Primera Parte: El caso
Cazón
Martes
La tarjeta decía: “1580
de la calle Viamonte. Víctima: Luisa Cazón, apuñalada ayer a la madrugada.
Departamento saqueado”. Inmediatamente colgué el teléfono y fui derecho para la
oficina del sargento Ordóñez, para recavar mayor información sobre este nuevo
caso.
Petiso, morrudo y algo
calvo, el sargento, era un tipo accesible, por así decirlo. Una persona atenta
para facilitarle las cosas a uno. Sin titubear, me dijo que el cadáver lo había
encontrado el portero del edificio, alrededor de la 1:40 de la madrugada, y que
el departamento era un caos, estaba todo revuelto y, seguramente,
encontraríamos algún rastro en la escena del crimen.
Sin perder tiempo, fui a
buscar mi pistola y salí para el lugar de los hechos. Como de costumbre, viajé
con el cabo Gutiérrez en el móvil 321. El flaco -como le decíamos todos en la
comisaría tercera- manejaba bastante rápido y hablaba lo justo y necesario, dos
de sus más grandes virtudes.
Llegamos a la esquina de
Montevideo y Viamonte en un abrir y cerrar de ojos. Llamativamente había muy
poco tráfico, teniendo en cuenta que era un día laboral como cualquier otro.
Bajé del patrullero y, de entre la muchedumbre de policías, vecinos y curiosos,
se abrió paso el oficial Velasco para darme su diagnóstico del asunto.
- ¡Inspector Lamotte!
Menos mal que llegaron. Estamos acá desde las dos de la mañana, pasamos la
noche haciendo guardia.
- Vení Velasco, contame
todo. -le dije apurando el paso- ¿Fuiste el primero en llegar?
- Sí, el portero
llamó al 911 a
la una y media pasadas. Y yo enseguida me vine solo para acá. Media hora más
tarde llegó la otra patrulla, con García y Funes.
- ¿Viste a alguien
merodeando la zona cuando llegaste al edificio?
- La cuadra estaba
pelada jefe. Doblando por Montevideo había un cartonero cargando un carro.
Después nada, no había autos, ni movimiento alguno.
- ¿Y la escena del
crimen?
- Eso lo va a tener
que ver con sus propios ojos. Ordené que nadie toque nada. Los de la morgue lo
están esperando para llevarse el cuerpo.
- ¡Vamos!
El flaco Gutiérrez se
quedó en el auto, y yo entré al edificio escoltado por Velasco. El departamento
en cuestión era el 3º “D”, y tuvimos que subir por la escalera, ya que el
ascensor estaba averiado, según me informaron los oficiales, desde la semana
pasada.
Demoramos más de cinco
minutos en subir, revisando escalón por escalón. Pero no encontramos nada raro.
La escalera estaba literalmente limpia.
Cuando llegamos al
tercero, en la puerta del departamento, pude notar que parte de la pintura
entorno al picaporte se había levantado. Y, al bajar la vista, divisé los
pedazos de esmalte sintético en el suelo. Era nuestro primer indicio: la
cerradura habría sido forzada por el criminal. Sin reparar demasiado en el asunto,
embolsé la evidencia e ingresamos al departamento.
Lo primero que
encontramos fue un gran desorden en el living-comedor: papeles, revistas, y
libros rotos, con sus lomos arrancados y sus páginas dispersas por toda la
habitación; los almohadones y sillones estaban tajeados, y habían estrellado un
cenicero contra la mesa ratona de vidrio. Prácticamente no quedaban objetos en
una sola pieza. El desorden era tal que parecía haber sido obra de un minucioso
vándalo, con una notable vocación artística.
Al entrar en la cocina,
vimos algo similar: cubiertos, platos y vasos, hechos trizas sobre los azulejos
en damero. Algunas frutas y verduras partidas en mitades, acompañadas por
diversos productos lácteos, cubrían armoniosamente el suelo; también había
fetas de fiambre arrojadas contra el extractor de aire, y sobre el lavaplatos:
habían arrojado carne para milanesas y huevos frescos, con cáscara y todo.
Paradójicamente, el baño
estaba impecable y muy ordenado. Como si lo hubieran limpiado a fondo para la
ocasión. Todavía se podía sentir el perfume a flores, proveniente del piso y
del reluciente inodoro. No encontramos ni la más minúscula gota de sangre -ni
de cualquier otro líquido- en el suelo, ni tampoco en las paredes. El toilette, al parecer, no había
sido utilizado por el criminal, o tal vez se había tomado la molestia de
dejarlo en perfecto estado antes de partir.
Finalmente ingresamos en
el cuarto principal, la escena del crimen. Y lo primero que capta la atención
es el cuerpo, yaciente en el piso de madera, al lado derecho del somier,
acostado boca abajo. Fijé la vista en el camisón impregnado en sangre, y divisé
grandes puñaladas que desembocaban en un enorme charco, casi tan grande como la
habitación. Además había sangre en las paredes, y también en las sábanas. Lo
que me hizo deducir que la víctima habría dado una buena pelea antes morir.
A simple vista no había
rastros del arma homicida y, más allá del gran charco, no había ni una sola
gota de sangre en el resto del departamento. El asesino -pensé- debió haber
sido muy cuidadoso antes de irse… el desorden minucioso del living y la
limpieza del baño, ¿serían obras una mente fría y calculadora?
Luego de realizar esta
primera inspección, le pedí a Velasco que fuera a buscar a la gente de la
morgue y a la policía científica. Y, una vez que estuvo fuera del cuarto,
comencé a fotografiarlo todo con la cámara de mi celular. Primero en forma
panorámica: todas las manchas en las paredes y la cama. Después: el cuerpo, y
el suelo ensangrentado. Fue entonces cuando me acerqué a la mesita de luz y
observé que había un sobre color madera apoyado en ella. Guardé el teléfono y
lo abrí cuidadosamente.
Encontré cuatro fotos en
su interior, y en todas ellas aparecía la víctima, Luisa Cazón. Se la podía ver
muy bien acompañada, en circunstancias netamente casuales y curiosamente
románticas. Las imágenes no eran muy subidas de tono, habían sido tomadas en la
vía pública y a plena luz del día.
En las primeras dos
fotografías estaba con el mismo hombre: un tipo fornido, cabeza y media más
alto que ella. De piel y cabellos morenos. En la primera se los ve besándose,
con sus cuerpos bien pegados; y en la segunda él está a punto morder su cuello,
mientras ella sonríe de una forma encantadora.
Los hombres de las otras
dos imágenes, no tan corpulentos, pero igualmente pasionales, eran bien
distintos entre sí: uno era rubio y compacto, el otro: pelirrojo y elegante.
Llamaba la atención algo en estas últimas fotografías: ambas habían sido
tomadas en la misma esquina, y desde el mismo lugar. Pero en diferentes
momentos del día, y -a juzgar por el atuendo de la víctima- en distintos días.
La espontaneidad de las
fotos, y lo feliz que se la ve a la víctima en ellas, no dejó de sorprenderme.
Me quedé observándolas en silencio, hasta que escuché pasos al otro lado de la
puerta y, sin vacilar, las guardé en el sobre y las metí en el interior de mi
saco, mientras me ponía a revisar el placard distraídamente.
Velasco con un grupo de
siete personas irrumpieron en la habitación. Uno por uno, me saludaron
protocolarmente, hasta que uno de ellos, oficial de la policía científica,
propuso dar vuelta el cadáver para cortar las vestiduras. Todos asentimos y,
con la ayuda de Velasco, volteé el cuerpo y vimos, por fin, su rostro.
Fue bastante horroroso.
Sus ojos estaban abiertos y su pecho tenía profundas puñaladas, que se podían
ver claramente, a través del camisón desgarrado. La expresión de su mirada era
de un terror extremo, y se podía notar un dejo de lágrimas en sus mejillas.
Luisa Cazón había llorado y suplicado de frente a su asesino.
Los nueve hombres allí
presentes nos quedamos estupefactos por un instante. Y, luego de un breve
silencio, la gente de la morgue comenzó a cortar el camisón.
Pudimos contar ocho
cuchillazos al frente, en el pecho y abdomen; y otros cinco en la espalda,
principalmente del lado derecho. También tenía un gran moretón en el brazo
izquierdo, y otro en la mejilla.
La policía científica
fotografió al cadáver desde varios ángulos, y luego los de la morgue se
llevaron el cuerpo para realizar, finalmente, la autopsia. Yo me quedé con
Velasco y Gutiérrez, durante unos veinticinco minutos, comentando lo
espeluznante del asunto y, sobretodo, recordando la horrorosa expresión de
pánico en los ojos de la víctima.
