.//.MACABRE.//.Confesión.//.Verde Pastel.//.DRAMA.//.El diario de Elena.//.Submundo.//.SCIENCE FICTION.//.Rommer, la caída.//.

Petit Garzón


Él no debía tener menos de 62 ó 63 años. Y ella no llegaba a los 35. Entraron en el restaurant Ligure, de la calle Juncal, tomados de la mano.

Con el poco pelo que le quedaba invadido por las canas, el viejo lucía unas arrugas que agrietaban su rostro sobremanera. Y ni hablar de las verrugas que tenía en la nariz. Era, en su aspecto físico, un tipo de lo más desagradable; y eso que estaba trajeado, y solo se podían ver sus rugosas manos y su demacrada tez facial.

Ella era una bomba, por así decirlo. Traía un vestido bordó, corto y ajustado; hecho, al parecer, en una tela algo brillante y de textura aterciopelada. Una pequeña sombra en los ojos, y los labios color escarlata, adornaban sus finos rasgos.

Ya casi no quedaba gente en el salón. Eran más de las once, y la gente acostumbraba cenar más bien temprano, los días martes por la noche.

Cruzaron las primeras filas de mesas, y se acomodaron en una de las últimas, situada al fondo del salón, a metros del pasillo que daba a los baños.

La recepcionista les acercó dos copas de champagne, y les avisó que enseguida vendría el mozo a tomarles el pedido. El viejo le agradeció el gesto, y le dio $20 de propina. Su traje de seda azul denotaba su alto poder adquisitivo.

Dos minutos más tarde, se presentó el garzón en la mesa de la ambigua pareja. Les entregó a ambos la carta de los comensales, y le dio al caballero el listado de los vinos.

- Yo quisiera tomar una pequeña botella de Valmont. -dijo ella, y al hacerlo levantó la cabeza y observó al mozo directamente a los ojos. Eran de un profundo color azul hielo, y llamaron poderosamente su atención.
- … ¿y el caballero? -dijo el joven y elegante mozo.
- Me gustaría un Trapiche, ¿todavía tienen la cosecha tardía?
- Por supuesto, señor.

El apuesto joven se retiró para traer los vinos, y así les daría tiempo suficiente para elegir la comida. La joven, e impactante, mujer lo siguió sutilmente con la mirada, mientras el viejo estaba sumergido en el menú, leyendo la página de las carnes.

Al regresar, el mozo de ojos color mar, le dio a probar el Trapiche al anciano, y el Valmont a su pulposa amante. Quien, dicho sea de paso, no dejaba de contemplar al apuesto garzón de ojos almendrados y cabellera azabache.

El anciano asintió con la cabeza, y el joven llenó su copa. Y cuando dirigiendo su mirada hacia ella, le preguntó:

- ¿Está bien señora?
- Creo que más no podría gustarme. -le dijo poniendo un tilde de sensualidad en su suave voz.

El garzón llenó también su copa y le tomó el pedido al viejo trajeado: lomo a la pimienta con papas a la crema.

La voluptuosa mujer no parecía convencida de lo que iría a pedir. De hecho, ni siquiera le había prestado demasiada atención a la carta.

- Quisiera que me usted me recomiende algo. -le dijo al joven mozo.
- Por supuesto señora, lo mejor que sale los días martes son, sin dudas, los agnolottis ai frutti di mare. Vienen rellenos con muzzarella y albaca, y acompañados por una salsa rosada de camarones, langostinos y pulpo.
- Perfecto, tráigame eso por favor. Pero dígame una cosa… -le hizo una seña para que se le acerque un poco más, y le susurró al oído: “¿no será demasiado afrodisíaco?”

El joven la miró y ella le guiñó un ojo, dibujó una sonrisa en el rostro del joven, que se retiró a la cocina sin decir palabra.

Mientras preparaban la comida, el mozo les acercó pan, grisines, manteca y paté de foie. Como para que entretengan un poco al estómago durante la espera.

Y veinticinco minutos más tarde llegó, por fin, la cena. Ambos platos parecían de lo más suculentos. Sobretodo el plato de pastas. El joven rellenó las copas, y se retiró nuevamente.

Al poco rato, ella volvió a llamarlo con una seña.

- Sí, señora.
- Quisiera que me traiga un poco de hielo, y pimienta, por favor. No vaya a olvidarse de la pimienta.

El mozo regresó enseguida con lo solicitado. Apoyó un plato, con un pequeño balde con hielo, del lado de la voluptuosa mujer. Y retorció el pimentero sobre su plato hasta que ella le dijo: “Así está bien, gracias”.

El joven volvió a irse para la cocina, y ella colocó dos hielos en el interior de su copa. Lo miró al viejo y éste le dijo:

- A ver, pasame la hielera... Si me viera el Tano Coccia ponerle hielo a este vino: me insultaría de arriba a abajo.

Cuando levantó el platito que contenía el balde con hielo, observó que había quedado un pequeño papel sobre la mesa, justo debajo del hielo. Le acercó el plato al anciano y, al retrotraer la mano, levantó el papel disimuladamente. Lo desdobló bajo la mesa y, haciéndose la distraída, leyó:

“Te espero en diez minutos en el baño de empleados, la puerta que dice: NO PASAR.”

Una indescriptible excitación comenzó a subir por todas sus venas y arterias. Tal vez era por la pimienta, o el vino. Pero mucho no importaba. Se ruborizó un poco, y luego observó hacia la barra. El joven mozo la estaba mirando con cierta sensualidad en su semblante. Y ella se ruborizó aún más. Corrió la mirada, y siguió comiendo.

Al poco rato ella observó, de reojo, cómo el apuesto garzón se metía en el pasillo que daba a los baños. Dejó pasar unos minutos más, y se dirigió hacia allí.

Llegó al pasillo y se encontró con tres puertas, y entró en la que tenía el cartel indicado en la nota. Y al ingresar, la voz del joven la llamó desde uno de los cubículos. Ella se acercó y lo vio, con el torso desnudo, colgando la camisa en un pequeño perchero que había en la puerta.

La hizo pasar tomándola del brazo, y sin decir palabra. Comenzó a besarla lentamente, mientras abrazaba su espalda, y bajaba sus manos hasta sus nalgas, sus firmes y trabajadas nalgas.

Ella se estremeció de golpe, dejó caer su pequeña cartera, y tomó el rostro del garzón por el cuello, recorriéndolo por el mentón hasta la nuca.

Se besaron salvajemente. Y ella, sobrexcitándose, dejaba escapar pequeños gemidos de placer entre bocanada y bocanada.

Él ya estaba erecto, y sus manos siguieron bajando por las piernas hasta levantarle el vestido arrebatadamente. Su culo era suave como una seda, y estaba vestido solo por una pequeña tanga roja.

El impertinente mozo corrió la bombacha con su dedo mayor, y metió el índice entre las nalgas. Hurgó pocos segundos y enseguida encontró la vagina. Estaba totalmente empapada, y casi no tenía bellos púbicos.

Ella volvió a gemir, un poco más fuerte ahora. El índice se metió hasta el fondo, y ella gimió todavía más fuerte. Luego metió también el pulgar, y ambos dedos formaron una especie de tenaza. Enseguida sacó el humedecido pulgar, lo metió en el ano, y comenzó a jugar con ella.

Todo iba bien hasta que de pronto, la ardiente hembra se sobresaltó, como queriendo detener el orgasmo. Quitó su mano del culo y se bajó el escote del vestido. Dejó caer dos hermosos y enormes pechos.

Los pezones estaban duros, y eran bastante grandes. El joven se obnubiló con ellos. Comenzó a besarlos lentamente y a acariciarlos con ambas manos. Preso del descontrol hormonal, la dio vuelta bruscamente y comenzó a penetrar su vagina.

Ella estaba sumamente excitada, sus gemidos empezaban a ser incontenibles. Y él al percatarse de ello, sacó del bolsillo su billetera de cuero y la puso en su boca, le aferró fuertemente las tetas con ambas manos. Y ella, cuando estuvo a punto de acabar, se detuvo nuevamente.

Se dio vuelta y comenzó a besarlo desbocadamente. Besó todo su rostro, y bajo por su torso, hasta llegar a su enorme pene. Tal vez no era el más grande que había visto, ciertamente que no. Pero el tipo sabía manejarlo a la perfección.

Lo besó allí abajo un buen rato. Y, por más que lo intentó con mucho ahínco, no llegó a entrarle entero en la boca. Ella tenía un rostro bastante pequeño, y la cabeza de semejante miembro jamás podría traspasar una garganta tan minúscula.

Antes de que él acabe, ella se levantó y se dio vuelta. Y con su mano derecha dirigió el gran pene hacia el interior de su vagina nuevamente. Lo metió y lo sacó varias veces y, al sentirlo bien lubricado, lo introdujo en su culo.

Gimió de placer, cuando entró la primera mitad. Y se puso nuevamente la billetera en la boca para recibir el resto. La lubricación era buena, y el vaivén comenzó a tomar velocidad en poco tiempo. Ella lo sintió crecer aún más adentro suyo, y comenzó a acabar mientras él seguía penetrándola con violencia.

Acabó dos, y hasta casi tres veces. Y él tuvo que aguantarse las ganas de gruñir al momento de eyacular. Se besaron por última vez, y él salió a cambiarse frente al espejo.

Sin decir palabra, salió para la cocina. Y ella terminó de acomodarse el vestido, y volvió a maquillarse la boca.

Cuando regresó a la mesa, el anciano le preguntó si se sentía bien, ya que había demorado más de quince minutos en el baño.

- Estoy muy bien, no pasa nada. -le dijo, y luego susurró: “es uno de esos días”.

Todavía le quedaba un poco más de medio plato, pero por supuesto que estaba totalmente helado. El viejo le ofreció que se lo calienten. Pero ella se negó.

