Él no debía tener menos
de 62 ó 63 años. Y ella no llegaba a los 35. Entraron en el restaurant Ligure, de la calle Juncal, tomados de
la mano.
Con el poco pelo que le
quedaba invadido por las canas, el viejo lucía unas arrugas que agrietaban su
rostro sobremanera. Y ni hablar de las verrugas que tenía en la nariz. Era, en
su aspecto físico, un tipo de lo más desagradable; y eso que estaba trajeado, y
solo se podían ver sus rugosas manos y su demacrada tez facial.
Ella era una bomba, por
así decirlo. Traía un vestido bordó, corto y ajustado; hecho, al parecer, en
una tela algo brillante y de textura aterciopelada. Una pequeña sombra en los
ojos, y los labios color escarlata, adornaban sus finos rasgos.
Ya casi no quedaba gente
en el salón. Eran más de las once, y la gente acostumbraba cenar más bien
temprano, los días martes por la noche.
Cruzaron las primeras
filas de mesas, y se acomodaron en una de las últimas, situada al fondo del
salón, a metros del pasillo que daba a los baños.
La recepcionista les acercó
dos copas de champagne, y
les avisó que enseguida vendría el mozo a tomarles el pedido. El viejo le
agradeció el gesto, y le dio $20 de propina. Su traje de seda azul denotaba su
alto poder adquisitivo.
Dos minutos más tarde,
se presentó el garzón en la mesa de la ambigua pareja. Les entregó a ambos la
carta de los comensales, y le dio al caballero el listado de los vinos.
- Yo quisiera tomar una
pequeña botella de Valmont. -dijo ella, y al hacerlo levantó la cabeza y
observó al mozo directamente a los ojos. Eran de un profundo color azul hielo,
y llamaron poderosamente su atención.
- … ¿y el caballero?
-dijo el joven y elegante mozo.
- Me gustaría un
Trapiche, ¿todavía tienen la cosecha tardía?
- Por supuesto, señor.
El apuesto joven se
retiró para traer los vinos, y así les daría tiempo suficiente para elegir la
comida. La joven, e impactante, mujer lo siguió sutilmente con la mirada,
mientras el viejo estaba sumergido en el menú, leyendo la página de las carnes.
Al regresar, el mozo de
ojos color mar, le dio a probar el Trapiche al anciano, y el Valmont a su
pulposa amante. Quien, dicho sea de paso, no dejaba de contemplar al apuesto
garzón de ojos almendrados y cabellera azabache.
El anciano asintió con
la cabeza, y el joven llenó su copa. Y cuando dirigiendo su mirada hacia ella,
le preguntó:
- ¿Está bien señora?
- Creo que más no podría
gustarme. -le dijo poniendo un tilde de sensualidad en su suave voz.
El garzón llenó también
su copa y le tomó el pedido al viejo trajeado: lomo a la pimienta con papas a
la crema.
La voluptuosa mujer no
parecía convencida de lo que iría a pedir. De hecho, ni siquiera le había
prestado demasiada atención a la carta.
- Quisiera que me usted
me recomiende algo. -le dijo al joven mozo.
- Por supuesto señora,
lo mejor que sale los días martes son, sin dudas, los agnolottis ai frutti di mare.
Vienen rellenos con muzzarella y albaca, y acompañados por una salsa rosada de
camarones, langostinos y pulpo.
- Perfecto, tráigame eso
por favor. Pero dígame una cosa… -le hizo una seña para que se le acerque un
poco más, y le susurró al oído: “¿no será demasiado afrodisíaco?”
El joven la miró y ella
le guiñó un ojo, dibujó una sonrisa en el rostro del joven, que se retiró a la
cocina sin decir palabra.
Mientras preparaban la
comida, el mozo les acercó pan, grisines, manteca y paté de foie. Como para que entretengan
un poco al estómago durante la espera.
Y veinticinco minutos
más tarde llegó, por fin, la cena. Ambos platos parecían de lo más suculentos.
Sobretodo el plato de pastas. El joven rellenó las copas, y se retiró
nuevamente.
Al poco rato, ella
volvió a llamarlo con una seña.
- Sí, señora.
- Quisiera que me traiga
un poco de hielo, y pimienta, por favor. No vaya a olvidarse de la pimienta.
El mozo regresó enseguida
con lo solicitado. Apoyó un plato, con un pequeño balde con hielo, del lado de
la voluptuosa mujer. Y retorció el pimentero sobre su plato hasta que ella le
dijo: “Así está bien, gracias”.
El joven volvió a irse
para la cocina, y ella colocó dos hielos en el interior de su copa. Lo miró al
viejo y éste le dijo:
- A ver, pasame la
hielera... Si me viera el Tano Coccia ponerle hielo a este vino: me insultaría
de arriba a abajo.
Cuando levantó el
platito que contenía el balde con hielo, observó que había quedado un pequeño
papel sobre la mesa, justo debajo del hielo. Le acercó el plato al anciano y,
al retrotraer la mano, levantó el papel disimuladamente. Lo desdobló bajo la
mesa y, haciéndose la distraída, leyó:
“Te espero en diez
minutos en el baño de empleados, la puerta que dice: NO PASAR.”
