primera internación en mi vida adulta (o post-adolescente).

Unas vez allí, la fiebre continuaba en cifras elevadas y empeorando. Era una pandemia, decenas de personas morían por día. Lo leíamos en los diarios y lo veíamos por televisión cada día. Y ahí estaba yo, internado y, aparentemente, con el mismo virus asesino dentro de mí.

41°, 42°, a esas temperaturas se delira, doy fe, no se puede controlar el pensamiento. Y lo peor de todo: casi no se puede dormir... El dolor de cabeza era una constante, insoportable. Solo se podía agonizar. Quejarse, cerrar los ojos, gemir, querer salirte del cuerpo. Sin dudas fue una de las peores sensaciones que viví.

Fue allí, en el sanatorio, donde conocí al suero. Mi primera vía. Por dónde corría ibuprofeno, una dosis tras otra, que no atinaban a más que a bajar la fiebre a 38,5°, cuando la cabeza dejaba de doler un poco, y solamente por un rato. Al cabo de unas 3 ó 4 horas, subía nuevamente a 41°.

Gracias a "Dios", existía el Tamiflú. El antídoto para la gripe A. Y el gobierno había instrumentado su distribución inmediata a todos los infectados. Ya había cientos de muertos. Solamente debían diagnosticarte la gripe, y te daban las pastillas, dos por día, durante cuatro días. Así, y solo así, se curaba la gente. El Tamiflú era la única forma de escaparle a la muerte.

Al quinto día de haber empezado con el remedio salvador, la fiebre empezó a bajar hasta desaparecer por completo, en solo un par de días. Era matemática pura. Ocho pastillas de Tamiflú, aplicadas durante cuatro días, y la gripe desaparecía.

Gracias al medicamento escapé de la muerte, al igual que miles de personas; pero aún así supe conocerla muy de cerca allí en el sanatorio.

Digo esto porque en una de las habitaciones en las que estuve, se murió el tipo que estaba compartiendo conmigo el cuarto. Era un hombre grande, lo recuerdo muy bien. Tenía pulmonía. Recuerdo que su hermana estaba acompañándolo y recriminándole cosas a todo momento. "¿Ves cómo estás?, eso es por fumar...", "siempre fumaste como un sapo"; eso es lo que recuerdo con más claridad, las palabras. Y también cómo este pobre hombre agonizaba. Tosía todo el tiempo, y gritaba "me duele... me duele", "ayudenmé, me duele tanto...", tosía y tosía.

Un día su hermana se fue porque tenía cosas que hacer, y vendría su otro hermano a pasar la noche con el enfermo. Pero ella se fue, y nunca más vio a su hermano con vida.

No recuerdo si se descompensó o qué, pero ese día los médicos del piso, le dieron morfina al hombre en pena. Lo recuerdo muy bien, porque incluso bromeaban a raíz de lo dificultoso que les resultaba hacer el cálculo de cuanta morfina debían suministrarle. Era una regla de 3 simple, nada del otro mundo. La vía debía dejar caer una X cantidad de gotas por minuto, para mantenerlo vivo. Y discutían torpemente sobre dicho cálculo.

Eran estudiantes de medicina,, aún no recibidos. Los hospitales estaban tan superpoblados por la pandemia, que algunos de los mejores alumnos de 4° año de medicina clínica e infectológica, estaban ejerciendo antes de tiempo por una necesidad, y seguramente por una obligación médica-política.

La cuestión es que le habían dado morfina al agonizante, caían 18 gotas por minuto, las agonías se llamaron a silencio y el hombre murió 50 minutos después de que empezaron a caer las gotas, con los jóvenes futuros médicos rodeándolo, y manteniendo diálogos desesperados mientras el hombre se iba. No supieron evitarlo, y tal vez jamás hubieran podido evitar su muerte, más allá de la morfina o la no-morfina.

Una hora más tarde llegó el otro hermano del hombre recién fallecido, el que venía a reemplazar a su hermana en la vigilia. Llegó y, lamentablemente, ya era demasiado tarde. Fue una escena muy triste de ver. Yo todavía tenía fiebre y chuchos de frío. Hacía dos días que estaba tomando el Tamiflú, ya casi no deliraba. Pero supe ver y oir a la muerte a metro y medio de mi cama. Y tuve que quedarme en la sala de espera del piso 7°, envuelto en una manta, mirando el televisor sin lograr concentrarme. Mientras tanto sacaban el cuerpo del difunto. Fueron como 2 ó 3 horas, que estuve allí, temblando de frío con la manta, un poco por la fiebre, y otro poco por el nefasto momento que acababa de presenciar.