El anciano llamó al garzón, y le dijo:

- Tráigame un café por favor, y vos mi amor: ¿querés postre?
- A mi ya no me entra más nada, estoy lista para dormir como un bebé.
- Bueno, el café y la cuenta entonces. Al final estas mujeres no comen un carajo. Lo hacen para cuidar la figura, ¿viste pibe? Todo pasa por ahí.
- Es cierto, pero también hay que ejercitarse, si de ‘buena figura’ queremos hablar. -dijo el intrépido mozo.
- Jajajajajaja, ¡tenés razón pibe!

El viejo pagó la cuenta, y se fueron dejándole $200 de propina al joven garzón.

La Bisagra


Primera Parte: El caso Cazón


Martes


La tarjeta decía: “1580 de la calle Viamonte. Víctima: Luisa Cazón, apuñalada ayer a la madrugada. Departamento saqueado”. Inmediatamente colgué el teléfono y fui derecho para la oficina del sargento Ordóñez, para recavar mayor información sobre este nuevo caso.

Petiso, morrudo y algo calvo, el sargento, era un tipo accesible, por así decirlo. Una persona atenta para facilitarle las cosas a uno. Sin titubear, me dijo que el cadáver lo había encontrado el portero del edificio, alrededor de la 1:40 de la madrugada, y que el departamento era un caos, estaba todo revuelto y, seguramente, encontraríamos algún rastro en la escena del crimen.

Sin perder tiempo, fui a buscar mi pistola y salí para el lugar de los hechos. Como de costumbre, viajé con el cabo Gutiérrez en el móvil 321. El flaco -como le decíamos todos en la comisaría tercera- manejaba bastante rápido y hablaba lo justo y necesario, dos de sus más grandes virtudes.

Llegamos a la esquina de Montevideo y Viamonte en un abrir y cerrar de ojos. Llamativamente había muy poco tráfico, teniendo en cuenta que era un día laboral como cualquier otro. Bajé del patrullero y, de entre la muchedumbre de policías, vecinos y curiosos, se abrió paso el oficial Velasco para darme su diagnóstico del asunto.

- ¡Inspector Lamotte! Menos mal que llegaron. Estamos acá desde las dos de la mañana, pasamos la noche haciendo guardia.
- Vení Velasco, contame todo. -le dije apurando el paso- ¿Fuiste el primero en llegar?
- Sí, el portero llamó al 911 a la una y media pasadas. Y yo enseguida me vine solo para acá. Media hora más tarde llegó la otra patrulla, con García y Funes.
- ¿Viste a alguien merodeando la zona cuando llegaste al edificio?
- La cuadra estaba pelada jefe. Doblando por Montevideo había un cartonero cargando un carro. Después nada, no había autos, ni movimiento alguno.
- ¿Y la escena del crimen?
- Eso lo va a tener que ver con sus propios ojos. Ordené que nadie toque nada. Los de la morgue lo están esperando para llevarse el cuerpo.
- ¡Vamos!

El flaco Gutiérrez se quedó en el auto, y yo entré al edificio escoltado por Velasco. El departamento en cuestión era el 3º “D”, y tuvimos que subir por la escalera, ya que el ascensor estaba averiado, según me informaron los oficiales, desde la semana pasada.

Demoramos más de cinco minutos en subir, revisando escalón por escalón. Pero no encontramos nada raro. La escalera estaba literalmente limpia.

Cuando llegamos al tercero, en la puerta del departamento, pude notar que parte de la pintura entorno al picaporte se había levantado. Y, al bajar la vista, divisé los pedazos de esmalte sintético en el suelo. Era nuestro primer indicio: la cerradura habría sido forzada por el criminal. Sin reparar demasiado en el asunto, embolsé la evidencia e ingresamos al departamento.

Lo primero que encontramos fue un gran desorden en el living-comedor: papeles, revistas, y libros rotos, con sus lomos arrancados y sus páginas dispersas por toda la habitación; los almohadones y sillones estaban tajeados, y habían estrellado un cenicero contra la mesa ratona de vidrio. Prácticamente no quedaban objetos en una sola pieza. El desorden era tal que parecía haber sido obra de un minucioso vándalo, con una notable vocación artística.

Al entrar en la cocina, vimos algo similar: cubiertos, platos y vasos, hechos trizas sobre los azulejos en damero. Algunas frutas y verduras partidas en mitades, acompañadas por diversos productos lácteos, cubrían armoniosamente el suelo; también había fetas de fiambre arrojadas contra el extractor de aire, y sobre el lavaplatos: habían arrojado carne para milanesas y huevos frescos, con cáscara y todo.

Paradójicamente, el baño estaba impecable y muy ordenado. Como si lo hubieran limpiado a fondo para la ocasión. Todavía se podía sentir el perfume a flores, proveniente del piso y del reluciente inodoro. No encontramos ni la más minúscula gota de sangre -ni de cualquier otro líquido- en el suelo, ni tampoco en las paredes. El toilette, al parecer, no había sido utilizado por el criminal, o tal vez se había tomado la molestia de dejarlo en perfecto estado antes de partir.

Finalmente ingresamos en el cuarto principal, la escena del crimen. Y lo primero que capta la atención es el cuerpo, yaciente en el piso de madera, al lado derecho del somier, acostado boca abajo. Fijé la vista en el camisón impregnado en sangre, y divisé grandes puñaladas que desembocaban en un enorme charco, casi tan grande como la habitación. Además había sangre en las paredes, y también en las sábanas. Lo que me hizo deducir que la víctima habría dado una buena pelea antes morir.

A simple vista no había rastros del arma homicida y, más allá del gran charco, no había ni una sola gota de sangre en el resto del departamento. El asesino -pensé- debió haber sido muy cuidadoso antes de irse… el desorden minucioso del living y la limpieza del baño, ¿serían obras una mente fría y calculadora?

Luego de realizar esta primera inspección, le pedí a Velasco que fuera a buscar a la gente de la morgue y a la policía científica. Y, una vez que estuvo fuera del cuarto, comencé a fotografiarlo todo con la cámara de mi celular. Primero en forma panorámica: todas las manchas en las paredes y la cama. Después: el cuerpo, y el suelo ensangrentado. Fue entonces cuando me acerqué a la mesita de luz y observé que había un sobre color madera apoyado en ella. Guardé el teléfono y lo abrí cuidadosamente.

Encontré cuatro fotos en su interior, y en todas ellas aparecía la víctima, Luisa Cazón. Se la podía ver muy bien acompañada, en circunstancias netamente casuales y curiosamente románticas. Las imágenes no eran muy subidas de tono, habían sido tomadas en la vía pública y a plena luz del día.

En las primeras dos fotografías estaba con el mismo hombre: un tipo fornido, cabeza y media más alto que ella. De piel y cabellos morenos. En la primera se los ve besándose, con sus cuerpos bien pegados; y en la segunda él está a punto morder su cuello, mientras ella sonríe de una forma encantadora.

Los hombres de las otras dos imágenes, no tan corpulentos, pero igualmente pasionales, eran bien distintos entre sí: uno era rubio y compacto, el otro: pelirrojo y elegante. Llamaba la atención algo en estas últimas fotografías: ambas habían sido tomadas en la misma esquina, y desde el mismo lugar. Pero en diferentes momentos del día, y -a juzgar por el atuendo de la víctima- en distintos días.

La espontaneidad de las fotos, y lo feliz que se la ve a la víctima en ellas, no dejó de sorprenderme. Me quedé observándolas en silencio, hasta que escuché pasos al otro lado de la puerta y, sin vacilar, las guardé en el sobre y las metí en el interior de mi saco, mientras me ponía a revisar el placard distraídamente.

Velasco con un grupo de siete personas irrumpieron en la habitación. Uno por uno, me saludaron protocolarmente, hasta que uno de ellos, oficial de la policía científica, propuso dar vuelta el cadáver para cortar las vestiduras. Todos asentimos y, con la ayuda de Velasco, volteé el cuerpo y vimos, por fin, su rostro.

Fue bastante horroroso. Sus ojos estaban abiertos y su pecho tenía profundas puñaladas, que se podían ver claramente, a través del camisón desgarrado. La expresión de su mirada era de un terror extremo, y se podía notar un dejo de lágrimas en sus mejillas. Luisa Cazón había llorado y suplicado de frente a su asesino.

Los nueve hombres allí presentes nos quedamos estupefactos por un instante. Y, luego de un breve silencio, la gente de la morgue comenzó a cortar el camisón.

Pudimos contar ocho cuchillazos al frente, en el pecho y abdomen; y otros cinco en la espalda, principalmente del lado derecho. También tenía un gran moretón en el brazo izquierdo, y otro en la mejilla.

La policía científica fotografió al cadáver desde varios ángulos, y luego los de la morgue se llevaron el cuerpo para realizar, finalmente, la autopsia. Yo me quedé con Velasco y Gutiérrez, durante unos veinticinco minutos, comentando lo espeluznante del asunto y, sobretodo, recordando la horrorosa expresión de pánico en los ojos de la víctima.

Nadie me había visto guardar las fotos y, cuando volvimos a la comisaría, las puse bajo llave en mi despacho. Por alguna razón preferí ocultar la evidencia, quizás por instinto, o tal vez por desconfianza. Es que la fuerza policial no siempre actúa de la mejor manera en casos enigmáticos como éste. Quería investigarlo con suma discreción, ya que, según mis precoces conjeturas, estábamos frente a lo que, en la jerga policíaca, se conoce como: “crimen pasional”.

Con el sobre bajo llave, me dispuse a idear la secuencia de interrogatorios que realizaría esa misma tarde. Le pedí a Velasco que me averiguara el teléfono del portero, y también los horarios en que podría hablar con los vecinos del edificio.

Luego me dirigí a la oficina del sargento Ordóñez y le pedí que, por favor, postergara el peritaje del departamento de la calle Viamonte. Porque seguramente volvería a inspeccionar la escena del crimen, y necesitaba que todo estuviera en su lugar. Y me dijo que no habría problema, que ya había retirado a todos los oficiales que estaban en el edificio.

