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Verde Pastel



Sus conocidos y familiares lo llamaban “el Rube”, con acento en la U; pero su nombre completo era Rubén Armando Pintos. Se dedicaba a la albañilería en general, pero los laburos que conseguía con mayor facilidad eran de pintado de casas y negocios.

Trabajaba solo, por su cuenta. No quería arriesgarse a tener problemas con ningún socio o empleado. Prefería hacerlo todo él, y demorarse el tiempo que fuera necesario. Lo tranquilizaba tener la certeza de que sus trabajos estaban siempre bien hechos, porque nadie más que él se ocupaba de hacerlos.

Sus clientes lo recomendaban de boca en boca y, luego de diez años de arduo trabajo, se había convertido en un obrero afamado por su prolijidad y puntualidad. Y así fue como llegó a la casa de la familia Almafuerte. Los Donatti, grandes amigos de Carolina Almafuerte, habían hablado muy bien de Rubén.

“Es un tipo que te inspira confianza, y su trabajo es impecable. Eso sí, van a tener que ser pacientes, porque el hombre se toma su tiempo”. Las palabras de Julián Donatti supieron cautivarla a Carolina, que enseguida lo contrató.

Rubén llegó a la casa de los Almafuerte un lunes por la mañana, aunque el firmamento decía lo contrario. Estábamos a mediados de junio, el sol no se asomaba hasta las ocho menos cuarto, y apenas eran las siete cuando Carolina abrió la puerta. Hacía un frío polar. Lo hizo pasar a Rubén de un tirón y le dijo:

- Tengo que salir volando para llevar al nene al colegio. Sígame que le muestro lo que hay que pintar.

Rubén caminó detrás de ella casi sin observar a su alrededor. Era muy reservado, y prefería seguirla con la cabeza gacha. Subieron a un entrepiso y la mujer, abriendo la puerta de un pequeño cuarto vacío de mobiliario, le dijo:

- Vamos a empezar por acá. Este cuartito va a ir pintado de blanco mate, le dejé cuatro litros de pintura, diarios y cinta de embalar. Pero me imagino que antes tendrá que picar y lijar.

Rubén alzó la vista y concentró su mirada en las tres manchas de humedad que había en el techo, hasta que por fin habló:

- Sí señora, vaya tranquila que ya tengo para rato acá, la pintura mejor la dejamos para mañana.
- Perfecto, entonces me voy. En un rato llega mi marido, yo vuelvo al mediodía. Cualquier cosita que necesite, Roberto va a estar en el living, dormido frente al televisor. Pero con un sacudón enseguida se despierta. No sea tímido.

La señora de Almafuerte bajó hasta el living y agarró del brazo al nene, Nicolás, que todavía estaba terminando de tragarse la última medialuna. Salieron a las corridas de la casa, mientras Rubén comenzaba los preparativos para el trabajo.

De un enorme bolso sacó: estaca, picos, una masa con punta de acrílico, y un juego de cinco espátulas de distintas medidas. Dispuso algunos diarios encintados en el piso de madera, y comenzó a picar las manchas de humedad. Por suerte el techo del entrepiso no era demasiado alto, apenas llegaba a los dos metros. Así que se las pudo ingeniar perfectamente, sin necesidad de utilizar su escalerita plegable.

Alrededor de las ocho y cuarto de la mañana llegó el señor Almafuerte, tambaleándose, con una mueca ofuscada sobre su grueso semblante. Era un tipo grandote, medía 1,90 y pesaba más de 120 kilos. Había venido completamente borracho, como cada lunes, martes y miércoles, días en los cuales no trabajaba.

Estuvo a punto de caerse cuatro o cinco veces, pero finalmente llegó hasta el sillón del living, donde se desplomó. El televisor ya estaba encendido, como de costumbre. Solo permanecía apagado durante la noche, cuando el nene dormía.

Al ritmo de los potentes ronquidos de Roberto Almafuerte, Rubén terminó de picar buena parte de la humedad que había en las paredes y el techo del entrepiso. Un rato antes del mediodía regresó la señora Carolina del gimnasio, como sucedía cada lunes, miércoles y viernes. Entrenaba entre tres y cuatro horas cada vez, y así lograba mantener inalterable su descomunal figura.