Nadie me había visto
guardar las fotos y, cuando volvimos a la comisaría, las puse bajo llave en mi
despacho. Por alguna razón preferí ocultar la evidencia, quizás por instinto, o
tal vez por desconfianza. Es que la fuerza policial no siempre actúa de la
mejor manera en casos enigmáticos como éste. Quería investigarlo con suma
discreción, ya que, según mis precoces conjeturas, estábamos frente a lo que,
en la jerga policíaca, se conoce como: “crimen pasional”.
Con el sobre bajo llave,
me dispuse a idear la secuencia de interrogatorios que realizaría esa misma
tarde. Le pedí a Velasco que me averiguara el teléfono del portero, y también
los horarios en que podría hablar con los vecinos del edificio.
Luego me dirigí a la
oficina del sargento Ordóñez y le pedí que, por favor, postergara el peritaje
del departamento de la calle Viamonte. Porque seguramente volvería a
inspeccionar la escena del crimen, y necesitaba que todo estuviera en su lugar.
Y me dijo que no habría problema, que ya había retirado a todos los oficiales
que estaban en el edificio.
Antes de ponerme en
acción, almorcé rápidamente un churrasco con papas fritas -lo que habitualmente
pido al restaurant de la esquina-. Bebí medio litro
de agua bien fría, y luego fui directo al teléfono. El portero de la calle
Viamonte se apellidaba Mancioni, y fue el suyo, el primer número que marqué.
- ¿Señor Mancioni? Le
hablo de la comisaría tercera, soy el inspector Gregorio Lamotte. Me gustaría
ir a verlo esta tarde, necesito una buena explicación de todo lo que vio y oyó
anoche.
- Mucho no vi, yo estaba
dormido. Y cuando me desperté ya estaba muerta hacía quién sabe cuanto.
- Bueno, pero también
voy a necesitar que me cuente sobre los vecinos, sus movimientos, y la relación
que mantenían con la señorita Cazón.
- Con su debido respeto,
creo que ya hice demasiado llamando al 911. Y no quiero involucrarme más en
este embrollo. Entiendamé oficial.
- Señor Mancioni, este
caso parece ser más complicado de lo que pinta, y seguramente tenga que ir a
inspeccionar el lugar varias veces. Vamos a precisar de su colaboración. ¿Acaso
no siente un deber moral con la señorita Cazón?
- ¿Deber moral? Bastante
soportamos a la señorita Cazón, aquí en el edificio, como para sentirme en
deuda con ella… Pero bueno, véngase y lo charlamos. Podré recibirlo después de
las cuatro, antes estaré dormido.
Gustavo Mancioni me
había resultado bastante terco al teléfono. Pero era sabido que había tenido
una madrugada estresante y, por ende, era lógico que no tuviese el mejor de sus
humores.
Para ir ganando algo de
tiempo, decidí hacer dos cosas. Primero: mandar a analizar las huellas que
pudiera contener el sobre marrón, habiendo retirado las fotos previamente.
El cabo Menéndez estaba
a cargo del departamento de huellas dactilares y, por suerte, era un viejo
amigo mío. Así que intenté ser bastante franco con él.
- Negro necesito pedirte
un laburo urgente. Sacame todas las huellas que encuentres en este sobre.
- ¡Pero cómo no Lamotte!
Sabe usted muy bien que soy un especialista para acatar sus órdenes. -respondió
con cierto humorismo.
- En serio Negro, te
pido absoluta discreción con esto. En cuanto tengas el resultado me lo das en
mano, y sin cruzar palabra con nadie.
- Despreocupate
Gregorio, que soy una tumba.
- Ya se Negrito. Por
algo te lo estoy pidiendo a vos.
Una vez hecho esto, me
quedaba una segunda cosa por hacer: llevar las cuatro fotos a una casa de
fotografía en el barrio de Núñez, donde trabajaba el marido de mi hermana.
Salí de la comisaría sin
avisarle a nadie, y me tomé el colectivo 130, para no levantar sospechas
utilizando un auto de la fuerza. Ahora sí, había bastante tráfico, y llegué al
negocio fotográfico minutos antes de las tres de la tarde. Ricardo Solís, mi cuñado,
me recibió afectuosamente.
- ¡Gregorio, que alegrón!
- ¿Cómo estás Ricardo?
- Bien, por suerte anda
todo bien. ¿A qué se debe tu visita?
- Necesito tu opinión,
te traje unas fotos para que las analices.
- A verlas...
Le mostré las cuatro
fotografías y enseguida repuso:
- Son buenas las fotos
che, las sacó un profesional.
- ¿Cómo sabes?
- Por la precisión del
enfoque, fueron tomadas a buena distancia… el balance de blancos. Parece ser
muy buena la cámara, y el fotógrafo aún mejor. Debe tener su propio estudio, el
papel que usó es importado. Acá en el negocio lo vendemos solo por encargo.
- Entonces, vos decís
que… ¿las sacaron desde muy lejos?
- Al parecer sí, no te
puedo precisar la distancia. Pero seguro que a más de cien metros.
- ¿Alguna otra cosa que
te llame la atención?
- Y… la verdad que
podría salirme de lo técnico, para decirte que la chica es un bombonazo, pero
que no parece ser muy difícil de abordar. Las fotografías casi nunca mienten…
- Sí, tenés razón che.
La mataron anoche, y me parece que el asesino fue quién mandó a sacar las fotos.
- A la pelotita…
- Bueno Richard, te abandono,
ando a mil con este caso. Va… como siempre, ya me conocés. Mientras sigan
aconteciendo crímenes de este calibre, me mantendré ocupado. Mandale un abrazo
grande a Martita.
- Dale, venite un día
che. Y comemos algo. Si es de noche: el día que quieras, o sino un sábado al
mediodía.
- Sí, prometo pasar
pronto, soy un desaparecido. ¡Gracias por todo!
Salí del negocio con
poco y nada. Sí, era un fotógrafo pago. Eso mismo había sido lo primero que
supuse cuando encontré el sobre. Pero ¿quién pudo haberlo contratado? Aún no
teníamos ninguna punta, y la verdad se mantendría oculta, al menos hasta
obtener los resultados del análisis dactilar.
Caminé hasta la parada
del 29, que me dejaría a pocos metros del edificio de la calle Viamonte. Esperé
cinco minutos el colectivo, y llegué a destino cerca de las cuatro y media de
la tarde. Caminé hasta la puerta de calle e hice sonar dos veces el timbre del
encargado.
- Soy el inspector
Lamotte, lo telefoneé hoy.
- Aguardemé, que en
seguida le abro.
Realmente tenía cara de
haber dormido una buena siesta, lo noté distendido. Me hizo pasar amablemente y
me sirvió café.
- ¿En qué puedo serle
útil? -me preguntó.
- Reláteme los sucesos
ocurridos anoche, por favor. Dígame todo lo que escuchó y percibió, tanto antes
como después de haber hallado el cadáver.
- Bueno, primero escuché
abrirse la puerta de calle cerca de la media noche. Cosa rara para ser un lunes
por la noche. No salí a ver quién era, pero sé que subió rápidamente las
escaleras hasta el tercer piso. De eso estoy seguro.
- De modo que la persona
que ingresó tenía una llave o le abrieron desde adentro.
- Sí, debía tener la
llave, porque no escuché a nadie bajar, ni tampoco el portero eléctrico.
- ¿Qué pasó luego?
- Después de esto
dormité un rato, pero alrededor de la una y cuarto me despertó el murmullo de
algunos vecinos. Acá se oye todo bastante claro, por el hueco de la escalera,
¿vio? Rebota muchísimo el sonido.
- Sí, comprendo…
- Entonces salí, y al
lado de la escalera me encontré con el nuevo inquilino del 3º “E”, el señor
Alfonso. Y ahí nomás me dijo que escuchó ruidos de una pelea en el departamento
de Luisa Cazón. Con gritos, llantos y objetos estrellados contra la pared,
porque el cuarto de Alfonso comparte pared con el living del 3º “D”. Y ni bien
me dijo esto, subimos rápidamente y tocamos el timbre, aunque Alfonso me había
dicho que ya había tocado dos veces y nadie contestaba.
- ¿Entonces qué hizo?
- Bajé a buscar mi
teléfono y llamé al celular de Luisa: estaba apagado. Entonces agarré mi manojo
de llaves y entramos. La mayoría de los propietarios me dejan una copia para
emergencias. Y vaya que lo era. Por desgracia entramos tarde, el cuerpo estaba
ya sin vida.
- ¿Y cuanto tiempo pasó
hasta que llamó al 911?
- Casi nada, llamé de
inmediato. El reloj marcaba la una y media pasadas.
- De acuerdo… cuénteme
un poco acerca de la relación que usted tenía con Luisa. ¿Se llevaban bien?
- La verdad que sí. Era
una buena mujer. Siempre estaba tan alegre…
El hombre se contuvo y
comenzó a moquear. Luego de una pausa, siguió.
- Perdonemé si le hablé
mal de ella hoy al teléfono. Luisa era una gran chica, en serio. No tenía
problemas con nadie del edificio.