Cuando volví a la habitación, había regresado la hermana del muerto. Sí, la escena podía ser aún más triste. Los dos hermanos lloraban abrazados su pérdida. Lloraban y se insultaban con los jóvenes médicos, en la puerta del cuarto. Sentí empatía. Me acosté en la cama, y dos días después estaba curado.

Vino uno de los directores médicos del sanatorio a darme el alta personalmente, y a hablar con mis familiares. Nos dijo que la pandemia disminuía, pero todavía no estaba erradicada, que necesitaban camas, y que ya estaba curado y en condiciones de irme a casa.

Me fui sin fiebre, con una bronquitis leve, pero curado de la gripe. Estuve una semana en cama, en la comodidad del hogar, hasta que la tos desapareció y volví al trabajo totalmente recuperado.

SUBMUNDO


Unos pequeños destellos rosados se imprimían en el firmamento, mientras el señor Augusto tiraba baldazos de agua caliente sobre la vereda de Formosa 353. Utilizando un grueso escobillón, empapado en una precisa mezcla de lavandina, detergente genérico y agua, el portero del monstruoso edificio, se encargaba de sacarle el mayor brillo que le era posible a las grisáceas baldosas que cubrían el frente de la gigantesca residencia.

Comenzaba una mañana fría, de un mayo repleto de mudanzas en el imponente edificio de 19 pisos, con forma de "T" acostada, ubicado en la zona sur del barrio de Caballito; y el rostro del señor Augusto se tornaba un poco más agrio, cada vez que empezaban las seguidillas de mudanzas. Tener que registrar a los nuevos inquilinos, y detallarles las normas de convivencia y las formas de proceder en el enorme conjunto de habitáculos, lo amargaban en demasía.

Aún no daban las 7:00 cuando apareció el primer camión del día. Era uno de esos bien grandotes, con espacio para carga hasta por encima de la cabina del chofer. Bajó una joven pelirroja, de unos 30 años, con buen porte y labios voluptuosos, peinada y maquillada para rajar la tierra. La siguieron tres muchachos de corta edad, todos empleados de la empresa mudadora, quienes enseguida se dispusieron a bajar el mobiliario, del vehículo a la acera.

Radiante, la pelirroja, saludó al portero y se presentó a sí misma como Carolina Vallezco, la nueva inquilina del 15º G. Augusto respondió al saludo con sequedad, mientras los tres jóvenes peones contemplaban a la susodicha y murmuraban por lo bajo, arrojándose miradas de complicidad entre sí.

Cerca de las 8:00 la mudanza de Carolina ya estaba prácticamente consumada. A los tres muchachitos solo les restaba subir un somier, de 2,10 m. por 2,50 m., y una gran cómoda color madera, con ocho cajones y un peso aproximado de 120 kg.

El encargado de la cara larga hacía ya un buen rato que había dejado el escobillón, y se limitaba a fiscalizar con suma atención los bruscos movimientos de los peones, procurando que no rayaran el blanco piso del hall central del edificio, que él mismo hubiere encerado minutos antes del amanecer.

Ya se habían paseado una buena cantidad de vecinos, por el extenso y floreado pasillo que conecta la puerta de calle con la vereda de Formosa 353, esquivando todo tipo de muebles y cajas de mil formas con las pertenencias de Carolina.

- Buenos días Augusto -dijo una vieja de unos 70 años, que salió del 'ascensor par' con un caniche toy marrón atado a una correa color rosa.
- Buen día Adelaida ¿cómo está usted?
- Bien, gracias. Parece que tenemos nuevos vecinos, ¿eh?
- Moneda corriente señora -dijo el portero con una mueca de resignación en su labio inferior.

La nueva y voluptuosa inquilina bajó por última vez para pagarle al hombre que manejaba el camión de mudanzas, y para agradecerle al señor Augusto, quien le recordó que debería pasar por su oficina, durante el transcurso del día, para registrar sus datos como nueva titular de 'la llave', y le dio la bienvenida formal al recinto, con su característica cara de amargado.

Al tiempo que la pelirroja se dirigía hacia el camión para finiquitar la cuestión con el chofer, uno de los vecinos ingresaba al edificio, sin poder evitar girar su cabeza para observar la preciosa figura de la nueva residente inclinarse contra el frío metal del Mercedes Benz mudador.

El joven, de no más de 27 años de edad, llegaba ojeroso y bastante borracho, pero dicha condición no le impidió darse cuenta de que ahora la pelirroja taconeaba tras él, por el florido pasillo de Formosa 353.

El borrachín saludó, con un apagado murmullo, al señor Augusto, y llamó a los dos ascensores que iban a los pisos impares. Eran tres en total: uno para los pares, uno para los impares, y otro que iba a todos y se encontraba entre medio de los dos primeros.