Antes de ponerme en acción, almorcé rápidamente un churrasco con papas fritas -lo que habitualmente pido al restaurant de la esquina-. Bebí medio litro de agua bien fría, y luego fui directo al teléfono. El portero de la calle Viamonte se apellidaba Mancioni, y fue el suyo, el primer número que marqué.

- ¿Señor Mancioni? Le hablo de la comisaría tercera, soy el inspector Gregorio Lamotte. Me gustaría ir a verlo esta tarde, necesito una buena explicación de todo lo que vio y oyó anoche.
- Mucho no vi, yo estaba dormido. Y cuando me desperté ya estaba muerta hacía quién sabe cuanto.
- Bueno, pero también voy a necesitar que me cuente sobre los vecinos, sus movimientos, y la relación que mantenían con la señorita Cazón.
- Con su debido respeto, creo que ya hice demasiado llamando al 911. Y no quiero involucrarme más en este embrollo. Entiendamé oficial.
- Señor Mancioni, este caso parece ser más complicado de lo que pinta, y seguramente tenga que ir a inspeccionar el lugar varias veces. Vamos a precisar de su colaboración. ¿Acaso no siente un deber moral con la señorita Cazón?
- ¿Deber moral? Bastante soportamos a la señorita Cazón, aquí en el edificio, como para sentirme en deuda con ella… Pero bueno, véngase y lo charlamos. Podré recibirlo después de las cuatro, antes estaré dormido.

Gustavo Mancioni me había resultado bastante terco al teléfono. Pero era sabido que había tenido una madrugada estresante y, por ende, era lógico que no tuviese el mejor de sus humores.

Para ir ganando algo de tiempo, decidí hacer dos cosas. Primero: mandar a analizar las huellas que pudiera contener el sobre marrón, habiendo retirado las fotos previamente.

El cabo Menéndez estaba a cargo del departamento de huellas dactilares y, por suerte, era un viejo amigo mío. Así que intenté ser bastante franco con él.

- Negro necesito pedirte un laburo urgente. Sacame todas las huellas que encuentres en este sobre.
- ¡Pero cómo no Lamotte! Sabe usted muy bien que soy un especialista para acatar sus órdenes. -respondió con cierto humorismo.
- En serio Negro, te pido absoluta discreción con esto. En cuanto tengas el resultado me lo das en mano, y sin cruzar palabra con nadie.
- Despreocupate Gregorio, que soy una tumba.
- Ya se Negrito. Por algo te lo estoy pidiendo a vos.

Una vez hecho esto, me quedaba una segunda cosa por hacer: llevar las cuatro fotos a una casa de fotografía en el barrio de Núñez, donde trabajaba el marido de mi hermana.

Salí de la comisaría sin avisarle a nadie, y me tomé el colectivo 130, para no levantar sospechas utilizando un auto de la fuerza. Ahora sí, había bastante tráfico, y llegué al negocio fotográfico minutos antes de las tres de la tarde. Ricardo Solís, mi cuñado, me recibió afectuosamente.

- ¡Gregorio, que alegrón!
- ¿Cómo estás Ricardo?
- Bien, por suerte anda todo bien. ¿A qué se debe tu visita?
- Necesito tu opinión, te traje unas fotos para que las analices.
- A verlas...

Le mostré las cuatro fotografías y enseguida repuso:

- Son buenas las fotos che, las sacó un profesional.
- ¿Cómo sabes?
- Por la precisión del enfoque, fueron tomadas a buena distancia… el balance de blancos. Parece ser muy buena la cámara, y el fotógrafo aún mejor. Debe tener su propio estudio, el papel que usó es importado. Acá en el negocio lo vendemos solo por encargo.
- Entonces, vos decís que… ¿las sacaron desde muy lejos?
- Al parecer sí, no te puedo precisar la distancia. Pero seguro que a más de cien metros.
- ¿Alguna otra cosa que te llame la atención?
- Y… la verdad que podría salirme de lo técnico, para decirte que la chica es un bombonazo, pero que no parece ser muy difícil de abordar. Las fotografías casi nunca mienten…
- Sí, tenés razón che. La mataron anoche, y me parece que el asesino fue quién mandó a sacar las fotos.
- A la pelotita…
- Bueno Richard, te abandono, ando a mil con este caso. Va… como siempre, ya me conocés. Mientras sigan aconteciendo crímenes de este calibre, me mantendré ocupado. Mandale un abrazo grande a Martita.
- Dale, venite un día che. Y comemos algo. Si es de noche: el día que quieras, o sino un sábado al mediodía.
- Sí, prometo pasar pronto, soy un desaparecido. ¡Gracias por todo!

Salí del negocio con poco y nada. Sí, era un fotógrafo pago. Eso mismo había sido lo primero que supuse cuando encontré el sobre. Pero ¿quién pudo haberlo contratado? Aún no teníamos ninguna punta, y la verdad se mantendría oculta, al menos hasta obtener los resultados del análisis dactilar.

Caminé hasta la parada del 29, que me dejaría a pocos metros del edificio de la calle Viamonte. Esperé cinco minutos el colectivo, y llegué a destino cerca de las cuatro y media de la tarde. Caminé hasta la puerta de calle e hice sonar dos veces el timbre del encargado.

- Soy el inspector Lamotte, lo telefoneé hoy.
- Aguardemé, que en seguida le abro.

Realmente tenía cara de haber dormido una buena siesta, lo noté distendido. Me hizo pasar amablemente y me sirvió café.

- ¿En qué puedo serle útil? -me preguntó.
- Reláteme los sucesos ocurridos anoche, por favor. Dígame todo lo que escuchó y percibió, tanto antes como después de haber hallado el cadáver.
- Bueno, primero escuché abrirse la puerta de calle cerca de la media noche. Cosa rara para ser un lunes por la noche. No salí a ver quién era, pero sé que subió rápidamente las escaleras hasta el tercer piso. De eso estoy seguro.
- De modo que la persona que ingresó tenía una llave o le abrieron desde adentro.
- Sí, debía tener la llave, porque no escuché a nadie bajar, ni tampoco el portero eléctrico.
- ¿Qué pasó luego?
- Después de esto dormité un rato, pero alrededor de la una y cuarto me despertó el murmullo de algunos vecinos. Acá se oye todo bastante claro, por el hueco de la escalera, ¿vio? Rebota muchísimo el sonido.
- Sí, comprendo…
- Entonces salí, y al lado de la escalera me encontré con el nuevo inquilino del 3º “E”, el señor Alfonso. Y ahí nomás me dijo que escuchó ruidos de una pelea en el departamento de Luisa Cazón. Con gritos, llantos y objetos estrellados contra la pared, porque el cuarto de Alfonso comparte pared con el living del 3º “D”. Y ni bien me dijo esto, subimos rápidamente y tocamos el timbre, aunque Alfonso me había dicho que ya había tocado dos veces y nadie contestaba.
- ¿Entonces qué hizo?
- Bajé a buscar mi teléfono y llamé al celular de Luisa: estaba apagado. Entonces agarré mi manojo de llaves y entramos. La mayoría de los propietarios me dejan una copia para emergencias. Y vaya que lo era. Por desgracia entramos tarde, el cuerpo estaba ya sin vida.
- ¿Y cuanto tiempo pasó hasta que llamó al 911?
- Casi nada, llamé de inmediato. El reloj marcaba la una y media pasadas.
- De acuerdo… cuénteme un poco acerca de la relación que usted tenía con Luisa. ¿Se llevaban bien?
- La verdad que sí. Era una buena mujer. Siempre estaba tan alegre…

El hombre se contuvo y comenzó a moquear. Luego de una pausa, siguió.

- Perdonemé si le hablé mal de ella hoy al teléfono. Luisa era una gran chica, en serio. No tenía problemas con nadie del edificio.
- ¿Y con alguien de afuera?
- No lo sé, ciertamente. Solo puedo decirle que siempre andaba con varios hombres. Nunca tuvo un novio fijo… era una mujer con un físico privilegiado, ¿sabe? Y parecía ser muy activa por las noches… usted me entiende, ¿no?
- Sí, Mancioni. Repongasé hombre, apuesto a que Luisa lo estimaba mucho.

Luego de un largo e incómodo silencio, le dije:

- Voy a necesitar hacer una nueva inspección en el 3º “D”, extraoficialmente, ¿me comprende?
- No hay ningún problema, enseguida traigo la llave.

Subimos al tercer piso y lo primero que observé fue la puerta, la cerradura puntualmente. Y me di cuenta de que no había sido forzada, como creí en un principio. Simplemente habían rasqueteado la pintura entorno al picaporte, para despistar. Seguramente utilizando algún elemento punzante, como una navaja o un destornillador.

Una vez adentro del departamento, observé que la hipótesis del robo era cada vez menos firme. Encontré tiradas en el piso muchas cosas de valor, como relojes y medallas (de plata y oro); y luego, en la repisa, hallé un fajo de billetes, en el fondo de un cajón.

O el ladrón había sido muy despistado, o lo de la puerta y el saqueo fueron una farsa. Quizás una forma de crear confusión y entorpecer, así, la investigación. De cualquier modo, algo se le debería haber escapado. El perfecto criminal siempre será una utopía.

Con ese último pensamiento latente, fui a revisar nuevamente la escena del crimen. Encendí la perilla de la luz, e hizo un chispazo. La bomba se había quemado. Corrí las cortinas, y encendí un cigarrillo. Aún estaba muy oscuro. Pero con la luz de mi teléfono celular logré iluminarme un poco más.

El gran charco de sangre todavía estaba allí, y dificultaba el tránsito en la habitación. Revisé otra vez el placard y la cómoda, pero no encontré nada llamativo. Y cuando estaba a punto de irme, mi cigarrillo cayó al suelo, muy próximo al charco ya casi coagulado. Me agaché a recogerlo y un brillo dorado llamó mi atención. Agarré el cigarro y cuando realicé el movimiento ascendente de mi torso, lo vi nuevamente. El mismo destello, brillante, proveniente del gran charco.