“Roberto. Levantate Roberto, dale. Siempre la misma historia con vos. ¿Por qué no te vas a dormir a la cama?”. Pero Roberto Almafuerte era un tipo de sueño pesado, sobretodo después de sus noches de borrachera. “Por favor Roberto, te vas a levantar todo contracturado”.

A regañadientes y maldiciendo, el señor Almafuerte se levantó del sillón después de diez minutos de insistencia. Se acostó en la cama y durmió hasta las seis de la tarde. Rubén, a las cuatro, ya se había ido para su casa, y había dejado el pequeño cuarto casi listo para ser pintado. Solo faltaba ponerle un poco de enduído a una parte del cielorraso.

A las nueve en punto ya estaba lista la cena, Carolina había preparado albóndigas con puré, y la resaca de Roberto comenzaba a disiparse. Los tres comieron juntos en la mesa, era el único ritual que cumplían a rajatabla. Después de la medianoche Roberto se iría nuevamente a embriagarse con alguna de sus amistades, y Carolina ya se habría ido a dormir alrededor de las once, después de mandar a Nico a la cama.

Aparte de su pasión por la bebida, Roberto tenía una suerte de fetiche con las armas. Atesoraba dos pistolas y tres revólveres de grueso calibre, además de los diversos accesorios: estuches, arneses, silenciadores, municiones, etcétera. Y casi todas las noches, antes de salir a tomar, o de irse para el bar donde oficiaba de encargado, en su momento más sobrio del día, se tomaba el dedicado trabajo de limpiar sus armas. A pesar de no haberlas disparado, él igual las desarmaba y las limpiaba por completo. Les hablaba y las volvía a guardar como si se tratara de instrumentos sagrados.

Y esa noche no fue la excepción, Roberto se pasó casi cuarenta minutos abrillantando sus pistolas, y después se fue para la casa de su amigo "el bueno de Pablo". Roberto clasificaba a sus amigos como buenos o malos según la tolerancia alcohólica que tenían. Y Pablo era realmente muy bueno, mejor incluso que el mismísimo Roberto Almafuerte.

Cuando llegaron a la mitad de la segunda botella de vodka, comenzó a sonar el despertador en la casa de los Almafuerte. Cinco y media, primer aviso. Nueve minutos más tarde vuelve a sonar y Carolina se levanta. Después de despertar al nene y meterlo abajo de la ducha, baja al living, prende la tele y empieza a preparar el desayuno. Todos sus movimientos estaban automatizados. A siete menos cuarto ya estaba todo listo para salir: mochila, uniforme, abrigo y paraguas. A los pocos minutos sonó el timbre, y entró Rubén con un piloto fabricado con bolsas de consorcio. Sin perder tiempo, Carolina le dijo que se tomara un buen café antes de retomar el trabajo, que ella se iría a llevar a Nico al colegio y regresaría una hora y media más tarde.

Durante ese rato, Rubén terminó de picar el techo del entrepiso, y rellenó con enduído. Antes de finalizar el día terminaría de lijar y, si lograba hacer un buen tiempo, le daría la primera mano de pintura.

El señor Almafuerte volvió a la casa diez minutos más tarde que su mujer. Otra vez caminaba en zigzag, y casi rompe un adorno del hall central. Carolina fue a su encuentro, intentó guiarlo en el trayecto hasta el sillón, pero él no quiso recibir su ayuda. Ofuscado la apartó de un empujón, y comenzaron a discutir. Moneda corriente en la casa de los Almafuerte. Roberto era un tipo que se ponía muy violento cuando estaba borracho. Los forcejeos terminaron, sin pasar a mayores, cuando Roberto cayó sobre el sillón. Se durmió al instante, y Carolina se puso a limpiar la cocina y los baños. Siempre limpiaba después de situaciones como esta, le resultaba terapéutico, la apaciguaba.

Rubén había logrado escuchar buena parte de la pelea, y recordó cuanto aborrecía a los borrachos. Él jamás bebía, y nunca le dirigía la palabra a la gente ebria. Su padre había sido muy duro con él, y el alcohol siempre había estado presente en sus recuerdos más violentos. Por eso, también, trabajaba solo. Porque la mayoría de los peones y obreros que conocía eran borrachos. Y se gastaban casi todo el salario bebiendo, por mucha familia que tuvieran.