Ingresó junto con la señorita Vallezco en el primero que llegó, sin perder la ocasión de hacer uso de su embriagante caballerosidad y dejarla pasar a ella primero. Marcaron el 13º y el 15º respectivamente. Ella lo saludó con amabilidad, y él respondió como pudo.

- Usted es nueva aquí, ¿no es cierto?
- Sí, acabo de mudarme -contestó sonriendo.
- Bienvenida al 'submundo'.
- Gracias -dijo ella con una mueca de desconcierto en sus labios. Y el borrachín continuó hablando:
- 19 pisos, 13 departamentos por piso, será difícil que volvamos a vernos durante los próximos diez días...

Ella irrumpió con una risa encantadora, música de Vivaldi para los oídos del joven en estado de ebriedad, que no supo hacer más que bajar la mirada. El ascensor se detuvo, y el muchacho del 13º E salió de su interior dirigiendo un saludo cortés y conciso hacia la pelirroja de sus sueños de borrachín.

Tardó algunos instantes en sacar la llave de su bolsillo derecho e ingresó al departamento dónde fue recibido, en forma instantánea, por un fornido gato negro de ojos dorados. El animal lo saludó con dedicada ternura, era un espécimen excepcional, de fino y brillante pelaje. Luciano era el nombre del alegre joven, y Abraxas el del gato. El muchacho sacó una cerveza helada del fondo de su refrigerador verde pastel, encendió un cigarrillo, el televisor y se durmió acariciando al entrañable animal en la cama.

Dos pisos más arriba, Carolina desempacaba cuidadosamente su ropa, sus adornos y el resto de sus pertenencias. Sentía penetrar sus pulmones por un aire de renovación sumamente gratificante. Acomodó primitivamente los muebles e intentó visualizar internamente dónde pondría sus cuadros y espejos predilectos. El departamento parecía gustarle mucho más ahora que en las dos visitas que le había dedicado la quincena anterior, cuando todavía no estaban todas sus cosas en él.

En la planta baja se sucedía una nueva mudanza, matrimonio joven con recién nacido. El señor Augusto revisaba que todo se desarrollara en forma adecuada, y relojeaba* las agujas de cuando en cuando. Después de las 11:00 ya no podrían utilizarse los ascensores para cargar cosas, porque los vecinos iban y venían a esas horas de la mañana, paseaban a sus perros, volvían del supermercado y se iban a trabajar. 
[Nota: 'relojear' es una palabra proveniente del lunfardo, significa observar de reojo algún suceso, persona y/o objeto, procurando que dicha observación no sea advertida por las personas en derredor]


Cerca de las 10:45 bajó Luciano, el muchacho del 13º E, trajeado y portando las mismas ojeras que traía cuando había entrado al submundo tres horas más temprano. Atravesó el hall y el pasillo a paso ligero, otra vez llegaría tarde al trabajo. Dobló por Beauchef y cruzó el Parque Rivadavia por el camino que se forma entre los puestitos literarios que tan bien lo caracterizan. Se metió en el subte A, en dirección al microcentro, estaba repleto de gente, como todos los viernes por la mañana.

Adelaida y su caniche ya hacía rato que habían terminado su rutinaria “vuelta a la manzana matutina”, y ahora la señora ejercitaba duro y parejo la lengua con el señor Augusto en la vereda, mientras el ruido de los colectivos matinales hacía eco en el interior de su audífono. El 96 era un colectivo bastante fulero, se lo podía esperar más de una hora por las noches. Su frecuencia se tornaba desastrosa a partir de las 23:00. Pero por las mañanas pasaba muy seguido.

Carolina salió del ascensor en planta baja totalmente cambiada. Se había puesto unas calzas negras, zapatillas a tono, una musculosa blanca y un buzo gris con capucha, unos auriculares salían de su bolsillo canguro, eran sostenidos por su delicada mano izquierda. Su peinado también había cambiado. Ahora sus rojizos cabellos estaban sujetados por una diadema y una coleta atrás. Salió a la calle a cara lavada; saludó con una sonrisa a la señora Adelaida y dirigió algunas palabras al portero.

- ¿Podría indicarme dónde hay una farmacia y una buena verdulería?
- Mire: tiene una farmacia en aquella esquina -dijo señalando con su mano derecha hacia el este-; y verdulerías hay tres, una acá a la vuelta, una sobre Viel o sino en la avenida de allá -concluyó apuntando al sur.

La nueva vecina se despidió de ambos, le hizo una rascadita de cabeza al perro de la vieja, y le dijo al portero que, a su regreso, pasaría a verlo para hacer la registración pertinente; se puso los auriculares y salió trotando por la calle Viel, llegando al Parque Rivadavia en menos de dos minutos.