Me acerqué aun más, lo iluminé con un fósforo y brilló, ahora, notablemente. Me puse un guante de látex, introduje mi pulgar e índice en la sangre, y lo saqué. Era un pequeño colgante de oro, con forma de medio corazón y la cadena rota. Cuidadosamente, lo guardé en una bolsa plástica, y salí del departamento.

Fui hasta la planta baja acompañado por Mancioni, le agradecí la confianza, y antes de irme le pedí si me podía informar a qué vecinos podría interrogar. A lo que me respondió:

- Hable con la del 5º “A”, era bastante amiga de Luisa. La puede encontrar por la noche, o sino por la mañana, antes de las doce del mediodía. O también podría intentar suerte ahora con el señor Alfonso, creo que todavía está en su casa, o sino con alguna de las señoras que viven en el 3º “A” y “B”.

Dicho esto, toqué el timbre de Alfonso. Quien me abrió amablemente la puerta y me invitó a pasar. Era un tipo de unos 45 años, no mucho más. Tenía un fino bigote negro, recortado a la perfección, y fumaba en pipa un tabaco sumamente perfumado. Me ofreció un té de buena gana, y nos pusimos a hablar con confianza.

- Que increíble lo que pasó anoche inspector. Todavía no puedo creerlo. Yo que pensé que me había mudado a un edificio tranquilo…
- Ya casi no quedan sitios tranquilos en esta ciudad hombre. De a poco, Buenos Aires se está convirtiendo en una gran metrópolis del crimen.
- Ya lo creo…
- Cuénteme qué fue lo que oyó anoche, ¿estuvo usted en casa toda la noche?
- Llegué alrededor de las doce y diez de la noche. Había salido a cenar con unos amigos, viejos amigos de la infancia. Comimos y bebimos desde temprano en un bodegón en San Telmo. Nos juntamos tipo ocho porque ellos tenían compromisos para hoy por la mañana.
- ¿Y qué hizo cuando llegó a aquí?
- Primero que nada abrí la ducha, y encendí la radio acá en el comedor. Me bañé rápidamente, y luego me metí en la pieza, me tumbé en la cama y puse el noticiero.
- ¿Y los ruidos? Me dijo el portero que escuchó golpes en la pared…
- Sí, escuché dos golpes fuertes primero. Pero no les di demasiada importancia. Luego oí vidrios rotos, y un grito.
- ¿Solo eso?
- Sí, después bajé el volumen del televisor. Pero ya no se escuchaba nada más. Solo un portazo. Y diez minutos más tarde, escuché que alguien salía del departamento de la señorita Cazón, y bajaba rápidamente las escaleras.
- Ajá… ¿entonces que hizo?
- Primero fui a tocarle el timbre, lo hice sonar dos veces. Luego fui a planta baja, y me encontré con un vecino que estaba ingresando al edificio. Creo que era del séptimo piso. Hablé con él, y me dijo que no había visto a nadie cuando entraba. Enseguida apareció el portero, y entramos al departamento después de llamar, sin éxito, al celular de Luisa…
- Sí, el resto del relato ya me lo figuró el encargado.

Nos quedamos charlando un poco más, hasta que me terminé la segunda taza de té. Era un hombre muy simpático el señor Alfonso, me había resultado sumamente confiable. Lo despedí amablemente y toqué el timbre del departamento contiguo, el 3º “A”.

Me atendió una viejecita, que no debía tener menos de 75 años. Dijo llamarse María Rosa Hernández. Me hizo pasar y hablamos un rato. Pero al parecer no estaba en su sano juicio. Creo que sufría de alzhéimer, o algo por el estilo.

Solo pudo decirme que siempre se acostaba cerca de las nueve de la noche, y que tomaba gran cantidad de ansiolíticos y pastillas para dormir. Que no le permitían despertarse hasta pasadas las once de la mañana del siguiente día.

De cualquier forma le pregunté por Luisa. Y lo único que me dijo fue: “Ah sí, sí. Muy rica chica, siempre sonriente. Mándele mis saludos”.

Cuando salí del departamento de la anciana, me di cuenta de que ya era casi de noche, más de las siete. Y todavía debía preparar los informes con las declaraciones que había tomado. Así que, sin más preámbulos, bajé para despedirme del portero, y me fui directo para la comisaría.

Ni bien puse un pie adentro, el sargento Ordoñez me interceptó y entramos a mi despacho. Parecía alterado, algo nervioso. Me preguntó todo lo referido al caso.

- Lamotte, desapareciste todo el día. ¿Trajiste novedades?
- Sí, jefe. Estuve hablando con el portero de Viamonte, y también con algunos vecinos del edificio.
- ¿Algo interesante? ¿Tenés algún sospechoso?
- Poco y nada, jefe. El encargado me dijo que podría hablar con una vecina de la víctima, que era muy amiga suya. Pero recién podré ubicarla mañana, antes del mediodía.
- Bueno, ¡metele pilas a este caso eh! Mirá que ya me vinieron a ver del diario el Criminalista y de algunas radios... se va a armar revuelo con este caso.
- Ya lo creo jefe. Ahora le preparo los informes, tomé algunas declaraciones interesantes.
- Bueno, y escuchame: mañana a la primera hora es el velorio. En casa de la madre, ahora en un rato te paso la dirección. Tratá de ir temprano.
- Listo jefe, ningún problema.

Terminé con el reporte cerca de las nueve de la noche, y antes de irme a dormir me tomé un café doble en el bar de la esquina. Estaba palmado de sueño.

Me fui en taxi para mi casa, y me acosté sin cenar. Todavía no eran las diez de la noche, pero el cuerpo me dijo: “hasta acá”. Rápidamente caí en un sueño muy profundo. Soñé con el sargento Ordóñez, con Velasco y con Luisa.

Las imágenes eran difusas, pero sabía que eran ellos. Jugaban un partido de póker, y ella llevaba las de ganar. Yo daba vueltas alrededor de la mesa, mientras observaba las cartas de cada uno de ellos. La señorita Cazón no dejaba de mirarme, y me guiñaba el ojo cada tanto. Me hacía muecas sensuales, como si intentara seducirme. Entonces tuve una extraña percepción: sentí que ella podía observar reflejadas en mis ojos, las cartas de sus contrincantes. Y de esta manera sacaba provecho con sus apuestas.

El sargento parecía enfurecerse cada vez más, conforme avanzaba la partida. Y ya se le iban acabando las fichas. Aparentemente, él y Velasco, no podían verme. Solamente ella se percataba de mi presencia.

De pronto Ordóñez golpeó la mesa, intentó levantarla y, al no poder lidiar con tanto peso, la dejó caer de costado. Luisa estalló en una gran carcajada. Y yo me desperté empapado en sudor.

Eran las dos de la mañana, y el extraño sueño me dejó desvelado por un rato. Fui a la cocina, encendí la radio y abrí una cerveza. Las imágenes del asesino comenzaron a dar vueltas en mi mente. Y también, las formas en que pudo haberla matado.

Conjeturé un centenar de posibilidades, una más descabellada que la otra. Incluso llegué a visualizar la expresión de cólera, que pudo haber tenido el homicida, al momento de cometer el crimen.

Había tenido un día por demás agitado, y necesitaba seguir descansando. Terminé la cerveza y regresé a la cama. Enseguida me dormí, y no volví a soñar.


Miércoles


El despertador sonó a las seis en punto y amanecí renovado. Me bañé, me afeité y me dispuse para ir al velorio en cuestión. Guardé las fotos en un nuevo sobre y lo puse, junto con el colgante de medio corazón, en el bolsillo interno de mi impermeable.

Caminé las quince cuadras que me distanciaban del lugar indicado, en la avenida Belgrano 2734, llegué un rato antes de las ocho y media. Era un caserón antiguo, toqué el timbre y me abrió el ama de llaves, quien, sin preguntarme siquiera quién era, me hizo pasar.

Habría unas veinte personas en el velorio, la mayoría de ellos eran personas de entre sesenta y setenta años. Una inmensa tristeza inundaba la atmósfera del lugar.

Identifiqué rápidamente a la madre de la víctima, por su parecido físico. Su desolación era enorme, y en sus ojeras podían verse las lágrimas brotadas desde el dolor que suele acarrear una pérdida semejante. La mujer estaba algo aislada de la gente pero, de tanto en tanto, recibía el saludo de los que iban llegando al lugar.

Al resto de los presentes se los oía comentar, una y otra vez, lo alegre y enérgica que era la joven Luisa Cazón. Intenté mantenerme alejado del gentío algunos minutos y, luego de armarme de coraje, me acerqué al féretro. La estaban velando a cajón abierto, cosa que, aun siendo policía, me causaba muchísima impresión.

Pero cuando miré su rostro, me sorprendí bastante. Tal vez era por el maquillaje, pero no se parecía mucho al cadáver hallado en el departamento de la calle Viamonte. Tenía el rostro apaciguado, una mueca de bienestar quizás... Y fue entonces cuando lo vi: el colgante que tenía guardado en el bolsillo de mi saco, colgaba también del cuello, ya sin vida, de la señorita Cazón. ¿Acaso tenía un pacto de amor con su asesino? Todas las pistas parecían indicarlo... y eso era algo que solamente yo sabía.

Una joven, y sumamente bella, mujer apareció a mi izquierda. Contemplamos juntos el cajón.

- Todavía luce muy hermosa, ¿no es cierto?
- Ya lo creo que sí. -repuse.
- ¿Era usted amigo de Luisa?
- No de Luisa, soy solo un conocido de la familia, ¿y usted?
- Yo fui su mejor amiga. Olga Cosentini es mi nombre, mucho gusto.
- Eduardo Carranza, el gusto es mío. -fue lo primero que se me ocurrió decir.