- ¿Y con alguien de
afuera?
- No lo sé, ciertamente.
Solo puedo decirle que siempre andaba con varios hombres. Nunca tuvo un novio
fijo… era una mujer con un físico privilegiado, ¿sabe? Y parecía ser muy activa
por las noches… usted me entiende, ¿no?
- Sí, Mancioni.
Repongasé hombre, apuesto a que Luisa lo estimaba mucho.
Luego de un largo e
incómodo silencio, le dije:
- Voy a necesitar hacer
una nueva inspección en el 3º “D”, extraoficialmente, ¿me comprende?
- No hay ningún
problema, enseguida traigo la llave.
Subimos al tercer piso y
lo primero que observé fue la puerta, la cerradura puntualmente. Y me di cuenta
de que no había sido forzada, como creí en un principio. Simplemente habían
rasqueteado la pintura entorno al picaporte, para despistar. Seguramente utilizando
algún elemento punzante, como una navaja o un destornillador.
Una vez adentro del
departamento, observé que la hipótesis del robo era cada vez menos firme.
Encontré tiradas en el piso muchas cosas de valor, como relojes y medallas (de
plata y oro); y luego, en la repisa, hallé un fajo de billetes, en el fondo de
un cajón.
O el ladrón había sido
muy despistado, o lo de la puerta y el saqueo fueron una farsa. Quizás una
forma de crear confusión y entorpecer, así, la investigación. De cualquier modo,
algo se le debería haber escapado. El perfecto criminal siempre será una utopía.
Con ese último
pensamiento latente, fui a revisar nuevamente la escena del crimen. Encendí la
perilla de la luz, e hizo un chispazo. La bomba se había quemado. Corrí las
cortinas, y encendí un cigarrillo. Aún estaba muy oscuro. Pero con la luz de mi
teléfono celular logré iluminarme un poco más.
El gran charco de sangre
todavía estaba allí, y dificultaba el tránsito en la habitación. Revisé otra
vez el placard y la cómoda, pero no encontré nada llamativo. Y cuando estaba a
punto de irme, mi cigarrillo cayó al suelo, muy próximo al charco ya casi
coagulado. Me agaché a recogerlo y un brillo dorado llamó mi atención. Agarré
el cigarro y cuando realicé el movimiento ascendente de mi torso, lo vi
nuevamente. El mismo destello, brillante, proveniente del gran charco.
Me acerqué aun más, lo
iluminé con un fósforo y brilló, ahora, notablemente. Me puse un guante de
látex, introduje mi pulgar e índice en la sangre, y lo saqué. Era un pequeño
colgante de oro, con forma de medio corazón y la cadena rota. Cuidadosamente,
lo guardé en una bolsa plástica, y salí del departamento.
Fui hasta la planta baja
acompañado por Mancioni, le agradecí la confianza, y antes de irme le pedí si
me podía informar a qué vecinos podría interrogar. A lo que me respondió:
- Hable con la del 5º
“A”, era bastante amiga de Luisa. La puede encontrar por la noche, o sino por
la mañana, antes de las doce del mediodía. O también podría intentar suerte
ahora con el señor Alfonso, creo que todavía está en su casa, o sino con alguna
de las señoras que viven en el 3º “A” y “B”.
Dicho esto, toqué el
timbre de Alfonso. Quien me abrió amablemente la puerta y me invitó a pasar.
Era un tipo de unos 45 años, no mucho más. Tenía un fino bigote negro,
recortado a la perfección, y fumaba en pipa un tabaco sumamente perfumado. Me
ofreció un té de buena gana, y nos pusimos a hablar con confianza.
- Que increíble lo que
pasó anoche inspector. Todavía no puedo creerlo. Yo que pensé que me había
mudado a un edificio tranquilo…
- Ya casi no quedan
sitios tranquilos en esta ciudad hombre. De a poco, Buenos Aires se está
convirtiendo en una gran metrópolis del crimen.
- Ya lo creo…
- Cuénteme qué fue lo
que oyó anoche, ¿estuvo usted en casa toda la noche?
- Llegué alrededor de
las doce y diez de la noche. Había salido a cenar con unos amigos, viejos
amigos de la infancia. Comimos y bebimos desde temprano en un bodegón en San
Telmo. Nos juntamos tipo ocho porque ellos tenían compromisos para hoy por la
mañana.
- ¿Y qué hizo cuando
llegó a aquí?
- Primero que nada abrí
la ducha, y encendí la radio acá en el comedor. Me bañé rápidamente, y luego me
metí en la pieza, me tumbé en la cama y puse el noticiero.
- ¿Y los ruidos? Me dijo
el portero que escuchó golpes en la pared…
- Sí, escuché dos golpes
fuertes primero. Pero no les di demasiada importancia. Luego oí vidrios rotos,
y un grito.
- ¿Solo eso?
- Sí, después bajé el
volumen del televisor. Pero ya no se escuchaba nada más. Solo un portazo. Y
diez minutos más tarde, escuché que alguien salía del departamento de la
señorita Cazón, y bajaba rápidamente las escaleras.
- Ajá… ¿entonces que
hizo?
- Primero fui a tocarle
el timbre, lo hice sonar dos veces. Luego fui a planta baja, y me encontré con
un vecino que estaba ingresando al edificio. Creo que era del séptimo piso.
Hablé con él, y me dijo que no había visto a nadie cuando entraba. Enseguida
apareció el portero, y entramos al departamento después de llamar, sin éxito,
al celular de Luisa…
- Sí, el resto del
relato ya me lo figuró el encargado.
Nos quedamos charlando
un poco más, hasta que me terminé la segunda taza de té. Era un hombre muy
simpático el señor Alfonso, me había resultado sumamente confiable. Lo despedí
amablemente y toqué el timbre del departamento contiguo, el 3º “A”.
Me atendió una
viejecita, que no debía tener menos de 75 años. Dijo llamarse María Rosa
Hernández. Me hizo pasar y hablamos un rato. Pero al parecer no estaba en su
sano juicio. Creo que sufría de alzhéimer, o algo por el estilo.
Solo pudo decirme que
siempre se acostaba cerca de las nueve de la noche, y que tomaba gran cantidad
de ansiolíticos y pastillas para dormir. Que no le permitían despertarse hasta
pasadas las once de la mañana del siguiente día.
De cualquier forma le
pregunté por Luisa. Y lo único que me dijo fue: “Ah sí, sí. Muy rica chica,
siempre sonriente. Mándele mis saludos”.
Cuando salí del
departamento de la anciana, me di cuenta de que ya era casi de noche, más de
las siete. Y todavía debía preparar los informes con las declaraciones que
había tomado. Así que, sin más preámbulos, bajé para despedirme del portero, y
me fui directo para la comisaría.
Ni bien puse un pie
adentro, el sargento Ordoñez me interceptó y entramos a mi despacho. Parecía
alterado, algo nervioso. Me preguntó todo lo referido al caso.
- Lamotte, desapareciste
todo el día. ¿Trajiste novedades?
- Sí, jefe. Estuve
hablando con el portero de Viamonte, y también con algunos vecinos del edificio.
- ¿Algo interesante?
¿Tenés algún sospechoso?
- Poco y nada, jefe. El
encargado me dijo que podría hablar con una vecina de la víctima, que era muy
amiga suya. Pero recién podré ubicarla mañana, antes del mediodía.
- Bueno, ¡metele pilas a
este caso eh! Mirá que ya me vinieron a ver del diario el Criminalista y de algunas radios... se va a armar
revuelo con este caso.
- Ya lo creo jefe. Ahora
le preparo los informes, tomé algunas declaraciones interesantes.
- Bueno, y escuchame:
mañana a la primera hora es el velorio. En casa de la madre, ahora en un rato
te paso la dirección. Tratá de ir temprano.
- Listo jefe, ningún
problema.
Terminé con el reporte
cerca de las nueve de la noche, y antes de irme a dormir me tomé un café doble
en el bar de la esquina. Estaba palmado de sueño.
Me fui en taxi para mi
casa, y me acosté sin cenar. Todavía no eran las diez de la noche, pero el
cuerpo me dijo: “hasta acá”. Rápidamente caí en un sueño muy profundo. Soñé con
el sargento Ordóñez, con Velasco y con Luisa.
Las imágenes eran
difusas, pero sabía que eran ellos. Jugaban un partido de póker, y ella llevaba
las de ganar. Yo daba vueltas alrededor de la mesa, mientras observaba las
cartas de cada uno de ellos. La señorita Cazón no dejaba de mirarme, y me
guiñaba el ojo cada tanto. Me hacía muecas sensuales, como si intentara
seducirme. Entonces tuve una extraña percepción: sentí que ella podía observar
reflejadas en mis ojos, las cartas de sus contrincantes. Y de esta manera
sacaba provecho con sus apuestas.