Era un mediodía bastante soleado, se veían apenas cuatro nubes, pequeñas y espumosas, sobre un cielo azul brillante. Los árboles presentaban una gama de naranjas y marrones deliciosos al ojo humano, y los pájaros revoloteaban las diversas fuentes y bebederos de agua, aprovechando los pocos ratos de calor previos al crudo invierno que se aproximaba.

Carolina corría por las callecitas del parque como maravillada. Se sentía como una princesa reposante del bosque, rodeada de conejos y petirrojos; solo que, en lugar de reposar, corría y en lugar de conejos había palomas, y niños jugando, mujeres con bebés, y ancianos jugando al ajedrez y a las damas. Adolescentes husmeando libros y revistas en los puestos. Gatos negros, perros y gorriones echados al sol, sobre el verde césped, conviviendo en perfecta armonía.

Carolina corría y no dejaba de sonreír ni por un instante. Tanto que no le prestaba atención alguna a la música de sus auriculares. Toda su felicidad entraba por sus ojos y llenaba sus pulmones de vitalidad. Corría y se prometía a sí misma hacer esto cada vez que pudiera, de ahora en adelante.

Corrió por más de una hora y media, haciendo pequeñas paradas para elongar e hidratarse; y, de camino al edificio, pasó por la gran verdulería de Beauchef y Guayaquil. Era un local enorme que ocupaba toda la esquina. Verdulería, carnicería y granja. Estaba atendida por al menos seis empleados, y abierta casi todo el día. De hecho, sus cortinas nunca estaban bajas. Por las madrugadas había siempre algún sereno que custodiaba y recibía la mercadería, mientras el negocio permanecía cerrado al público.

"La rojita", como le decían sus familiares cuando era solo una niña, regresó al submundo con dos bolsas llenas de papas, zapallitos, zanahorias y choclos. Y en el hall central del monstruoso edificio ya no estaba el señor Augusto, ahora había otro encargado en su lugar. En el submundo siempre debía haber alguien en la entrada, designado por el consorcio, las 24 horas del día, los 365 días del año; había al menos siete porteros, algunos fijos y otros rotativos, que eran de utilidad sobretodo en los feriados y días festivos. Ahora estaba el señor Rubén, que cumplía el horario vespertino, de 12:00 a 18:30 horas.

- Buenas tardes -dijo el, hasta ahora, desconocido.
- Hola, ¿qué tal? Soy nueva en el edificio, me mudé esta mañana. Tenía que hacer el registro de 'la llave', me dijo el señor...
- El señor Augusto. Yo estoy por la tarde, me llamo Rubén... Si me aguarda un segundito lo hacemos enseguida.

El morocho y robusto encargado se metió en un cuartito, y reapareció dos minutos más tarde con un anotador en la mano. El tan mencionado registro se trataba, tan solo, de anotar el nombre y el número de documento del nuevo inquilino en un viejo y deshilachado cuaderno, forrado en una mugrienta tela roja. Y también se apuntaba el número de llave que le era entregado. Eran llaves magnéticas, que con solo acercarlas a la luz roja que estaba debajo del picaporte, la misma cambiaba a verde, y la puerta quedaba desmagnetizada y lista para ser abierta. Finiquitada la cuestión registral, Carolina se despidió del hombre y volvió a subir al 15º G.

Siete pisos más abajo, la señora Adelaida le estaba por dar de comer a sus cuatro perros. Un bulldog francés llamado Romeo, y los tres caniches toy: Tommy, el marrón ya conocido; Berta, de color gris oscuro; y el pomponcito blanco de Tiffany. Eran toda una jauría, y se exaltaban sobremanera a la hora del almuerzo. Gruñiditos competitivos y fuertes, aunque pequeños, arañazos en las pantorrillas de la dueña. La pobre Adelaida luchaba a diario con las cuatro fieras, mientras esperaba el efecto de los ansiolíticos para irse a dormir la siesta. Un firme cóctel de libraxín, prazam y clozanil, la pondrían a soñar estrellitas en menos de trece minutos. Y se despertaría cerca de las 18:00 horas, con un inmejorable humor.

En la planta baja, el robusto portero vespertino se sentaba, de lo más tranquilo, en el escritorio del hall central. Rubén era el más sonriente y simpático de los siete, y casualmente era el que menos trabajo tenía para hacer. Augusto, generalmente, era el que se la pasaba limpiando y baldeando la vereda, y el encargado nocturno casi siempre estaba barriendo en alguno de los 19 pisos. Pero el morocho de Rubén sí que se la pasaba de lo lindo, leía gran cantidad de libros y revistas durante su turno, y les daba buena charla a la mayoría de las mujeres del grotesco edificio.