Nos quedamos charlando un buen rato. Era una mujer sumamente agradable y refinada. Me contó de la gran amistad que tuvieron, desde hacía más de diecisiete años, cuando todavía eran adolescentes. Me dijo también que habían sido muy unidas todo el tiempo, pero que últimamente no tanto. Porque Luisa estaba rara, distinta. Tal vez por sus inconsistentes amoríos, que la tenían un poco loca. Feliz, pero loca al fin.

Me estaba resultando muy interesante la conversación con Olga, y no quería irme. Pero debía pasar por la comisaría, para revisar los informes forenses, y proseguir con la investigación en el edificio de la calle Viamonte. Le pedí su número telefónico antes de marcharme, y le prometí retomar la charla en otra ocasión.

Todavía no eran las nueve y media cuando entré a mi despacho y encontré los resultados de la autopsia sobre mi escritorio: había muerto a la una de la madrugada, como ya suponíamos, y las puñaladas habían sido hechas con uno de esos grandes cuchillos de cocina con serrucho, de aproximadamente veintidós centímetros.

Éste último dato hizo ruido en mi cabeza, y me dirigí para el edificio de la calle Viamonte. Lo llamé a Gutiérrez y salimos en el móvil 314, sin perder tiempo.

Mancioni estaba en la puerta de calle, como si hubiera sabido que querría verlo. Le pedí que me dejara subir nuevamente al 3º “D”.

Entramos sin dificultades y fui directo para la cocina. Era un desorden total. Casi no había vajilla guardada, estaba todo sobre el piso, hecho pedazos. Recogí del suelo un gran cuchillo tipo hacha, y luego otro muy largo con la punta redondeada.

En el living había otro pequeño y puntiagudo. Y por último, hallé uno grande para cortar carnes, enterrado en un melón, sobre la mesada de la cocina. Giré sobre mi propio eje y se confirmó mi sospecha.

Al lado del microondas, había un bloque de nogal macizo, pulido y barnizado. Que contenía cinco ranuras de diferentes tamaños. Los cuatro cuchillos encontrados eran todos de la misma línea, y encajaban en las ranuras perfectamente.

La ranura vacía me dijo que el asesino no había ido con intenciones de matar a Luisa. Lo decidió en el momento, tal vez preso de la ira, provocada por el desamor y los celos. Por el engaño y la frustración. O tal vez, por la envidia y la desdicha.

El nuevo dato no era, para nada, menor, pero el misterio se propagaba, y el caso necesitaba un sospechoso. Y pensé que, de momento, podría haber sido cualquiera.

Salí del departamento y el señor Mancioni me recordó que la señorita Angélica, del 5º “A”, estaría en casa hasta las doce. Así que podría tocarle timbre sin inconvenientes. Y para hacer tiempo, acepté la invitación de tomar un café en casa del portero.

Me senté en el comedor y me sirvió un cortado, el hombre estaba bastante triste.

- Me tiene a mal traer lo del asesinato. Era una mina bárbara ¿sabe?, un buen humor constante, inteligente y perspicaz.
- Dígame Mancioni, entre nos, ¿quién cree que pudo cometer esta aberración, presumiendo que se podría estar tratando de un crimen pasional?
- Esa pregunta sí que es difícil. Como ya le dije, Luisa salía con varios tipos a la vez. ¡Siempre los mismos eh! Pero serían, por lo menos, siete u ocho, sus amantes fijos. Algunos se quedaban a dormir, otros se iban de madrugada.
- ¿Se acuerda de alguno en particular?
- Había uno medio petisón, peladito. Recuerdo que varias veces lo escuché hablarle con muy mal tono. Por lo poco que se puede escuchar desde la planta baja, ¿vio? No la insultaba, pero sus comentarios eran agresivos; también había un flaco, pelirrojo, se llama Gerardo, si mi memoria no me falla. Ese venía bastante seguido, y ella lo tenía loco con los celos. Luisa se quejaba constantemente de las escenas que este tipo le hacía cada vez que volvían de una cita. Recuerdo muy bien las palabras que le dijo un día: “... los hombres tienen ojos para mirar culos y nada más que para eso. ¿Qué culpa tengo yo si me andan mirando?”.

Al hombre se le dibujó una sonrisa en el rostro.

- Si supiera usted Lamotte… ¡la figura que tenía esta mujer!, era de película. Y que sabias que eran, a veces, sus palabras.

Mientras bebía el final de mi café, Mancioni siguió contándome anécdotas de la señorita Cazón, de sus romances y de lo mucho que le gustaba salir. Casi nunca estaba en casa, hacía programas con sus amigos o sus pretendientes todos los días. No tenía problemas económicos, y tampoco necesitaba trabajar. Era propietaria del 3º “D” desde hacía ya tres años, y mantenía un nivel de vida bastante alto, a juzgar por el portero.

Miré el reloj de pared, y ya faltaban quince minutos para las doce. Le avisé a Mancioni que subiría al quinto piso, pero que volvería a verlo antes de irme a la comisaría. Y me dijo que podría pasar cuando guste. Finalmente, había resultado ser un tipo de lo más dado, el portero de la calle Viamonte.

Sin perder tiempo, subí a tocar el timbre de Angélica Santos. Me abrió la puerta luego de un lapso de siete minutos. Por su atuendo me di cuenta que acababa de darse un baño. Tenía puesta una robe de chambre rosa, la cara lavada, y el pelo todavía húmedo. Era una mujer alta, y con unas bonitas piernas. Sus ojos almendrados me observaron de arriba abajo, tenía una mirada extremadamente sensual. La saludé cordialmente, le dije quién era y me hizo pasar. Preparó café y comencé a preguntarle por Luisa.

- ¿Qué relación tenían?
- Amigas, y de las buenas. Todavía no caigo, estoy muy shockeada.
- La comprendo... cuentemé cómo se conocieron, por favor.
- Hace dos años, cuando me mudé para acá. Las dos teníamos la costumbre de pintarnos los labios en el ascensor. Y así fue, que una mañana, intercambiamos labiales mientras bajábamos. Como por arte de la casualidad, ella tenía uno del mismo color rosa de mis aros, y yo tenía un rouge que combinaba perfecto con su vestido bordó.

Una lágrima recorrió su mejilla. En mi bolsillo tenía pañuelos descartables. Le di uno y continuó.

- Éramos grandes confidentes, ¿sabe? Creo que nos parecíamos en muchísimos aspectos: independientes y seguras de nosotras mismas. Solteras y felices de serlo. Espontáneas y ocurrentes. Teníamos todo lo que queríamos en tiempo y forma. Amábamos ser el centro de atención donde quiera que fuéramos. Y por eso, casi nunca íbamos juntas al mismo lugar...
- Déjeme preguntarle algo un poco más concreto. Alguno de los hombres con los que Luisa salía, ¿era violento? ¿o extremadamente celoso?
- Sí, la mayoría eran celosos. Pero dos en particular.
- ¿Recuerda cómo se llaman?
- Solo recuerdo sus primeros nombres: Edgardo y Marcelo. Ella me contó que los dos eran demasiado posesivos, y que la golpearon en varias oportunidades.
- ¿Usted podría averiguarme más datos sobre alguno de ellos? ¿Domicilio, teléfono?
- Sinceramente, lo dudo. Solamente sé que ambos han tenido la llave del departamento, y venían a verla todas las semanas. Pero hace cosa de dos meses ella había dejado de verlos. Motivada por los malos tratos, estoy segura.

Esta información sí que resultaba interesante para la investigación. Y antes de irme, Angélica me hizo una recomendación:

- Quizás usted pueda hablar con una gran amiga de Luisa, Olga. Ella la conoció desde la infancia me parece. Estoy segura de que tengo su teléfono por algún lado, si me da un minuto...
- No se moleste, ya sé quién es. Intentaré comunicarme con ella.

Angélica me despidió afectuosamente, estaba muy conmocionada y debía irse al trabajo. Y yo debía hacer lo mismo. Dejé pasar la segunda visita a Mancioni, y fui derecho para la comisaría, con dos sospechosos bajo el brazo: Edgardo y Marcelo. Pero sus nombres de pila no me servirían de mucho, necesitaríamos más información para dar con sus paraderos.

Llegué pronto a mi oficina, cuando todavía no eran las catorce horas y, primero que nada, necesitaba comer algo, para luego pensar y digerir los nuevos conocimientos sobre la vida privada de Luisa Cazón.

Me pedí una milanesa a caballo y, luego de tragármela cual perro muerto de hambre, me puse en acción: decidí llevarle el colgante de medio corazón al negro Menéndez para que le busque huellas, con la misma discreción que antes. Y cuando me crucé con él, me dijo que mañana a primera hora tendría los resultados del sobre color madera.

Lo siguiente que hice fue llamar a Olga Cosentini: le pedí disculpas al confesarle mi verdadera identidad, y le dije que necesitaba saber un poco más sobre Luisa.

Al principio se sintió muy ofendida y me costó trabajo convencerla. Y entonces le dije que, en el velorio, mis intenciones no habían sido malas, que solamente quería conocer algunas características de la víctima, sin la formalidad del interrogatorio.

Le supliqué que me diera una nueva entrevista, ya que teníamos los nombres de dos sospechosos, y necesitábamos saber si ella podría aportar algún dato para encontrarlos. Quise que se sienta cómoda, y la cité en mi casa a las dieciséis horas. Ella terminó accediendo entre llantos, sentía un profundo dolor por la muerte de su amiga. Y me dijo que me ayudaría, pero que no sabía demasiado.

Colgué el teléfono y fui para mi departamento, en la calle Paraguay al dos mil quinientos. Aproveché para ordenar un poco mi escritorio y el living. Olga llegó diez minutos más tarde de la hora señalada. Traía anteojos negros. Seguramente habría estado llorando un buen rato, después de nuestra charla telefónica. De todas maneras, se los quitó y me pidió un vaso de agua. La hice sentarse en mi escritorio, y comencé preguntándole algo bastante puntual.