El sargento parecía
enfurecerse cada vez más, conforme avanzaba la partida. Y ya se le iban
acabando las fichas. Aparentemente, él y Velasco, no podían verme. Solamente
ella se percataba de mi presencia.
De pronto Ordóñez golpeó
la mesa, intentó levantarla y, al no poder lidiar con tanto peso, la dejó caer
de costado. Luisa estalló en una gran carcajada. Y yo me desperté empapado en
sudor.
Eran las dos de la
mañana, y el extraño sueño me dejó desvelado por un rato. Fui a la cocina,
encendí la radio y abrí una cerveza. Las imágenes del asesino comenzaron a dar
vueltas en mi mente. Y también, las formas en que pudo haberla matado.
Conjeturé un centenar de
posibilidades, una más descabellada que la otra. Incluso llegué a visualizar la
expresión de cólera, que pudo haber tenido el homicida, al momento de cometer
el crimen.
Había tenido un día por
demás agitado, y necesitaba seguir descansando. Terminé la cerveza y regresé a
la cama. Enseguida me dormí, y no volví a soñar.
Miércoles
El despertador sonó a
las seis en punto y amanecí renovado. Me bañé, me afeité y me dispuse para ir
al velorio en cuestión. Guardé las fotos en un nuevo sobre y lo puse, junto con
el colgante de medio corazón, en el bolsillo interno de mi impermeable.
Caminé las quince
cuadras que me distanciaban del lugar indicado, en la avenida Belgrano 2734,
llegué un rato antes de las ocho y media. Era un caserón antiguo, toqué el
timbre y me abrió el ama de llaves, quien, sin preguntarme siquiera quién era,
me hizo pasar.
Habría unas veinte
personas en el velorio, la mayoría de ellos eran personas de entre sesenta y
setenta años. Una inmensa tristeza inundaba la atmósfera del lugar.
Identifiqué rápidamente
a la madre de la víctima, por su parecido físico. Su desolación era enorme, y
en sus ojeras podían verse las lágrimas brotadas desde el dolor que suele
acarrear una pérdida semejante. La mujer estaba algo aislada de la gente pero,
de tanto en tanto, recibía el saludo de los que iban llegando al lugar.
Al resto de los presentes
se los oía comentar, una y otra vez, lo alegre y enérgica que era la joven
Luisa Cazón. Intenté mantenerme alejado del gentío algunos minutos y, luego de
armarme de coraje, me acerqué al féretro. La estaban velando a cajón abierto,
cosa que, aun siendo policía, me causaba muchísima impresión.
Pero cuando miré su
rostro, me sorprendí bastante. Tal vez era por el maquillaje, pero no se
parecía mucho al cadáver hallado en el departamento de la calle Viamonte. Tenía
el rostro apaciguado, una mueca de bienestar quizás... Y fue entonces cuando lo
vi: el colgante que tenía guardado en el bolsillo de mi saco, colgaba también
del cuello, ya sin vida, de la señorita Cazón. ¿Acaso tenía un pacto de amor
con su asesino? Todas las pistas parecían indicarlo... y eso era algo que
solamente yo sabía.
Una joven, y sumamente
bella, mujer apareció a mi izquierda. Contemplamos juntos el cajón.
- Todavía luce muy
hermosa, ¿no es cierto?
- Ya lo creo que sí.
-repuse.
- ¿Era usted amigo de
Luisa?
- No de Luisa, soy solo
un conocido de la familia, ¿y usted?
- Yo fui su mejor amiga.
Olga Cosentini es mi nombre, mucho gusto.
- Eduardo Carranza, el
gusto es mío. -fue lo primero que se me ocurrió decir.
Nos quedamos charlando
un buen rato. Era una mujer sumamente agradable y refinada. Me contó de la gran
amistad que tuvieron, desde hacía más de diecisiete años, cuando todavía eran
adolescentes. Me dijo también que habían sido muy unidas todo el tiempo, pero
que últimamente no tanto. Porque Luisa estaba rara, distinta. Tal vez por sus
inconsistentes amoríos, que la tenían un poco loca. Feliz, pero loca al fin.
Me estaba resultando muy
interesante la conversación con Olga, y no quería irme. Pero debía pasar por la
comisaría, para revisar los informes forenses, y proseguir con la investigación
en el edificio de la calle Viamonte. Le pedí su número telefónico antes de
marcharme, y le prometí retomar la charla en otra ocasión.
Todavía no eran las
nueve y media cuando entré a mi despacho y encontré los resultados de la
autopsia sobre mi escritorio: había muerto a la una de la madrugada, como ya
suponíamos, y las puñaladas habían sido hechas con uno de esos grandes
cuchillos de cocina con serrucho, de aproximadamente veintidós centímetros.
Éste último dato hizo
ruido en mi cabeza, y me dirigí para el edificio de la calle Viamonte. Lo llamé
a Gutiérrez y salimos en el móvil 314, sin perder tiempo.
Mancioni estaba en la
puerta de calle, como si hubiera sabido que querría verlo. Le pedí que me
dejara subir nuevamente al 3º “D”.
Entramos sin
dificultades y fui directo para la cocina. Era un desorden total. Casi no había
vajilla guardada, estaba todo sobre el piso, hecho pedazos. Recogí del suelo un
gran cuchillo tipo hacha, y luego otro muy largo con la punta redondeada.
En el living había otro
pequeño y puntiagudo. Y por último, hallé uno grande para cortar carnes,
enterrado en un melón, sobre la mesada de la cocina. Giré sobre mi propio eje y
se confirmó mi sospecha.
Al lado del microondas,
había un bloque de nogal macizo, pulido y barnizado. Que contenía cinco ranuras
de diferentes tamaños. Los cuatro cuchillos encontrados eran todos de la misma
línea, y encajaban en las ranuras perfectamente.
La ranura vacía me dijo
que el asesino no había ido con intenciones de matar a Luisa. Lo decidió en el
momento, tal vez preso de la ira, provocada por el desamor y los celos. Por el
engaño y la frustración. O tal vez, por la envidia y la desdicha.
El nuevo dato no era,
para nada, menor, pero el misterio se propagaba, y el caso necesitaba un
sospechoso. Y pensé que, de momento, podría haber sido cualquiera.
Salí del departamento y
el señor Mancioni me recordó que la señorita Angélica, del 5º “A”, estaría en
casa hasta las doce. Así que podría tocarle timbre sin inconvenientes. Y para
hacer tiempo, acepté la invitación de tomar un café en casa del portero.
Me senté en el comedor y
me sirvió un cortado, el hombre estaba bastante triste.
- Me tiene a mal traer
lo del asesinato. Era una mina bárbara ¿sabe?, un buen humor constante,
inteligente y perspicaz.
- Dígame Mancioni, entre
nos, ¿quién cree que pudo cometer esta aberración, presumiendo que se podría
estar tratando de un crimen pasional?
- Esa pregunta sí que es
difícil. Como ya le dije, Luisa salía con varios tipos a la vez. ¡Siempre los
mismos eh! Pero serían, por lo menos, siete u ocho, sus amantes fijos. Algunos
se quedaban a dormir, otros se iban de madrugada.
- ¿Se acuerda de alguno
en particular?
- Había uno medio
petisón, peladito. Recuerdo que varias veces lo escuché hablarle con muy mal
tono. Por lo poco que se puede escuchar desde la planta baja, ¿vio? No la
insultaba, pero sus comentarios eran agresivos; también había un flaco,
pelirrojo, se llama Gerardo, si mi memoria no me falla. Ese venía bastante
seguido, y ella lo tenía loco con los celos. Luisa se quejaba constantemente de
las escenas que este tipo le hacía cada vez que volvían de una cita. Recuerdo
muy bien las palabras que le dijo un día: “... los hombres tienen ojos para
mirar culos y nada más que para eso. ¿Qué culpa tengo yo si me andan mirando?”.
Al hombre se le dibujó
una sonrisa en el rostro.
- Si supiera usted
Lamotte… ¡la figura que tenía esta mujer!, era de película. Y que sabias que
eran, a veces, sus palabras.
Mientras bebía el final
de mi café, Mancioni siguió contándome anécdotas de la señorita Cazón, de sus
romances y de lo mucho que le gustaba salir. Casi nunca estaba en casa, hacía
programas con sus amigos o sus pretendientes todos los días. No tenía problemas
económicos, y tampoco necesitaba trabajar. Era propietaria del 3º “D” desde
hacía ya tres años, y mantenía un nivel de vida bastante alto, a juzgar por el
portero.
Miré el reloj de pared,
y ya faltaban quince minutos para las doce. Le avisé a Mancioni que subiría al
quinto piso, pero que volvería a verlo antes de irme a la comisaría. Y me dijo
que podría pasar cuando guste. Finalmente, había resultado ser un tipo de lo
más dado, el portero de la calle Viamonte.