Sin grandes sobresaltos se hicieron las 17:00, y algunos de los vecinos del submundo ya abandonaban sus oficinas para retornar al calor hogareño. Era una tarde muy fría, con un viento que hacía crujir a los árboles, y mandaba al suelo hojas de todos los colores característicos del otoño.


En el piso 15º las ventanas se chocaban por el viento, y Carolina se despertaba repentinamente de su siesta post-mudanza. Apenas le quedaban dos cajas por desempacar, dónde había guardado prolijamente todos sus libros. La mayoría eran novelas policíacas, y de terror. Pero también tenía una buena colección de libros de cocina y de decoración.

Antes de ocuparse de la nueva distribución que tendría su biblioteca, abrió la ducha y se puso a buscar la ropa que se pondría para salir esa misma noche. Tanto el baño como el living, se llenaron de vapor en pocos minutos. Los habitantes del submundo tenían una comodidad extraordinaria, algo que no se ve en todos lados: agua caliente central. Nada de calefones mañosos, ni termotanques hostiles. Uno con solo abrir la canilla, en menos de cuatro segundos, tenía agua perfectamente caliente, en su temperatura exacta y de fácil regulación. En la planta baja, donde se encuentra la pequeña oficina de los porteros, había unos 12 o 15 calefones funcionando en perfecta sincronización. Los que hacían efectivo el funcionamiento del agua caliente en los 247 departamentos.

Mientras la pelirroja del 15º G se duchaba, en el hall central del edificio comenzaban a acumularse personas en la fila de los ascensores. Oficinistas, perros con sus dueños, empleadas domésticas, escolares y estudiantes universitarios. El señor Gerardo se había levantado de su siesta, y ahora charlaba con Rubén antes del segundo cambio de turno. En pocos minutos llegaría el momento de Felipe, el tercer encargado. Para cumplir con el turno noche, entre las 19:00 y las 23:30.

El mencionado tercer mosquetero, era un tipo callado. Calzaban en su nariz y orejas unos gruesos anteojos para ver de cerca, que le daban a su rostro un aire intimidatorio. Un dejo de seriedad que le quitaban a uno las buenas intenciones de dirigirle la palabra. Felipe jamás contestaba un saludo. Estaba siempre leyendo libros, sentado en el escritorio del hall central. Solamente hablaba si se le hacía una pregunta directa y concisa. Entre las cuales no estaban incluidas algunas de las más populares: ¿cómo le va?; ¿está fresco afuera?; ¿todo tranquilo?; ¿tiene una lapicera?; ¿qué está leyendo?; ¿está cansado, maestro?

Durante el turno de Felipe, Augusto, con ayuda de Rubén, se encargaba de juntar la basura de cada piso, para luego sacarla a la vereda antes de las 21:00. El submundo acumulaba enormes cantidades de basura diariamente. Sus habitantes contaban con la comodidad de poder sacar la basura sin tener que salir a la calle, solo debían caminar menos de treinta pasos (promedio) hasta el cuarto de los desechos que había en cada piso. Y allí uno podía tirar cualquier cosa. Objetos electrónicos averiados, enormes cajas con botellas vacías, muebles rotos, o cualquier otro tipo de bulto que pudiera ser molesto para transportar, como un cadáver o una bomba nuclear vencida.

Mientras Augusto sacaba las primeras bolsas a la calle, ingresaba por la cochera el señor Perea, propietario del 7º C. Uno de los residentes VIP del submundo, poseedor de una de las treinta únicas cocheras disponibles. Era un tipo exitoso, de esos que siempre obtienen lo que quieren, y a cualquier precio. Vivía con su esposa, y a la vez tenía amoríos con tres de las mujeres más hermosas que habitaban el enorme edificio. Saludaba siempre al señor Augusto con un guiño de su ojo izquierdo, y acostumbraba a darle generosas propinas a cambio de favores insignificantes. Álvaro Perea sabía muy bien que Augusto debía de estar enterado de todo lo que ocurría en el submundo, y por eso se ocupaba de tenerlo siempre como amigo.

Castaño, medio rubión. Metro ochenta, y espalda ancha. Siempre que entraba al submundo, el señor Perea caminaba esbozando una sonrisa más falsa que renguera de perro, y saludando a cualquiera que se le cruzara. Sin perder demasiado tiempo, el tipo sube hasta su departamento lujosamente amueblado, donde siempre lo espera su bonita esposa, con la comida casi lista. Su mujer, dicho sea de paso, era increíblemente sensual, una maravilla de la creación, y él alcanzaba los niveles más altos de erotismo con ella. Pero de todas formas la engañaba a más no poder. El engaño representaba, para él, una suerte de deporte favorito o hobby.