- Por favor, dígame todo lo que sepa sobre las relaciones amorosas que tenía Luisa.
- La verdad que ella no me contaba mucho sobre sus novios, pero que tenía varios era seguro, y que la golpeaban también.
- ¿Cómo lo sabe?
- Por las marcas en su cuerpo, las tenía constantemente.
- Una vecina me contó que había dos hombres que eran muy agresivos con ella: Marcelo y Edgardo. ¿Oyó hablar de alguno de ellos?
- De Edgardo sí. Pero siempre me dijo que era un gran amigo y nada más. Luisa suspendía los mejores planes cuando él la llamaba para verla. Jamás lo conocí, pero me acuerdo que se apellidaba Costas. Lo recuerdo bien, siempre fui buena con los nombres.

¡Lotería! Teníamos un apellido, Edgardo Costas era oficialmente nuestro primer sospechoso. Golpeador y amo de llaves.

Seguí conversando con Olga un buen rato. Parecía conocer muy bien a su amiga. Recordaba todo con lujo de detalles. Antes de despedirla, le pregunté cómo se habían conocido.

- Fue un día de abril, del año 1989. Estábamos en la escuela secundaria. Ella iba un año atrás mío... Resulta embarazoso contarlo, pero nos conocimos en el baño. Ella estaba encerrada en uno de los cubículos, y pidió a gritos que alguien le preste una toallita femenina. Quedaban diez minutos de recreo, y yo me lavaba la cara cuando Luisa realizó el pedido. Enseguida le dije que me espere dos minutos, y me fui a buscar la mochila que tenía en el aula. Volví y nos quedamos charlando como si nos conociéramos de toda la vida, entramos tarde a clase. Aquel día nos sorprendimos de todo lo que teníamos en común. Desde los gustos de helado, hasta una ridícula manía por la limpieza.

En ese preciso instante, Olga rompió en llanto. Sollozó y se lamentó, una y otra vez, por la muerte de Luisa, su gran amiga.

- Disculpemé inspector, es muy triste esto para mi. Todavía no soy conciente de lo que perdí... ¡Que horror!, jamás tuve una amistad tan importante en toda mi vida. Éramos inseparables.
- Calmesé Olga, por favor.

El llanto era cada vez mayor. Estaba perdiendo el habla, y no paraban de caer lágrimas por todo su rostro. Tuvieron que pasar cinco minutos, hasta que comenzó a tranquilizarse. La pobre mujer estaba despedazada.

Finalmente, cuando paró de llorar, hubo un silencio, y le ofrecí un té de tilo. Un exquisito té inglés, que yo siempre tomaba cuando estaba nervioso. Lo aceptó de buena gana, y me fui para la cocina. Encendí la hornalla y puse el agua.

Automáticamente me prendí un cigarrillo. Sentí mucha pena por Olga, estaba realmente desconsolada. Pocas veces había presenciado semejante estado de melancolía.

Aun me quedaba medio cigarrillo, cuando silbó la pava. Me dispuse a echar el agua en la taza, cuando escuché el ruido de una bisagra abriéndose. Caminé con la bandeja hacía el escritorio, y cuando traspasé la puerta lo vi: el cuchillo de cocina que acabó con la vida de Luisa Cazón, reluciente, sobre mis papeles de trabajo, en mi escritorio.

La ventana de la habitación estaba abierta, y Olga yacía estampada contra la vereda de la calle Paraguay. Un río de sangre recorría las baldosas y desembocaba en la alcantarilla. La asesina de Luisa Cazón acababa de suicidarse, luego de confesar, silenciosamente, su crimen.

Lo último que salió de mi mente, en ese momento, fue que, mientras se resolvía el misterio de la calle Viamonte, se abría un nuevo y pavoroso caso: la muerte de Olga Consentini. En el cual yo, era el principal sospechoso, o mejor dicho: el único.


Segunda Parte: El inspector cautivo


Me quedé paralizado por unos veinte minutos, y sólo pude reaccionar cuando sonó mi teléfono celular. Era el sargento Ordóñez.

- ¿En dónde estás Lamotte?
- En mi casa jefe...
- ¿Estás al tanto de lo que acaba de ocurrir en la fachada de tu edificio?
- Sí, jefe... Olga Cosentini se suicidó desde el balcón de mi escritorio.
- ¿Fue en tu casa? Pero, ¿quién era? ¿Y por qué se suicidó?
- Estoy seguro de que es la asesina de Luisa Cazón. Y a su vez, también fue su mejor amiga. La llamé para interrogarla, luego de haberla conocido en el velorio esta mañana, donde omití decirle que era policía. Y, para que se sienta en confianza, la cité acá en mi casa. Obré mal jefe, ya lo sé. Pero jamás creí que querría quitarse la vida, y ni siquiera sospechaba que ella había matado a Luisa. Solo pretendía hacerle algunas preguntas.
- Lamotte... ¿te das cuenta del quilombo en el que estás metido? Voy a tener que encarcelarte, no tengo opción.
- Pero tengo que proseguir con la investigación jefe, para obtener las pruebas que ratifican todo esto que le digo.
- Me estás atando de manos Gregorio. Tengo que encerrarte si o si. Una mujer acaba de morir en tu casa... Lo único que puedo hacer por vos es mantenerte en nuestro calabozo, para que no te falte nada.
- Está bien Ordóñez, te lo agradezco. Solo voy a necesitar hablar con Menéndez, para que me ayude con el caso. Mandame un patrullero y voy para allá.
- Ya hay dos abajo, venite en el que llevó Gutiérrez.

Colgué el teléfono y enseguida guardé, en un sobre de plástico, el cuchillo y las cuatro fotos. Lo puse en un bolso de mano gris, junto con mi placa, mi pistola reglamentaria y una muda de ropa.

Sin saber si me estaba olvidando de algo importante, bajé por el ascensor, y cuando crucé la puerta de calle, a las 18:45, el cabo Gutiérrez vino a mi encuentro. Luego de saludarlo, le conté todo: lo que pasó con Olga y con Luisa, y lo que acababa de hablar con Ordóñez.

Viajamos silenciosamente en el móvil 321. El flaco había enmudecido. Tanto la historia de amor trágico entre Luisa y Olga, como el terrible final acontecido en mi casa, lo habían dejado sin habla.

Gutiérrez siempre había sido un tipo de cortas palabras, pero esta vez parecía ausente, con la cabeza en otro lado. Sin embargo, cuando llegamos al garage de la comisaría, antes de bajar del auto, me dijo:

- Contá conmigo para lo que sea Gregorio. Yo te voy a ayudar a esclarecer todo esto.

Me sentí aliviado al oír sus palabras, se lo agradecí y le pedí que le cuente todo al negro Menéndez, y que también le pida que me venga a ver al calabozo lo antes posible.

Bajé del auto y entré a la comisaría por la puerta grande y con la frente en alto. Ordóñez me recibió con sincero afecto, y me dijo que tenía fe en que todo se aclararía en pocos días. Le entregué las fotos y el arma homicida, y enseguida me encaminé para la celda.

Recibí el saludo de varios compañeros allí presentes y, luego de dejarle mi placa y todas mis pertenencias al guardia de turno, me metí en el calabozo sin recibir indicaciones. Me acosté en el catre y cerré los ojos. No tenía sueño, pero necesitaba ensimismarme y relajar, un poco, mis pensamientos.

A pesar del estado de shock que había sufrido en mi casa, luego de recostarme me sentí más tranquilo. Seguro de mi mismo. Logré descansar mi mente y, al cabo de una hora, Ordóñez se acercó a verme. Me trajo comida y me dijo que el oficial Ramírez me tomaría declaración, una vez que haya terminado de cenar. Y antes de que se fuera, le pedí que me consiga papel y lápiz, y también algún diario que anduviera dando vueltas por ahí.

El sargento me había dejado para cenar un bifecito con puré mixto, y lo comí muy lentamente mientras pensaba en la muerte de Olga. Imaginé que debió haber sido muy apasionado el amor que existía entre ella y Luisa. Tan intenso que solamente podía terminar en tragedia.

Al cabo de media hora, el guardia de turno pasó a retirarme el plato, y me entregó el diario del día, un cuaderno y una birome, tal y cómo lo había solicitado.

Enseguida me puse a hojear el diario, y pude ver dos avisos fúnebres dedicados a la memoria de Luisa. Uno de su madre, y otro de su familia paterna. Justo en ese momento se presentó el oficial Ramírez, de la policía científica, en mi celda. Recuerdo haberlo visto en el cuarto de Luisa, en la primera visita que realizamos.

Traía consigo todas las pruebas que teníamos hasta el momento y, luego de saludarnos amablemente, comencé a narrarle todo lo sucedido. Fui sincero en todo, menos en algo: le dije que las fotos las encontré la segunda vez que estuve en la escena del crimen, y no en la primera visita, como ocurrió realmente.

Ramírez grabó mis declaraciones mientras tomaba notas en un cuaderno que también había traído. Hablamos más de una hora por reloj, y cuando terminamos se despidió respetuosamente y me deseó buena suerte. Veinte minutos más tarde, llegó el negro Menéndez hasta la puerta del calabozo.

- ¡Gregorio! ¿Cómo estás?
- Bien Negro, gracias por venir. Necesito tu ayuda.
- Acá estoy, para lo que necesites. Perdoname que no pude venir antes. Estuve con mucho trabajo esta tarde. Pero te tengo una buena: en menos de dos horas voy a tener el resultado del sobre color madera.
- ¡Perfecto! En ese sobre estaban las fotos que encontré en la escena del crimen.
- Lo supuse cuando me las mostró Ordóñez, también estoy analizando el cuchillo.
- ¿El colgante lo viste?
- Sí, pero no tiene huellas claras. Es muy pequeño. Pero en la parte trasera se puede ver un pequeño índice. Por el tamaño se podría asegurar que es un dedo de mujer.
- El otro colgante lo tiene Luisa, dentro del cajón. Vamos a necesitar la autorización judicial para abrirlo.
- Listo, yo ahora lo hablo con Ordóñez y le damos marcha.