Una indescriptible
excitación comenzó a subir por todas sus venas y arterias. Tal vez era por la
pimienta, o el vino. Pero mucho no importaba. Se ruborizó un poco, y luego
observó hacia la barra. El joven mozo la estaba mirando con cierta sensualidad
en su semblante. Y ella se ruborizó aún más. Corrió la mirada, y siguió
comiendo.
Al poco rato ella
observó, de reojo, cómo el apuesto garzón se metía en el pasillo que daba a los
baños. Dejó pasar unos minutos más, y se dirigió hacia allí.
Llegó al pasillo y se
encontró con tres puertas, y entró en la que tenía el cartel indicado en la
nota. Y al ingresar, la voz del joven la llamó desde uno de los cubículos. Ella
se acercó y lo vio, con el torso desnudo, colgando la camisa en un pequeño
perchero que había en la puerta.
La hizo pasar tomándola
del brazo, y sin decir palabra. Comenzó a besarla lentamente, mientras abrazaba
su espalda, y bajaba sus manos hasta sus nalgas, sus firmes y trabajadas
nalgas.
Ella se estremeció de
golpe, dejó caer su pequeña cartera, y tomó el rostro del garzón por el cuello,
recorriéndolo por el mentón hasta la nuca.
Se besaron salvajemente.
Y ella, sobrexcitándose, dejaba escapar pequeños gemidos de placer entre
bocanada y bocanada.
Él ya estaba erecto, y
sus manos siguieron bajando por las piernas hasta levantarle el vestido
arrebatadamente. Su culo era suave como una seda, y estaba vestido solo por una
pequeña tanga roja.
El impertinente mozo
corrió la bombacha con su dedo mayor, y metió el índice entre las nalgas. Hurgó
pocos segundos y enseguida encontró la vagina. Estaba totalmente empapada, y
casi no tenía bellos púbicos.
Ella volvió a gemir, un
poco más fuerte ahora. El índice se metió hasta el fondo, y ella gimió todavía
más fuerte. Luego metió también el pulgar, y ambos dedos formaron una especie
de tenaza. Enseguida sacó el humedecido pulgar, lo metió en el ano, y comenzó a
jugar con ella.
Todo iba bien hasta que
de pronto, la ardiente hembra se sobresaltó, como queriendo detener el orgasmo.
Quitó su mano del culo y se bajó el escote del vestido. Dejó caer dos hermosos
y enormes pechos.
Los pezones estaban
duros, y eran bastante grandes. El joven se obnubiló con ellos. Comenzó a
besarlos lentamente y a acariciarlos con ambas manos. Preso del descontrol
hormonal, la dio vuelta bruscamente y comenzó a penetrar su vagina.
Ella estaba sumamente
excitada, sus gemidos empezaban a ser incontenibles. Y él al percatarse de
ello, sacó del bolsillo su billetera de cuero y la puso en su boca, le aferró
fuertemente las tetas con ambas manos. Y ella, cuando estuvo a punto de acabar,
se detuvo nuevamente.
Se dio vuelta y comenzó
a besarlo desbocadamente. Besó todo su rostro, y bajo por su torso, hasta
llegar a su enorme pene. Tal vez no era el más grande que había visto,
ciertamente que no. Pero el tipo sabía manejarlo a la perfección.
Lo besó allí abajo un
buen rato. Y, por más que lo intentó con mucho ahínco, no llegó a entrarle
entero en la boca. Ella tenía un rostro bastante pequeño, y la cabeza de
semejante miembro jamás podría traspasar una garganta tan minúscula.
Antes de que él acabe,
ella se levantó y se dio vuelta. Y con su mano derecha dirigió el gran pene
hacia el interior de su vagina nuevamente. Lo metió y lo sacó varias veces y,
al sentirlo bien lubricado, lo introdujo en su culo.
Gimió de placer, cuando
entró la primera mitad. Y se puso nuevamente la billetera en la boca para
recibir el resto. La lubricación era buena, y el vaivén comenzó a tomar
velocidad en poco tiempo. Ella lo sintió crecer aún más adentro suyo, y comenzó
a acabar mientras él seguía penetrándola con violencia.
Acabó dos, y hasta casi
tres veces. Y él tuvo que aguantarse las ganas de gruñir al momento de
eyacular. Se besaron por última vez, y él salió a cambiarse frente al espejo.
Sin decir palabra, salió
para la cocina. Y ella terminó de acomodarse el vestido, y volvió a maquillarse
la boca.
Cuando regresó a la
mesa, el anciano le preguntó si se sentía bien, ya que había demorado más de
quince minutos en el baño.
- Estoy muy bien, no
pasa nada. -le dijo, y luego susurró: “es uno de esos días”.
Todavía le quedaba un
poco más de medio plato, pero por supuesto que estaba totalmente helado. El
viejo le ofreció que se lo calienten. Pero ella se negó.
El anciano llamó al
garzón, y le dijo:
- Tráigame un café por
favor, y vos mi amor: ¿querés postre?
- A mi ya no me entra
más nada, estoy lista para dormir como un bebé.
- Bueno, el café y la
cuenta entonces. Al final estas mujeres no comen un carajo. Lo hacen para
cuidar la figura, ¿viste pibe? Todo pasa por ahí.
- Es cierto, pero
también hay que ejercitarse, si de ‘buena figura’ queremos hablar. -dijo el
intrépido mozo.
- Jajajajajaja, ¡tenés
razón pibe!
El viejo pagó la cuenta, y se fueron dejándole
$200 de propina al joven garzón.
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