Esa noche Claudia Bettel de Perea había preparado una exquisita salsa parisienne para acompañar a los agnolotis caseros, de ricota y nuez, que vendían en la esquina de Guayaquil y Viel; y recibió a su marido con un babydoll color salmón, que se transparentaba tanto que se volvía imperceptible sobre el bronceado perfecto de la pomposa mujer.

Tres pisos más arriba, Luciano, el joven borrachín acompañado por el brillante gato negro, se disponía a preparar la cena. Separaba algunas verduras para incorporárselas al wok, que minutos atrás había puesto a calentar con un litro de agua, sal y pimienta. Una papa, dos cebollas pequeñas, un zapallito y dos zanahorias; todo en juliana, exceptuando a la papa, que iba cortada en cubos.

- Esto no te gusta Abraxas -le decía al maullante gato.

El felino no comprendía ni una sola palabra, y seguía maullando como bebé hambriento. Sí respondía a su nombre, y a los silbidos, pero nada de palabras. Se enroscaba entre las piernas de su amo, y repetía las súplicas.

Finalmente la insistencia del gato tuvo su recompensa cuando, después de darle diez minutos de cocción a las verduras, Luciano se puso a cortar en trozos una pechuga de pollo, y mientras los tiraba en el wok, dejaba caer algunos pedacitos al suelo para que el corpulento de Abraxas saciara su apetito con un poco de carne cruda.

Mientras el joven del 13º E cenaba, dos pisos más arriba, nuestra pelirroja fatal terminaba de maquillarse para irse de parranda. Se había puesto un vestido largo y ajustado, negro como la noche, que dejaba ver su muslo derecho a través de un enorme tajo que nacía a la altura de la cadera. Labios carmín, pómulos apenas sombreados, y unas pestañas cargadas de rímel, adornaban sus penetrantes ojos azules, cuasi oceánicos. Perfumada con el número cinco de Chanel, y subida a unos tacos de 17 cm. salió del submundo justo a medianoche, y se metió en un Audi 3 plateado, que llevaba más de media hora esperándola en la entrada del edificio.

En el hall central ya estaba ocupando su puesto el cuarto encargado, un muchacho de unos 25 años, llamado Enrique. Tenía rasgos de indio en su semblante. Ojos negro azabache, pelo oscuro y lacio, de estatura media y expresión seca. Generalmente, daba la impresión de que, el tipo, estaba de pésimo humor, y que odiaba su trabajo.

Para colmo de males, Enrique era uno de los porteros que más hacía por la limpieza general del edificio. Como el turno noche era el más tranquilo, Enrique tenía que barrer y fregar todos los pisos, tanto los pasillos como los 19 cuartitos de la basura. Y mientras lo hacía, cerca de las 3:00 de la madrugada, refunfuñaba para sus adentros, maldeciendo a todos y a cada uno de los habitantes del submundo.

Pero en el piso 13º, el gato Abraxas sabía muy bien, gracias a su olfato, lo que este joven, de antepasados indígenas, pensaba y sentía. Podía oler sus ganas de matar a todos, empezando por Augusto quién, además de ser el encargado número uno, era el jefe de los otros seis y el coordinador general de mantenimiento y limpieza.

Cuando Enrique barría alimentaba ese odio perpetuo que sentía, y golpeaba ligeramente las puertas de los departamentos con su escoba. Era entonces, cuando llegaba al 13º E, que Abraxas se descontrolaba. Iracundo contestaba a los movimientos de la escoba con violentos cabezazos contra la puerta. Emitía sonidos graves, no parecían maullidos, era algo más deforme, una suerte de grito de guerra. Se agazapaba, intentaba en vano aferrarse al piso de baldosas para tomar impulso, y salía disparado contra la puerta, estrellando su enorme y negra cabeza con intenciones de ahuyentar al enemigo.

Abraxas odiaba a Enrique, y Enrique los odiaba a todos por igual. Sus peleas, puerta mediante, tenían lugar todos los días del año, exceptuando en navidad y año nuevo, cuando Enrique tenía las noches libres. Y eran siempre a la misma hora. Ver a ese gato negro y furioso chocar su cabeza con tanta fuerza, cada vez que daban las 3:35, era un espectáculo digno de ver. Y la rutina lograba que el gato se enfureciera un poco más cada noche.

Cerca de las 6:50, en el piso 7º, como cada sábado, amanecía Álvaro Perea en su mejor momento de virilidad. Con cierta ternura, le hacía el amor a su mujer, y después de una ducha rápida, salía disparado para el club de tenis “La Florida”, en Vicente López, dónde cada sábado jugaba con alguno de sus amigos del colegio secundario. O al menos eso era lo que su mujer creía. Pero lo cierto es que el semental de ojos grises, en lugar de irse a buscar el coche, subía cuatro pisos y golpeaba la puerta del 11º A.