Sin perder tiempo, subí
a tocar el timbre de Angélica Santos. Me abrió la puerta luego de un lapso de
siete minutos. Por su atuendo me di cuenta que acababa de darse un baño. Tenía
puesta una robe de chambre rosa, la cara lavada, y el pelo
todavía húmedo. Era una mujer alta, y con unas bonitas piernas. Sus ojos
almendrados me observaron de arriba abajo, tenía una mirada extremadamente
sensual. La saludé cordialmente, le dije quién era y me hizo pasar. Preparó café
y comencé a preguntarle por Luisa.
- ¿Qué relación tenían?
- Amigas, y de las
buenas. Todavía no caigo, estoy muy shockeada.
- La comprendo...
cuentemé cómo se conocieron, por favor.
- Hace dos años, cuando
me mudé para acá. Las dos teníamos la costumbre de pintarnos los labios en el
ascensor. Y así fue, que una mañana, intercambiamos labiales mientras
bajábamos. Como por arte de la casualidad, ella tenía uno del mismo color rosa
de mis aros, y yo tenía un rouge que combinaba perfecto con su vestido bordó.
Una lágrima recorrió su
mejilla. En mi bolsillo tenía pañuelos descartables. Le di uno y continuó.
- Éramos grandes
confidentes, ¿sabe? Creo que nos parecíamos en muchísimos aspectos:
independientes y seguras de nosotras mismas. Solteras y felices de serlo.
Espontáneas y ocurrentes. Teníamos todo lo que queríamos en tiempo y forma.
Amábamos ser el centro de atención donde quiera que fuéramos. Y por eso, casi
nunca íbamos juntas al mismo lugar...
- Déjeme preguntarle
algo un poco más concreto. Alguno de los hombres con los que Luisa salía, ¿era
violento? ¿o extremadamente celoso?
- Sí, la mayoría eran
celosos. Pero dos en particular.
- ¿Recuerda cómo se
llaman?
- Solo recuerdo sus
primeros nombres: Edgardo y Marcelo. Ella me contó que los dos eran demasiado
posesivos, y que la golpearon en varias oportunidades.
- ¿Usted podría
averiguarme más datos sobre alguno de ellos? ¿Domicilio, teléfono?
- Sinceramente, lo dudo.
Solamente sé que ambos han tenido la llave del departamento, y venían a verla
todas las semanas. Pero hace cosa de dos meses ella había dejado de verlos.
Motivada por los malos tratos, estoy segura.
Esta información sí que
resultaba interesante para la investigación. Y antes de irme, Angélica me hizo
una recomendación:
- Quizás usted pueda
hablar con una gran amiga de Luisa, Olga. Ella la conoció desde la infancia me
parece. Estoy segura de que tengo su teléfono por algún lado, si me da un
minuto...
- No se moleste, ya sé
quién es. Intentaré comunicarme con ella.
Angélica me despidió
afectuosamente, estaba muy conmocionada y debía irse al trabajo. Y yo debía
hacer lo mismo. Dejé pasar la segunda visita a Mancioni, y fui derecho para la
comisaría, con dos sospechosos bajo el brazo: Edgardo y Marcelo. Pero sus
nombres de pila no me servirían de mucho, necesitaríamos más información para
dar con sus paraderos.
Llegué pronto a mi
oficina, cuando todavía no eran las catorce horas y, primero que nada,
necesitaba comer algo, para luego pensar y digerir los nuevos
conocimientos sobre la vida privada de Luisa Cazón.
Me pedí una milanesa a
caballo y, luego de tragármela cual perro muerto de hambre, me puse en acción:
decidí llevarle el colgante de medio corazón al negro Menéndez para que le
busque huellas, con la misma discreción que antes. Y cuando me crucé con él, me
dijo que mañana a primera hora tendría los resultados del sobre color madera.
Lo siguiente que hice
fue llamar a Olga Cosentini: le pedí disculpas al confesarle mi verdadera
identidad, y le dije que necesitaba saber un poco más sobre Luisa.
Al principio se sintió
muy ofendida y me costó trabajo convencerla. Y entonces le dije que, en el
velorio, mis intenciones no habían sido malas, que solamente quería conocer
algunas características de la víctima, sin la formalidad del interrogatorio.
Le supliqué que me diera
una nueva entrevista, ya que teníamos los nombres de dos sospechosos, y
necesitábamos saber si ella podría aportar algún dato para encontrarlos. Quise
que se sienta cómoda, y la cité en mi casa a las dieciséis horas. Ella terminó
accediendo entre llantos, sentía un profundo dolor por la muerte de su amiga. Y
me dijo que me ayudaría, pero que no sabía demasiado.
Colgué el teléfono y fui
para mi departamento, en la calle Paraguay al dos mil quinientos. Aproveché
para ordenar un poco mi escritorio y el living. Olga llegó diez minutos más
tarde de la hora señalada. Traía anteojos negros. Seguramente habría estado
llorando un buen rato, después de nuestra charla telefónica. De todas maneras,
se los quitó y me pidió un vaso de agua. La hice sentarse en mi escritorio, y
comencé preguntándole algo bastante puntual.
- Por favor, dígame todo
lo que sepa sobre las relaciones amorosas que tenía Luisa.
- La verdad que ella no
me contaba mucho sobre sus novios, pero que tenía varios era seguro, y que la
golpeaban también.
- ¿Cómo lo sabe?
- Por las marcas en su
cuerpo, las tenía constantemente.
- Una vecina me contó
que había dos hombres que eran muy agresivos con ella: Marcelo y Edgardo. ¿Oyó
hablar de alguno de ellos?
- De Edgardo sí. Pero
siempre me dijo que era un gran amigo y nada más. Luisa suspendía los mejores
planes cuando él la llamaba para verla. Jamás lo conocí, pero me acuerdo que se
apellidaba Costas. Lo recuerdo bien, siempre fui buena con los nombres.
¡Lotería! Teníamos un
apellido, Edgardo Costas era oficialmente nuestro primer sospechoso. Golpeador
y amo de llaves.
Seguí conversando con
Olga un buen rato. Parecía conocer muy bien a su amiga. Recordaba todo con lujo
de detalles. Antes de despedirla, le pregunté cómo se habían conocido.
- Fue un día de abril,
del año 1989. Estábamos en la escuela secundaria. Ella iba un año atrás mío...
Resulta embarazoso contarlo, pero nos conocimos en el baño. Ella estaba
encerrada en uno de los cubículos, y pidió a gritos que alguien le preste una
toallita femenina. Quedaban diez minutos de recreo, y yo me lavaba la cara
cuando Luisa realizó el pedido. Enseguida le dije que me espere dos minutos, y
me fui a buscar la mochila que tenía en el aula. Volví y nos quedamos charlando
como si nos conociéramos de toda la vida, entramos tarde a clase. Aquel día nos
sorprendimos de todo lo que teníamos en común. Desde los gustos de helado,
hasta una ridícula manía por la limpieza.
En ese preciso instante,
Olga rompió en llanto. Sollozó y se lamentó, una y otra vez, por la muerte de
Luisa, su gran amiga.
- Disculpemé inspector,
es muy triste esto para mi. Todavía no soy conciente de lo que perdí... ¡Que
horror!, jamás tuve una amistad tan importante en toda mi vida. Éramos
inseparables.
- Calmesé Olga, por
favor.
El llanto era cada vez
mayor. Estaba perdiendo el habla, y no paraban de caer lágrimas por todo su
rostro. Tuvieron que pasar cinco minutos, hasta que comenzó a tranquilizarse.
La pobre mujer estaba despedazada.
Finalmente, cuando paró
de llorar, hubo un silencio, y le ofrecí un té de tilo. Un exquisito té inglés,
que yo siempre tomaba cuando estaba nervioso. Lo aceptó de buena gana, y me fui
para la cocina. Encendí la hornalla y puse el agua.
Automáticamente me
prendí un cigarrillo. Sentí mucha pena por Olga, estaba realmente desconsolada.
Pocas veces había presenciado semejante estado de melancolía.
Aun me quedaba medio
cigarrillo, cuando silbó la pava. Me dispuse a echar el agua en la taza, cuando
escuché el ruido de una bisagra abriéndose. Caminé con la bandeja hacía el
escritorio, y cuando traspasé la puerta lo vi: el cuchillo de cocina que acabó
con la vida de Luisa Cazón, reluciente, sobre mis papeles de trabajo, en mi
escritorio.
La ventana de la
habitación estaba abierta, y Olga yacía estampada contra la vereda de la calle
Paraguay. Un río de sangre recorría las baldosas y desembocaba en la
alcantarilla. La asesina de Luisa Cazón acababa de suicidarse, luego de
confesar, silenciosamente, su crimen.
Lo último que salió de
mi mente, en ese momento, fue que, mientras se resolvía el misterio de la calle
Viamonte, se abría un nuevo y pavoroso caso: la muerte de Olga Consentini. En
el cual yo, era el principal sospechoso, o mejor dicho: el único.