Lo despedí al negro para que retome sus labores, y me dijo que volvería en un rato, antes de irse para su casa.

El colgante de Olga, en verdad no era prueba fehaciente de nada en particular. Podría ser una simple muestra de la amistad que tenían. Por eso necesitábamos hallar sus huellas en el sobre y en el arma homicida.

El panorama, todavía, no estaba del todo claro. Pero mi cabeza estaba tranquila. Sabía que necesitaba armarme de paciencia, y lo hice. Dejé a un lado las dudas y me senté con piernas cruzadas a meditar. En pocos minutos logré poner mi mente en blanco, y abandoné la noción del tiempo.

Ya era media noche, cuando volví de aquel estado de conciencia. Lo noté por el escaso movimiento que se percibía en la comisaría. Me senté normalmente y me puse a leer la sección deportiva del diario. Al cabo de unos minutos, volvió Menéndez.

- Ya están los resultados. Solamente encontré huellas de una persona, además de las tuyas. El nombre es Fernando Alsina.
- ¿Es el fotógrafo?
- Sí, es un tipo de 33 años. Ya tocó el pianito dos veces. La primera vez, tuvo la mala idea de fotografiar al comisario de la 24, entrando a un albergue transitorio, fue famoso por eso, pero se tuvo que comer un par de días adentro, y el tema no pasó a mayores. La segunda vez, cayó preso por invadir propiedad privada, se coló en la fiesta de un poderoso empresario. Era algo bastante privado, y el tipo se metió en problemas esa noche. También quedó demorado, y con una causa abierta.
- ¿Tenemos la dirección de este buen hombre? ¿O el teléfono?
- La dirección sí, el teléfono aún no. Acá te traje una carpetita con toda la información que encontré.
- Gracias, negro. Al fin algo entretenido para leer. Andate a dormir che, mirá la hora que es.
- Dale, mañana vengo temprano. Habría que ir a visitar al intrépido fotógrafo.
- Por supuesto, te voy a dar instrucciones al respecto. Gracias.

Cuando salió, me puse a leer detenidamente el expediente de Fernando Alsina. Pero no hubo nada que pudiera llamarme la atención. Inclusive, parecía un tipo simpático en la foto que estaba archivada.

Abandoné la lectura e hice un poco de ejercicio. Cien lagartijas en series de veinte, y doscientas abdominales en cuatro tandas. Terminé bastante exhausto, me tumbé en el catre y dormí profundamente.

Otra vez soñé con Luisa, y también con Ordóñez. Estaban haciendo el amor, en una gran cama redonda con sábanas coloradas. El movimiento de ambos llegaba a mis ojos en cámara lenta, y sin ningún tipo de sonido. Había un silencio espectral.

Yo giraba entorno a la cama, y Ordóñez no se percataba de mi presencia. En cambio Luisa no dejaba de mirarme. Me sonreía, al mismo tiempo que hacía el amor con el sargento, y sus labios parecían decirme “te amo”, pero sin que ningún ruido saliera de ellos.

El cuarto no tenía puertas, ni ventanas. Solamente había un pequeño televisor, de frente a la cama. Me acerqué. Y en el preciso instante en que lo encendí, el sonido de Ordóñez y Luisa se activó en máximo volumen, y la velocidad de sus movimientos se normalizó.

En la pantalla del televisor, apareció la madre de Luisa, con micrófono y auriculares, hablando ante un periodista. Pero no se podía escuchar nada de lo que estaba diciendo. El ruido proveniente de la cama era ensordecedor. Los gemidos de ambos eran insoportables. Hasta que en un momento, Luisa gritó tan fuerte y agudo que sentí una puntada en mi oído derecho.

Apagué la tele y, por suerte, volvió el silencio. La pareja continuaba en pleno acto, cuando de repente salió una pequeña ardilla, por debajo de la cama. El roedor vino corriendo hacia mí, y de un brinco, se trepó a mi pantalón. Escaló hasta mi hombro derecho, y en perfecto castellano, me susurró al oído:

“Las madres lo saben todo sobre sus hijas”

Dicho esto, volvió a meterse bajo la cama, y a mí me despertó el frío. Extendí mi brazo derecho, recogí del suelo el cuaderno y anoté: “interrogar a la madre”. Y en otra hoja, le escribí una nota al negro Menéndez:

“Necesito que vayas a ver al fotógrafo. Llevá las fotos, y averiguá todo lo que puedas, pero no seas demasiado intimidante. Asegurale que no va a tener ningún problema si coopera con vos. Gracias... Gregorio.”

Doblé la hoja al medio, me volví a tapar, y dormí plácidamente las siguientes dos horas y media.


Jueves


Alrededor de las 9 de la mañana, Gutiérrez estaba del otro lado de los barrotes.

- ¡Gregorio!
- ¿Cómo estás flaco?
- Bien, ¿y vos? ¿Dormiste cómodo?
- Sí, por suerte si... Necesito pedirte algo.
- Sí, decime.
- Primero que nada, dale esta nota al negro, en mano. Y después tengo una misión para vos: tenés que ir a ver a la madre de Luisa Cazón, queda en Belgrano al dos mil setecientos. Contale todo lo ocurrido con Olga, y preguntale si estaba al tanto, o sospechaba de la relación que Olga tenía con su hija. Pero mirá que tenés que ser muy cuidadoso con la forma en que le hablás de todo esto.
- Sí, Gregorio, quedate tranquilo.
- Ponete tu mejor perfume, ¡y sacate esa gorra por favor! Informale a Ordóñez lo que hagas.
- No hay problema, el sargento me puso a mí a cargo del caso.
- ¿En serio?
- Así es. Me pongo en marcha, tengo que hacer mil cosas. Después de hablar con la madre, vengo para acá directamente.

Había depositado mi destino más inmediato en sus manos. A pesar de ser bastante novato, el flaco, era una persona que me transmitía una confianza, y una seguridad, que prácticamente nadie me hizo sentir después de mi padre. Tenía un corazón noble y servicial, algo poco común para un policía. Y desde el momento en que lo conocí, me sorprendió su amplio criterio y su gran capacidad para diferenciar lo justo de lo injusto.

Luego de que se fuera, me quedé expectante un rato, y solo me tranquilicé cuando el oficial Velasco me trajo el desayuno: un café con leche, y pan con queso.

- ¿Cómo se siente jefe?
- Estoy bien Miguel, tranquilo. Se me pasan lentas las horas, pero lo vengo llevando bien.
- ¿Quiere que le consiga algún libro entretenido?
- Sí, por favor, o sino algún diario.
- Listo jefe, ahora le rescato algo, ¡no se me vaya a ningún lado eh!

Me hizo reír antes de irse. Luego me senté en el catre y desayuné plácidamente. Veinte minutos más tarde me volví a dormir un rato más. Y tuve algunos sueños difusos, que no pude recordar.

Cerca del mediodía me desperté y encontré dos libros y el diario del día en la puerta de la celda. El libro más grueso se titulaba “La sonda transportadora”, era una novela de ciencia ficción, de un escritor inglés que me era desconocido.

Comencé a leerlo pero al cabo de cien páginas me terminó por aburrir. En cambio, el diario sí, me atrapó un poco más.

Mientras terminaba la sección deportiva, almorcé un plato de polenta. Y luego me fumé un par de cigarrillos que me consiguió el guardia.

El tiempo, por suerte, pasó un poco más rápido con tanta lectura. Casi sin darme cuenta, se hicieron las cinco y media de la tarde, momento en que apareció el negro en el calabozo, con un sobre en la mano.

Venía de verlo al fotógrafo. Y lo primero que me dijo fue que el tipo se acordaba muy bien de las fotos de Luisa, justamente porque ese trabajo se lo habían solicitado de una forma bastante particular.

El encargo había sido en forma anónima, le habían dejado un sobre bajo la puerta, junto con una carta escrita detrás de dos fotografías. El negro me dio el sobre, y enseguida pude identificarla a Luisa en ambas fotos, una de cuerpo entero y otra del perfil de su rostro. La nota decía:

“Estimado Profesional: Tengo un gran trabajo para Ud., que es muy importante para mí. La mujer que ve en las fotos es mi amada, y lo que yo necesito es que la siga, para fotografiarla in fraganti con alguno de sus amantes, con los cuales yo sé que me engaña. Su dirección es Viamonte 1580, Barrio Norte. Entra y sale a toda hora, no creo que tenga dificultades para realizar el trabajo. Por favor, sea lo más discreto posible, ella no debe darse cuenta de nada. Cuando tenga las imágenes, métalas en un pequeño sobre marrón y, dentro de otro sobre más grande, envíelas a la Casilla de Correos 735 de la empresa OCA, Sucursal Avellaneda. Me han informado sus honorarios, y creo que el dinero que le adjunto a las fotos será más que suficiente.”

Según lo que dijo el fotógrafo, el pago triplicaba los aranceles que normalmente cobraba. Y a pesar de no recordar la fecha exacta, estaba seguro de que había sido durante el mes de enero, cuatro meses atrás.

Le pedí al negro que llame, urgentemente, a la empresa de correos, para averiguar quién había retirado el sobre con las fotos. Y sin perder tiempo, se fue para su oficina a realizar el llamado, llevándose consigo la evidencia, para encarpetarla con el resto de las pruebas.

Yo me quedé muy pensativo en la celda. Olga había sido por demás precavida con todo este asunto de las fotografías. Seguramente temía que Luisa lo descubra todo. O tal vez, la avergonzaba su condición sexual ante el profesional. Pero también cabría la posibilidad de que ella ya hubiera planeando su crimen, con anterioridad, y por eso no quiso dejar rastros de sus movimientos.