Allí vivía Erica, estudiante de filosofía, morocha de pelo lacio como la seda, corte francés, y anteojos de marco negro ovalado, que le daban a su rostro una simetría envidiable. No medía más de 1,55 m., y su cuerpo era excepcional, delicado y preciso en sus medidas de busto, cintura y caderas. Daba la sensación de que el creador se habría esforzado un poquito más en ella, como si se hubiera tomado un par de horas extras para ultimar detalles.

Y así lo recibía ella, con un diminuto camisón rosado, y con sus ardientes ojos negros clavados en su boca. Generalmente hacían el amor tres o cuatro veces, con violencia. La ternura quedaba de lado, y el exitoso empresario se convertía en una especie de hombre lobo. Y antes de irse del departamento de Erica, se daba una buena ducha y salía, ahora sí, disparado para Vicente López.

Mientras el señor Perea aceleraba sobre el asfalto de la calle Formosa, llegaba de sus vacaciones el doctor Guillén, psiquiatra especializado en trastornos psicóticos, vivía y tenía su consultorio en el 18º E. Roberto Guillén era un hombre de 63 años, barbudo y canoso, sus pequeños anteojos redondos denotaban una ligera inclinación en su rostro. Tenía el ojo derecho 1 cm. más arriba que el izquierdo, y también tenía una ligera desviación de su pupila derecha hacía afuera. Era un tipo reservado, tenía muy poca comunicación con los porteros, y aún menos con los vecinos.

Llegaba a su departamento y lo primero que hacía era mirar por su ventana. Por su ubicación y altura, era uno de los departamentos con mejor vista de todo el submundo. Infinitos atardeceres de miles de colores y diferentes formas. Allí pensaba siempre, en sus pacientes, en sus proyectos, en sus amores pasados. Hasta dentro de una semana no retomaría las sesiones. Y aprovecharía esos días para visitar a su madre, y finiquitar un libro que venía escribiendo desde la década pasada. Pronto dejó atrás todos esos pensamientos, alejó sus ojos del horizonte, y se sentó en su sillón con un vaso de whisky en una mano, y su pipa en la otra.

En el hall central Adelaida y Augusto chusmeaban en compañía del caniche marrón. Adelaida era una persona que hablaba demasiado, pensaba en voz alta, y siempre creía estar en lo cierto. Y siempre tenía algún pariente o conocido que, en su experiencia, superaba cualquier historia o suceso que alguien pudiera contarle. Y encima de todo, se colaba en conversaciones ajenas, ese era su defecto más irritante.

El 'el ascensor del medio' se detuvo en planta baja, y de él salieron la hermosa de Erica y la señora de Perea, menuda casualidad. Ninguna de las dos sabía de la otra, y encima se llevaban bien, intercambiaban diálogos muy cordiales. Al menos así fue en las únicas seis veces que se cruzaron.

Salieron taconeando del submundo, y comentaron casi al unísono "qué día espectacular". Había un sol radiante en el cielo. Erica se despidió de su amable vecina -y esposa de su amante- y dobló a la derecha, mientras que la otra se encaminó en el sentido opuesto.

Augusto y Adelaida observaron la escena, y ella le dijo:

- ¡Qué par de yeguas estas dos!

El portero soltó una carcajada. Conocía muy bien lo que las dos yeguas tenían en común.

El 'ascensor par' se detuvo en la planta baja y con una sonrisa exagerada salió de su interior el Doctor Gutiérrez, propietario del 10º M. Gutiérrez era uno de los dieciocho abogados que habitaban el submundo. Los días de semana salía trajeado a las 7:30 hacía los diversos juzgados donde tenían causas sus clientes. Penalista, rubio, un poco desordenado, tanto en su trabajo como con su apariencia. No tenía más de 32 años y mantenía un excelente nivel de vida, económicamente hablando. Saludó al portero, y a la señora Adelaida, y salió rajando para el estacionamiento de Beauchef y Rosario.

Augusto y Adelaida siguieron charlando hasta el mediodía, mientras los vecinos desfilaban por el hall central. Salían, entraban, hacían compras, paseaban a sus mascotas, o simplemente se iban a reunirse con parientes o amigos.

Adelaida subió a su departamento a las 13:50, desató al perro, y se sentó al lado del teléfono. Allí permaneció por más de cuarenta minutos, hasta que por fin sonó.

- Hola mamá.
- Me ibas a llamar a las dos. ¡Mirá la hora que es!
- Bueno, es que todavía estaba atendiendo acá en el negocio.
- Pero yo tengo cosas que hacer, no puedo estar casi una hora esperando que llames.
- Bueno mamá, ya está. ¿Vas a venir a comer esta noche?
- Si me pasas a buscar, sí. Sabés lo que me cuesta caminar,
- Sí mamá.
- Y decile a tu mujer que no haga nada con tuco, me cae mal al estomago
- Bueno mamá, a las ocho te busco.