Segunda Parte: El
inspector cautivo
Me quedé paralizado por
unos veinte minutos, y sólo pude reaccionar cuando sonó mi teléfono celular.
Era el sargento Ordóñez.
- ¿En dónde estás
Lamotte?
- En mi casa jefe...
- ¿Estás al tanto de lo que
acaba de ocurrir en la fachada de tu edificio?
- Sí, jefe... Olga
Cosentini se suicidó desde el balcón de mi escritorio.
- ¿Fue en tu casa? Pero,
¿quién era? ¿Y por qué se suicidó?
- Estoy seguro de que es
la asesina de Luisa Cazón. Y a su vez, también fue su mejor amiga. La llamé
para interrogarla, luego de haberla conocido en el velorio esta mañana, donde
omití decirle que era policía. Y, para que se sienta en confianza, la cité acá
en mi casa. Obré mal jefe, ya lo sé. Pero jamás creí que querría quitarse la
vida, y ni siquiera sospechaba que ella había matado a Luisa. Solo pretendía
hacerle algunas preguntas.
- Lamotte... ¿te das
cuenta del quilombo en el que estás metido? Voy a tener que encarcelarte, no
tengo opción.
- Pero tengo que
proseguir con la investigación jefe, para obtener las pruebas que ratifican
todo esto que le digo.
- Me estás atando de
manos Gregorio. Tengo que encerrarte si o si. Una mujer acaba de morir en tu
casa... Lo único que puedo hacer por vos es mantenerte en nuestro calabozo,
para que no te falte nada.
- Está bien Ordóñez, te
lo agradezco. Solo voy a necesitar hablar con Menéndez, para que me ayude con
el caso. Mandame un patrullero y voy para allá.
- Ya hay dos abajo,
venite en el que llevó Gutiérrez.
Colgué el teléfono y enseguida
guardé, en un sobre de plástico, el cuchillo y las cuatro fotos. Lo puse en un
bolso de mano gris, junto con mi placa, mi pistola reglamentaria y una muda de
ropa.
Sin saber si me estaba
olvidando de algo importante, bajé por el ascensor, y cuando crucé la puerta de
calle, a las 18:45, el cabo Gutiérrez vino a mi encuentro. Luego de saludarlo,
le conté todo: lo que pasó con Olga y con Luisa, y lo que acababa de hablar con
Ordóñez.
Viajamos silenciosamente
en el móvil 321. El flaco había enmudecido. Tanto la historia de amor trágico
entre Luisa y Olga, como el terrible final acontecido en mi casa, lo habían
dejado sin habla.
Gutiérrez siempre había
sido un tipo de cortas palabras, pero esta vez parecía ausente, con la cabeza
en otro lado. Sin embargo, cuando llegamos al garage de la comisaría, antes de bajar del
auto, me dijo:
- Contá conmigo para lo
que sea Gregorio. Yo te voy a ayudar a esclarecer todo esto.
Me sentí aliviado al oír
sus palabras, se lo agradecí y le pedí que le cuente todo al negro Menéndez, y
que también le pida que me venga a ver al calabozo lo antes posible.
Bajé del auto y entré a
la comisaría por la puerta grande y con la frente en alto. Ordóñez me recibió
con sincero afecto, y me dijo que tenía fe en que todo se aclararía en pocos
días. Le entregué las fotos y el arma homicida, y enseguida me encaminé para la
celda.
Recibí el saludo de
varios compañeros allí presentes y, luego de dejarle mi placa y todas mis
pertenencias al guardia de turno, me metí en el calabozo sin recibir
indicaciones. Me acosté en el catre y cerré los ojos. No tenía sueño, pero
necesitaba ensimismarme y relajar, un poco, mis pensamientos.
A pesar del estado de shock que había sufrido en mi casa, luego de
recostarme me sentí más tranquilo. Seguro de mi mismo. Logré descansar mi mente
y, al cabo de una hora, Ordóñez se acercó a verme. Me trajo comida y me dijo
que el oficial Ramírez me tomaría declaración, una vez que haya terminado de
cenar. Y antes de que se fuera, le pedí que me consiga papel y lápiz, y también
algún diario que anduviera dando vueltas por ahí.
El sargento me había
dejado para cenar un bifecito con puré mixto, y lo comí muy lentamente mientras
pensaba en la muerte de Olga. Imaginé que debió haber sido muy apasionado el
amor que existía entre ella y Luisa. Tan intenso que solamente podía terminar
en tragedia.
Al cabo de media hora,
el guardia de turno pasó a retirarme el plato, y me entregó el diario del día,
un cuaderno y una birome, tal y cómo lo había solicitado.
Enseguida me puse a
hojear el diario, y pude ver dos avisos fúnebres dedicados a la memoria de
Luisa. Uno de su madre, y otro de su familia paterna. Justo en ese momento se
presentó el oficial Ramírez, de la policía científica, en mi celda. Recuerdo
haberlo visto en el cuarto de Luisa, en la primera visita que realizamos.
Traía consigo todas las pruebas
que teníamos hasta el momento y, luego de saludarnos amablemente, comencé a
narrarle todo lo sucedido. Fui sincero en todo, menos en algo: le dije que las
fotos las encontré la segunda vez que estuve en la escena del crimen, y no en
la primera visita, como ocurrió realmente.
Ramírez grabó mis
declaraciones mientras tomaba notas en un cuaderno que también había traído.
Hablamos más de una hora por reloj, y cuando terminamos se despidió
respetuosamente y me deseó buena suerte. Veinte minutos más tarde, llegó el
negro Menéndez hasta la puerta del calabozo.
- ¡Gregorio! ¿Cómo estás?
- Bien Negro, gracias
por venir. Necesito tu ayuda.
- Acá estoy, para lo que
necesites. Perdoname que no pude venir antes. Estuve con mucho trabajo esta
tarde. Pero te tengo una buena: en menos de dos horas voy a tener el resultado
del sobre color madera.
- ¡Perfecto! En ese
sobre estaban las fotos que encontré en la escena del crimen.
- Lo supuse cuando me
las mostró Ordóñez, también estoy analizando el cuchillo.
- ¿El colgante lo viste?
- Sí, pero no tiene
huellas claras. Es muy pequeño. Pero en la parte trasera se puede ver un
pequeño índice. Por el tamaño se podría asegurar que es un dedo de mujer.
- El otro colgante lo
tiene Luisa, dentro del cajón. Vamos a necesitar la autorización judicial para
abrirlo.
- Listo, yo ahora lo
hablo con Ordóñez y le damos marcha.
Lo despedí al negro para
que retome sus labores, y me dijo que volvería en un rato, antes de irse para
su casa.
El colgante de Olga, en
verdad no era prueba fehaciente de nada en particular. Podría ser una simple
muestra de la amistad que tenían. Por eso necesitábamos hallar sus huellas en
el sobre y en el arma homicida.
El panorama, todavía, no
estaba del todo claro. Pero mi cabeza estaba tranquila. Sabía que necesitaba
armarme de paciencia, y lo hice. Dejé a un lado las dudas y me senté con
piernas cruzadas a meditar. En pocos minutos logré poner mi mente en blanco, y
abandoné la noción del tiempo.
Ya era media noche,
cuando volví de aquel estado de conciencia. Lo noté por el escaso movimiento
que se percibía en la comisaría. Me senté normalmente y me puse a leer la
sección deportiva del diario. Al cabo de unos minutos, volvió Menéndez.
- Ya están los
resultados. Solamente encontré huellas de una persona, además de las tuyas. El
nombre es Fernando Alsina.
- ¿Es el fotógrafo?
- Sí, es un tipo de 33
años. Ya tocó el pianito dos veces. La primera vez, tuvo la mala idea de
fotografiar al comisario de la 24, entrando a un albergue transitorio, fue famoso
por eso, pero se tuvo que comer un par de días adentro, y el tema no pasó a
mayores. La segunda vez, cayó preso por invadir propiedad privada, se coló en
la fiesta de un poderoso empresario. Era algo bastante privado, y el tipo se
metió en problemas esa noche. También quedó demorado, y con una causa abierta.
- ¿Tenemos la dirección
de este buen hombre? ¿O el teléfono?
- La dirección sí, el
teléfono aún no. Acá te traje una carpetita con toda la información que
encontré.
- Gracias, negro. Al fin
algo entretenido para leer. Andate a dormir che, mirá la hora que es.
- Dale, mañana vengo
temprano. Habría que ir a visitar al intrépido fotógrafo.
- Por supuesto, te voy a
dar instrucciones al respecto. Gracias.
Cuando salió, me puse a
leer detenidamente el expediente de Fernando Alsina. Pero no hubo nada que
pudiera llamarme la atención. Inclusive, parecía un tipo simpático en la foto
que estaba archivada.