Por H o por B, Olga no se dejó conocer por su contratado. Y a esta altura, posiblemente nunca sabremos el motivo real. Pero de alguna forma, las cosas se complicaban para mi. Al cabo de veinte minutos volvió Menéndez a la puerta del calabozo.

- Necesitamos orden judicial para ver los registros de las casillas de correos privadas. Calculo que para mañana o pasado la puedo conseguir. Dejalo en mis manos.
- OK, gracias negro.

Luego de un rato, me recosté y me puse a leer la sección económica del diario. Pero al cabo de media hora, mi vista se cansó, perdí concentración, y me dormí.

Cerca de las nueve y media de la noche, me despertó el flaco Gutiérrez. Recién volvía de ver a la madre de Luisa.

Me contó que la señora lo atendió recién a las siete de la tarde, y le dio su testimonio, reconociendo la relación amorosa entre Luisa y Olga. Y le confesó también, que su hija se fue a vivir sola tres años atrás, porque necesitaba alejarse de su relación con Olga, y empezar una nueva vida, en su departamento de soltera.

Ante semejante revelación, no pude ocultar mi alegría.

- ¡Flaco querido! Todo cierra perfectamente ahora. Este testimonio puede ser la prueba más contundente que tenemos hasta el momento.
- Sí, pero eso no es todo. También me dio esta carta, que Luisa guardaba en su antiguo cuarto, en casa de su madre.

“8/2/2003. Luisa, mi amor: Te escribo para que sepas que estos malos tiempos que nos toca vivir, mañana serán historia y nos reiremos de nuestras peleas. Vamos a seguir juntas, y más unidas que nunca. Juntas contra todos. Esta vez no quiero esconderme de nadie. Reconozco que tenemos diferentes intereses en nuestras vidas personales. Pero aun así, podemos seguir amándonos y adaptarnos a cualquier cambio. Ya casi se cumplen 14 años de habernos conocido. Y te dije ya mil veces, que ese día, fue como una bisagra en mi vida. El antes y el después. Mi razón de ser, mi mundo. Todo comenzó allí. Te amo tanto, amor mío. Ya estoy llorando otra vez. Si no te tuviera a mi lado, no podría estar aquí. Mi vida era un infierno, hasta que apareciste vos. Y cuando ya no estés conmigo, volverá a serlo. Te amo. Olga”

Sin dudas, era la misma letra que en la nota del fotógrafo. Estaba completamente seguro. Le pedí al flaco que le llevara la carta a Ordóñez lo antes posible. Y no pasaron ni diez minutos, cuando apareció el sargento del otro lado de los barrotes.

- ¡Gregorio! Que alegría me diste. Jamás dudé de tu inocencia. Me sorprendiste otra vez.
- ¿Es la misma letra no jefe?
- Sí que lo es. Ya mismo lo voy a llamar a Bolaños, del departamento de grafología. Y mañana le llevo todo a primera hora. Velasco me prometió estar mañana a las siete y media en tribunales, para presentar los testimonios del fotógrafo, y de la señora de Cazón.
- Perfecto. También deberíamos pedir autorización judicial para obtener los registros bancarios de Olga, dónde figura su firma, y sus datos personales de puño y letra.
- Excelente idea, mañana mismo los pedimos. Sos uno de mis mejores hombres Lamotte, y prometo sacarte pronto de aquí. Te necesito trabajando nuevamente.
- Yo también lo necesito, jefe.
- Igualmente, hiciste bastante estando encerrado. No deja de asombrarme que todo lo que me dijiste sobre Olga haya sido cierto. Te felicito.
- Gracias.
- Y dormí sin frazada, que en menos de una semana estás afuera.

Y así fue. Esa noche dormí más profundo que otras veces. Y, pese a que no llegué a desesperarme, después de esto, tuve una sensación de alivio que era nueva para mí. Es que jamás había estado tras las rejas. Y saber que pronto saldría en libertad, me hizo reflexionar muchas cosas.

En cuanto a Olga y Luisa, creo que vivieron un amor intenso y duradero. Pero que una de ellas quiso seguir por otro camino, y la otra no pudo convivir con esa realidad. Por eso la tragedia. O conmigo, o con nadie.

¿Y cuál fue mi lugar en todo esto? Yo fui el detonante, el fuego que encendió la mecha. Quizás Olga no hubiera muerto en mi casa, si yo la hubiera interrogado en la comisaría. Aunque, igualmente, creo que habría acabado con su vida, en otro lugar, y en otras circunstancias, pero por el mismo motivo.


Viernes


Al día siguiente, todos mis compañeros pasaron a saludarme por el calabozo. La gente de la morgue inclusive. Todos me felicitaron y me dieron su apoyo. El negro pasó cerca del mediodía, y me trajo un plato de ravioles para que almuerce. Y según me dijo, el juez lo había autorizado para obtener la información del correo y del banco. Lamentablemente, ya teníamos el fin de semana encima, y algunos trámites se realizarían recién el día lunes. Con Ordóñez, calcularon que para el miércoles o jueves ya tendría que estar la orden de liberación.

Pasé un fin de semana tranquilo, en el calabozo de la comisaría tercera. Leí alrededor de ocho o nueve libros en total. Y también tuve tiempo para meditar y ejercitarme, cosas que habitualmente no hago, por falta de tiempo.

El domingo, después de almorzar, recibí una visita inesperada. Angélica Santos se hizo presente en la comisaría, y el sargento le permitió entrar a la celda, para que podamos hablar tranquilos y sin límite de tiempo.

Estaba realmente vestida para matar. Parecía una persona totalmente diferente a la que conocí aquella mañana. Irradiaba sensualidad. Traía un vestido ajustado, con un escote por demás prominente. Maquillada a la perfección, labios rojo sangre, y un rubor muy sutil en sus pómulos perfectos.

Me dijo que estaba al tanto de todo lo ocurrido, y que ella siempre sospechó que había habido algo entre Luisa y Olga, pero que jamás se hubiera imaginado un desenlace como este.

Luisa nunca le había dicho que era bisexual, ni nada por el estilo. Hablaba de Olga como una vieja amiga, a la que ya no soportaba demasiado. Pero que de cualquier forma, su amistad representaba un sostén para su vida.

Hablamos casi dos horas. Se compadeció de mi suerte, y me dijo que había estado muy preocupada por mi bienestar, pero que le provocaba mucho pudor venir a verme.

Me contó lo mucho que extrañaba a su amiga, y que el edificio no era el mismo sin ella. Se emocionó varias veces, y se fue cerca de las cuatro de la tarde. Se fue con la promesa de hacerme una rica comida, en su casa, para cuando recupere la libertad. Me dejó su teléfono celular, y me pidió que la llamara ni bien ponga un pie en la calle.

Me despidió con un beso en los labios, sutil pero estimulante. Y la vi salir con un andar sumamente sexual. El sonido de sus taco aguja fue música para mis oídos. Sin dudas, que era una mujer avasallante, y su visita me había rejuvenecido por completo.

A pesar de estar encerrado, me sentí en la más pura de las libertades. Mi cuerpo estaba allí adentro, pero mis pensamientos volaban por aires distantes, a la deriva de todo y de todos.

Esa noche volví a soñar con Luisa. Estaba recostada en una reposera, en una playa caribeña. A su lado había una mesa con dos tragos, y otra reposera esperandomé. Lentamente, me acerqué y me senté a su lado, por primera vez oí su voz:

- Al final no tardaste casi nada en resolver el caso. Menos de una semana, no está nada mal.

Yo me mantuve en silencio. No sabía qué decirle, estaba realmente inhibido.

- ¿Por qué no tomás un trago?

La obedecí, y bebí un sorbo de la bebida naranja que había en mi copa. Al tragarlo, un inmenso calor comenzó a invadirme. Ella me miraba y se reía con sus ojos. El calor se intensificaba muy rápido, junto con mi desesperación. Comencé a sudar exageradamente, y sentí que estaría a punto de desvanecerme.

Entonces ella se me acercó, y puso su boca pegada a la mía. Pude sentir un frío polar que provenía de sus labios. Me besó y el calor desapareció. Nos besamos durante varios segundos. Hasta que finalmente me desperté. Por el sonido de los pájaros, provenientes de la calle, supe que estaba por amanecer.

Todavía estaba empapado en sudor, pero igualmente tenía mucho frío. Busqué una manta extra que tenía bajo el catre, y me volví a acostar. Esa fue la última vez que soñé con Luisa.

El lunes y el martes fueron los días más largos y aburridos de toda mi estadía en el calabozo de la comisaría tercera. Intenté dormir la siesta por las tardes, pero me resultó imposible, estaba muy ansioso por salir de allí.

El martes por la noche, antes de irse a su casa, Ordóñez me dijo que ya estaban todas las pruebas a disposición del juez. Y que por lo tanto, ésta seguramente sería mi última noche adentro. Me dio el resto de la semana libre, para que pueda estar tranquilo en mi casa y volver al trabajo recién el otro lunes.

La noticia me dejó bastante tranquilo, y antes de acostarme le pedí al guardia en turno que me deje hacer un llamado. Le dejé un correo de voz a Angélica, diciéndole que al día siguiente estaría en libertad.

Dormí profundamente esa noche, y abrí el ojo recien a las nueve menos diez. El guardia me trajo un café, y apenas pasadas las once me dejaron en libertad. Recogí mis cosas y me fui derechito para mi casa. Me bañé, me afeité y llamé a casa de mi hermana.

- Hola ¿Marta?
- ¡Gregorio! ¿Sos vos hermanito?
- Soy yo, ¿cómo estás? ¿Ya almorzaste?
- Estoy por ponerme a cocinar unos mostacholes a la parisienne. ¿Por qué no te venís?
- ¡En media hora estoy ahí!