Mientras tanto, en el piso 15º, Carolina amanecía después de la salida de la noche anterior. Tanto alcohol, y danza excéntrica, la habían dejado extenuada. Por eso le costó tanto abrir el ojo. Como no eran horas de tomarse un té con leche, desayunó una ensalada nutritiva: lentejas, repollo y tomate. Se calzó el conjuntito deportivo y bajó en el 'ascensor impar'.

En la planta baja, ya estaba ocupando su lugar de trabajo, el carismático de Rubén. Saludó a Carolina, y prosiguió con la lectura de una revista de autos. Su turno era el más tranquilo, y aburrido a la vez. Los minutos le parecían horas, y su principal actividad era saludar a los vecinos que entraban y salían del submundo. Raras veces tenía que componer alguno de los ascensores, ese era su fuerte. Había trabajado, durante su adolescencia, en una empresa que brindaba servicios técnicos a consorcios de edificio. Allí había aprendido el arte de la plomería, y supo convertirse en un electricista excelso. Fue en esa época cuando, dicha empresa, comenzó a brindarle servicios al submundo, y fue así como lo terminaron contratando como portero.

En el piso 13º, Luciano se disponía a salir un rato del departamento, aprovechando para llevar dos bolsas de ropa a la lavandería, cuando se cruzó con su vecina del 13º G. Luisa era amante de los animales, tenía un gato negro muy parecido a Abraxas, y dos perros. Un salchicha entrado en años, gruñón e iracundo. Le hacía frente a cualquier perro, incluyendo al dogo que tenía el propietario del 18º L. Su otro perro era un cachorro beagle, que todavía no salía a la calle.

Luisa y Luciano charlaron un rato mientras esperaban el ascensor, casi siempre hablaban de sus gatos, de sus hábitos y sus manías. Pero también conversaban acerca de los perros, Luciano siempre había tenido perros, desde la cuna, y conocía muy bien los rasgos del carácter de la mayoría de las razas.

Cuando el ascensor llegó, comenzaron a bajar y se quedaron en silencio. Como si el interior del ascensor fuera una suerte de cápsula incomunicativa. Luisa miraba un punto fijo en el techo del mismo, y el joven borrachín sostenía la manija de la puerta, como si de esta forma el ascensor fuera a llegar más rápido a la planta baja.

Finalmente llegó, ambos saludaron a Rubén, y salieron en direcciones opuestas. La lavandería estaba pegada al submundo, justo al lado, el primer local saliendo hacia el lado de la calle Beauchef, y era atendida por una familia de chinos, y estaba equipada con doce lavarropas, diez secarropas, y tres mesas de planchar, con sus respectivas planchas, claro. El lugar era una mina de oro, ya que, en el submundo, todos los departamentos de uno y dos ambientes no poseían salida de agua para instalar lavarropas, y tampoco tenían espacio físico para poner uno.

Esto representaba casi la mitad de habitantes que tenía el submundo. Y además, algunos clientes de la lavandería venían de los edificios aldeaños, porque realmente trabajaban muy rápido. Por menos de $20 te lavaban una bolsa de hasta 2 kg. de ropa, y lo hacían en el día, y sin necesidad de registrar a los clientes. Uno simplemente llegaba a la puerta del local, dejaba sus bolsas, le daban un papel, y listo, la ropa estaría lista para esa misma tarde. Así de simple. 

Entre pitos y flautas, se hicieron las 17:30, y el sol comenzó a esconderse. En menos de una hora, la noche se haría presente en la vereda de Formosa 353. La fila del ascensor se engrosaba de a ratos, la gente iba y venía los fines de semana, sobretodo los días sábado. Familiares con niños, amantes adolescentes, abuelitas recibiendo visitas médicas; todo tipo de personas se paseaban por el hall central del submundo, gente que no pertenecía en forma directa al edificio pero que de todas maneras eran conocidos por los porteros de turno.


En el 10º M, el Doctor Gutiérrez ya estaba de regreso, y compartía una suculenta merienda con su hija de ocho años. Él nunca llegó a casarse con la madre de Martina, y solamente podía verla los días sábados y algún que otro jueves por la noche. Eran los momentos más importantes de toda su semana, los disfrutaba al máximo, y se esforzaba por hacer que ella los disfrutara tanto como él. Su mentalidad fría de abogado penalista quedaba de lado, y dejaba salir sus emociones sin ningún tipo de restricción cuando Martina se reía. Ese era su mayor y más ambicioso propósito: hacer reír a su hija.