Abandoné la lectura e
hice un poco de ejercicio. Cien lagartijas en series de veinte, y doscientas
abdominales en cuatro tandas. Terminé bastante exhausto, me tumbé en el catre y
dormí profundamente.
Otra vez soñé con Luisa,
y también con Ordóñez. Estaban haciendo el amor, en una gran cama redonda con
sábanas coloradas. El movimiento de ambos llegaba a mis ojos en cámara lenta, y
sin ningún tipo de sonido. Había un silencio espectral.
Yo giraba entorno a la
cama, y Ordóñez no se percataba de mi presencia. En cambio Luisa no dejaba de
mirarme. Me sonreía, al mismo tiempo que hacía el amor con el sargento, y sus
labios parecían decirme “te amo”, pero sin que ningún ruido saliera de ellos.
El cuarto no tenía
puertas, ni ventanas. Solamente había un pequeño televisor, de frente a la
cama. Me acerqué. Y en el preciso instante en que lo encendí, el sonido de
Ordóñez y Luisa se activó en máximo volumen, y la velocidad de sus movimientos
se normalizó.
En la pantalla del
televisor, apareció la madre de Luisa, con micrófono y auriculares, hablando
ante un periodista. Pero no se podía escuchar nada de lo que estaba diciendo.
El ruido proveniente de la cama era ensordecedor. Los gemidos de ambos eran
insoportables. Hasta que en un momento, Luisa gritó tan fuerte y agudo que
sentí una puntada en mi oído derecho.
Apagué la tele y, por
suerte, volvió el silencio. La pareja continuaba en pleno acto, cuando de
repente salió una pequeña ardilla, por debajo de la cama. El roedor vino
corriendo hacia mí, y de un brinco, se trepó a mi pantalón. Escaló hasta mi
hombro derecho, y en perfecto castellano, me susurró al oído:
“Las madres lo saben
todo sobre sus hijas”
Dicho esto, volvió a
meterse bajo la cama, y a mí me despertó el frío. Extendí mi brazo derecho,
recogí del suelo el cuaderno y anoté: “interrogar a la madre”. Y en otra hoja,
le escribí una nota al negro Menéndez:
“Necesito que vayas a
ver al fotógrafo. Llevá las fotos, y averiguá todo lo que puedas, pero no seas
demasiado intimidante. Asegurale que no va a tener ningún problema si coopera
con vos. Gracias... Gregorio.”
Doblé la hoja al medio,
me volví a tapar, y dormí plácidamente las siguientes dos horas y media.
Jueves
Alrededor de las 9 de la
mañana, Gutiérrez estaba del otro lado de los barrotes.
- ¡Gregorio!
- ¿Cómo estás flaco?
- Bien, ¿y vos?
¿Dormiste cómodo?
- Sí, por suerte si...
Necesito pedirte algo.
- Sí, decime.
- Primero que nada, dale
esta nota al negro, en mano. Y después tengo una misión para vos: tenés que ir
a ver a la madre de Luisa Cazón, queda en Belgrano al dos mil setecientos.
Contale todo lo ocurrido con Olga, y preguntale si estaba al tanto, o
sospechaba de la relación que Olga tenía con su hija. Pero mirá que tenés que
ser muy cuidadoso con la forma en que le hablás de todo esto.
- Sí, Gregorio, quedate
tranquilo.
- Ponete tu mejor
perfume, ¡y sacate esa gorra por favor! Informale a Ordóñez lo que hagas.
- No hay problema, el
sargento me puso a mí a cargo del caso.
- ¿En serio?
- Así es. Me pongo en
marcha, tengo que hacer mil cosas. Después de hablar con la madre, vengo para
acá directamente.
Había depositado mi
destino más inmediato en sus manos. A pesar de ser bastante novato, el flaco,
era una persona que me transmitía una confianza, y una seguridad, que
prácticamente nadie me hizo sentir después de mi padre. Tenía un corazón noble
y servicial, algo poco común para un policía. Y desde el momento en que lo
conocí, me sorprendió su amplio criterio y su gran capacidad para diferenciar
lo justo de lo injusto.
Luego de que se fuera,
me quedé expectante un rato, y solo me tranquilicé cuando el oficial Velasco me
trajo el desayuno: un café con leche, y pan con queso.
- ¿Cómo se siente jefe?
- Estoy bien Miguel,
tranquilo. Se me pasan lentas las horas, pero lo vengo llevando bien.
- ¿Quiere que le consiga
algún libro entretenido?
- Sí, por favor, o sino
algún diario.
- Listo jefe, ahora le
rescato algo, ¡no se me vaya a ningún lado eh!
Me hizo reír antes de
irse. Luego me senté en el catre y desayuné plácidamente. Veinte minutos más
tarde me volví a dormir un rato más. Y tuve algunos sueños difusos, que no pude
recordar.
Cerca del mediodía me
desperté y encontré dos libros y el diario del día en la puerta de la celda. El
libro más grueso se titulaba “La sonda transportadora”, era una novela de
ciencia ficción, de un escritor inglés que me era desconocido.
Comencé a leerlo pero al
cabo de cien páginas me terminó por aburrir. En cambio, el diario sí, me atrapó
un poco más.
Mientras terminaba la
sección deportiva, almorcé un plato de polenta. Y luego me fumé un par de
cigarrillos que me consiguió el guardia.
El tiempo, por suerte,
pasó un poco más rápido con tanta lectura. Casi sin darme cuenta, se hicieron
las cinco y media de la tarde, momento en que apareció el negro en el calabozo,
con un sobre en la mano.
Venía de verlo al
fotógrafo. Y lo primero que me dijo fue que el tipo se acordaba muy bien de las
fotos de Luisa, justamente porque ese trabajo se lo habían solicitado de una
forma bastante particular.
El encargo había sido en
forma anónima, le habían dejado un sobre bajo la puerta, junto con una carta
escrita detrás de dos fotografías. El negro me dio el sobre, y enseguida pude
identificarla a Luisa en ambas fotos, una de cuerpo entero y otra del perfil de
su rostro. La nota decía:
“Estimado Profesional:
Tengo un gran trabajo para Ud., que es muy importante para mí. La mujer que ve
en las fotos es mi amada, y lo que yo necesito es que la siga, para
fotografiarla in fraganti con alguno de sus amantes, con los
cuales yo sé que me engaña. Su dirección es Viamonte 1580, Barrio Norte. Entra
y sale a toda hora, no creo que tenga dificultades para realizar el trabajo.
Por favor, sea lo más discreto posible, ella no debe darse cuenta de nada.
Cuando tenga las imágenes, métalas en un pequeño sobre marrón y, dentro de otro
sobre más grande, envíelas a la
Casilla de Correos 735 de la empresa OCA, Sucursal
Avellaneda. Me han informado sus honorarios, y creo que el dinero que le
adjunto a las fotos será más que suficiente.”
Según lo que dijo el
fotógrafo, el pago triplicaba los aranceles que normalmente cobraba. Y a pesar
de no recordar la fecha exacta, estaba seguro de que había sido durante el mes
de enero, cuatro meses atrás.
Le pedí al negro que
llame, urgentemente, a la empresa de correos, para averiguar quién había
retirado el sobre con las fotos. Y sin perder tiempo, se fue para su oficina a
realizar el llamado, llevándose consigo la evidencia, para encarpetarla con el
resto de las pruebas.
Yo me quedé muy
pensativo en la celda. Olga había sido por demás precavida con todo este asunto
de las fotografías. Seguramente temía que Luisa lo descubra todo. O tal vez, la
avergonzaba su condición sexual ante el profesional. Pero también cabría la
posibilidad de que ella ya hubiera planeando su crimen, con anterioridad, y por
eso no quiso dejar rastros de sus movimientos.
Por H o por B, Olga no
se dejó conocer por su contratado. Y a esta altura, posiblemente nunca sabremos
el motivo real. Pero de alguna forma, las cosas se complicaban para mi. Al cabo
de veinte minutos volvió Menéndez a la puerta del calabozo.
- Necesitamos orden
judicial para ver los registros de las casillas de correos privadas. Calculo
que para mañana o pasado la puedo conseguir. Dejalo en mis manos.
- OK, gracias negro.
Luego de un rato, me
recosté y me puse a leer la sección económica del diario. Pero al cabo de media
hora, mi vista se cansó, perdí concentración, y me dormí.
Cerca de las nueve y
media de la noche, me despertó el flaco Gutiérrez. Recién volvía de ver a la
madre de Luisa.
Me contó que la señora
lo atendió recién a las siete de la tarde, y le dio su testimonio, reconociendo
la relación amorosa entre Luisa y Olga. Y le confesó también, que su hija se
fue a vivir sola tres años atrás, porque necesitaba alejarse de su relación con
Olga, y empezar una nueva vida, en su departamento de soltera.
Ante semejante
revelación, no pude ocultar mi alegría.
- ¡Flaco querido! Todo
cierra perfectamente ahora. Este testimonio puede ser la prueba más contundente
que tenemos hasta el momento.
- Sí, pero eso no es
todo. También me dio esta carta, que Luisa guardaba en su antiguo cuarto, en
casa de su madre.
“8/2/2003. Luisa, mi
amor: Te escribo para que sepas que estos malos tiempos que nos toca vivir,
mañana serán historia y nos reiremos de nuestras peleas. Vamos a seguir juntas,
y más unidas que nunca. Juntas contra todos. Esta vez no quiero esconderme de
nadie. Reconozco que tenemos diferentes intereses en nuestras vidas personales.
Pero aun así, podemos seguir amándonos y adaptarnos a cualquier cambio. Ya casi
se cumplen 14 años de habernos conocido. Y te dije ya mil veces, que ese día,
fue como una bisagra en mi vida. El antes y el después. Mi razón de ser, mi
mundo. Todo comenzó allí. Te amo tanto, amor mío. Ya estoy llorando otra vez.
Si no te tuviera a mi lado, no podría estar aquí. Mi vida era un infierno,
hasta que apareciste vos. Y cuando ya no estés conmigo, volverá a serlo. Te
amo. Olga”
Sin dudas, era la misma
letra que en la nota del fotógrafo. Estaba completamente seguro. Le pedí al
flaco que le llevara la carta a Ordóñez lo antes posible. Y no pasaron ni diez minutos, cuando
apareció el sargento del otro lado de los barrotes.
- ¡Gregorio! Que alegría
me diste. Jamás dudé de tu inocencia. Me sorprendiste otra vez.
- ¿Es la misma letra no
jefe?
- Sí que lo es. Ya mismo
lo voy a llamar a Bolaños, del departamento de grafología. Y mañana le llevo
todo a primera hora. Velasco me prometió estar mañana a las siete y media en
tribunales, para presentar los testimonios del fotógrafo, y de la señora de
Cazón.
- Perfecto. También
deberíamos pedir autorización judicial para obtener los registros bancarios de
Olga, dónde figura su firma, y sus datos personales de puño y letra.
- Excelente idea, mañana
mismo los pedimos. Sos uno de mis mejores hombres Lamotte, y prometo sacarte
pronto de aquí. Te necesito trabajando nuevamente.
- Yo también lo
necesito, jefe.
- Igualmente, hiciste
bastante estando encerrado. No deja de asombrarme que todo lo que me dijiste
sobre Olga haya sido cierto. Te felicito.
- Gracias.
- Y dormí sin frazada,
que en menos de una semana estás afuera.
Y así fue. Esa noche
dormí más profundo que otras veces. Y, pese a que no llegué a desesperarme,
después de esto, tuve una sensación de alivio que era nueva para mí. Es que
jamás había estado tras las rejas. Y saber que pronto saldría en libertad, me
hizo reflexionar muchas cosas.
En cuanto a Olga y
Luisa, creo que vivieron un amor intenso y duradero. Pero que una de ellas
quiso seguir por otro camino, y la otra no pudo convivir con esa realidad. Por
eso la tragedia. O conmigo, o con nadie.
¿Y cuál fue mi lugar en
todo esto? Yo fui el detonante, el fuego que encendió la mecha. Quizás Olga no
hubiera muerto en mi casa, si yo la hubiera interrogado en la comisaría.
Aunque, igualmente, creo que habría acabado con su vida, en otro lugar, y en
otras circunstancias, pero por el mismo motivo.
Viernes
Al día siguiente, todos
mis compañeros pasaron a saludarme por el calabozo. La gente de la morgue
inclusive. Todos me felicitaron y me dieron su apoyo. El negro pasó cerca del
mediodía, y me trajo un plato de ravioles para que almuerce. Y según me dijo,
el juez lo había autorizado para obtener la información del correo y del banco.
Lamentablemente, ya teníamos el fin de semana encima, y algunos trámites se
realizarían recién el día lunes. Con Ordóñez, calcularon que para el miércoles
o jueves ya tendría que estar la orden de liberación.
Pasé un fin de semana
tranquilo, en el calabozo de la comisaría tercera. Leí alrededor de ocho o
nueve libros en total. Y también tuve tiempo para meditar y ejercitarme, cosas
que habitualmente no hago, por falta de tiempo.
El domingo, después de
almorzar, recibí una visita inesperada. Angélica Santos se hizo presente en la
comisaría, y el sargento le permitió entrar a la celda, para que podamos hablar
tranquilos y sin límite de tiempo.
Estaba realmente vestida
para matar. Parecía una persona totalmente diferente a la que conocí aquella
mañana. Irradiaba sensualidad. Traía un vestido ajustado, con un escote por
demás prominente. Maquillada a la perfección, labios rojo sangre, y un rubor muy
sutil en sus pómulos perfectos.
Me dijo que estaba al
tanto de todo lo ocurrido, y que ella siempre sospechó que había habido algo
entre Luisa y Olga, pero que jamás se hubiera imaginado un desenlace como este.
Luisa nunca le había
dicho que era bisexual, ni nada por el estilo. Hablaba de Olga como una vieja
amiga, a la que ya no soportaba demasiado. Pero que de cualquier forma, su
amistad representaba un sostén para su vida.
Hablamos casi dos horas.
Se compadeció de mi suerte, y me dijo que había estado muy preocupada por mi
bienestar, pero que le provocaba mucho pudor venir a verme.
Me contó lo mucho que
extrañaba a su amiga, y que el edificio no era el mismo sin ella. Se emocionó
varias veces, y se fue cerca de las cuatro de la tarde. Se fue con la promesa
de hacerme una rica comida, en su casa, para cuando recupere la libertad. Me
dejó su teléfono celular, y me pidió que la llamara ni bien ponga un pie en la
calle.
Me despidió con un beso
en los labios, sutil pero estimulante. Y la vi salir con un andar sumamente
sexual. El sonido de sus taco aguja fue música para mis oídos. Sin dudas, que
era una mujer avasallante, y su visita me había rejuvenecido por completo.
A pesar de estar
encerrado, me sentí en la más pura de las libertades. Mi cuerpo estaba allí
adentro, pero mis pensamientos volaban por aires distantes, a la deriva de todo
y de todos.
Esa noche volví a soñar
con Luisa. Estaba recostada en una reposera, en una playa caribeña. A su lado
había una mesa con dos tragos, y otra reposera esperandomé. Lentamente, me
acerqué y me senté a su lado, por primera vez oí su voz:
- Al final no tardaste
casi nada en resolver el caso. Menos de una semana, no está nada mal.
Yo me mantuve en
silencio. No sabía qué decirle, estaba realmente inhibido.
- ¿Por qué no tomás un
trago?
La obedecí, y bebí un
sorbo de la bebida naranja que había en mi copa. Al tragarlo, un inmenso calor
comenzó a invadirme. Ella me miraba y se reía con sus ojos. El calor se
intensificaba muy rápido, junto con mi desesperación. Comencé a sudar
exageradamente, y sentí que estaría a punto de desvanecerme.
Entonces ella se me
acercó, y puso su boca pegada a la mía. Pude sentir un frío polar que provenía
de sus labios. Me besó y el calor desapareció. Nos besamos durante varios
segundos. Hasta que finalmente me desperté. Por el sonido de los pájaros,
provenientes de la calle, supe que estaba por amanecer.
Todavía estaba empapado
en sudor, pero igualmente tenía mucho frío. Busqué una manta extra que tenía
bajo el catre, y me volví a acostar. Esa fue la última vez que soñé con Luisa.
El lunes y el martes
fueron los días más largos y aburridos de toda mi estadía en el calabozo de la
comisaría tercera. Intenté dormir la siesta por las tardes, pero me resultó
imposible, estaba muy ansioso por salir de allí.
El martes por la noche,
antes de irse a su casa, Ordóñez me dijo que ya estaban todas las pruebas a
disposición del juez. Y que por lo tanto, ésta seguramente sería mi última
noche adentro. Me dio el resto de la semana libre, para que pueda estar
tranquilo en mi casa y volver al trabajo recién el otro lunes.
La noticia me dejó
bastante tranquilo, y antes de acostarme le pedí al guardia en turno que me
deje hacer un llamado. Le dejé un correo de voz a Angélica, diciéndole que al
día siguiente estaría en libertad.
Dormí profundamente esa
noche, y abrí el ojo recien a las nueve menos diez. El guardia me trajo un
café, y apenas pasadas las once me dejaron en libertad. Recogí mis cosas y me
fui derechito para mi casa. Me bañé, me afeité y llamé a casa de mi hermana.
- Hola ¿Marta?
- ¡Gregorio! ¿Sos vos
hermanito?
- Soy yo, ¿cómo estás?
¿Ya almorzaste?
- Estoy por ponerme a
cocinar unos mostacholes a la parisienne.
¿Por qué no te venís?
-
¡En media hora estoy ahí!