Al terminar la jornada, el cuartito del entrepiso estaba listo para ser pintado, totalmente lijado y limpio. Rubén se había tomado la molestia de barrer y trapear el piso. Al día siguiente intentaría darle las dos primeras manos de pintura, para luego empezar con el escritorio. Uno de los cuartos de abajo, el más grande de toda la casa, donde se encontraban la biblioteca, la computadora y el pupitre donde estudiaba Nicolás.

Esa misma tarde, después de recoger al nene por el colegio, Carolina lo mandó a Roberto a la cama, y salió a caminar un rato. El viento húmedo golpeó sus mejillas con violencia, se prendió un cigarrillo, y comenzó a llorar. Sentía angustia, impotencia. Quería otra cosa, algo nuevo. Roberto ya no era el hombre de su vida, la maltrataba, y tampoco era un buen padre para Nicolás.

Luego de veinte minutos, secó sus lágrimas y regresó a la casa. Preparó la cena, y comieron los tres en silencio. Roberto parecía más malhumorado que otras veces. Terminó de comer y volvió a salir. La misma historia de todos los días.

A la mañana siguiente Rubén llegó a las siete menos diez, Carolina se fue con Nico al colegio y luego al gimnasio. Antes de que llegara Roberto, Rubén ya le había dado la primera capa de pintura a las paredes del cuarto, y tomaba café mientras se secaba.

Roberto llegó ebrio, pero podía moverse con normalidad, se cruzó con Rubén en la mesa del comedor y le dijo:

- ¿Y vos quién sos? ¿quién te abrió la puerta?
- Soy el pintor, su señora me contrató.
- ¿Y cómo no me dijo nada esta pelotuda?
- No lo sé, si me disculpa todavía tengo trabajo en el cuarto de arriba.

Era mentira, la pintura todavía estaba fresca. Pero se quedó en el cuartito emprolijando los diarios que había colocado en el piso, para cuando tuviera que comenzar a pintar el techo.

Cuando llegó Carolina del gimnasio, Roberto ya estaba dormido. Pero esta vez se despertó con el ruido de la puerta. Volvieron a discutir, y él le dio dos cachetazos. Uno con la palma y otro aún más fuerte de revés. La discusión cesó después de eso. Carolina se fue a la cocina, y Roberto se fue al dormitorio, donde se puso a limpiar sus armas. Ambos eran maniáticos de la limpieza, quizás lo único que todavía tenían en común.

Rubén se fue para su casa cuatro y media, al cuartito le faltaba sólo una mano más de pintura, y luego debía comenzar a picar las paredes del escritorio. Ese sí que le llevaría trabajo, tenía el techo a cuatro metros y medio de altura, y en estado deplorable.

Aunque no lo demostrara en su expresión facial, el Rube estaba muy contento con el trabajo en casa de los Almafuerte. Carolina había aprobado su presupuesto para ambos cuartos sin chistar, y le pagaría todo junto, en efectivo, cuando terminara de pintar el escritorio. Y con eso podría comprarse la chata, ampliando así su negocio de hombre solitario. Basta de transporte público. Basta de levantarse antes del alba. Con la chata podría transportar todo tipo de materiales. Maderas, ladrillos, vigas, bolsas de cemento, y hasta una mezcladora. El Rube no era un simple albañil. Su padre le había enseñado un oficio mucho más amplio que ese. Tenía los mismos conocimientos que cualquier maestro mayor de obra. Solo tenía que aplicarlos, y la camioneta le sería de gran utilidad para ello.

Para el jueves al mediodía el pequeño cuarto estuvo terminado, el trabajo había sido realmente impecable. Y antes volverse a su casa, Rubén empezó a picar las grietas en la pintura del enorme escritorio. "...este va a ir pintado de verde pastel", le había dicho Carolina esa mañana.

El viernes, Roberto ya estaba durmiendo en la cama, cuando llegó Rubén, había regresado a las cuatro de la madrugada del trabajo, y prácticamente sobrio. Nada tenía que ver con el borracho exasperado de los días anteriores. Dormía como un angelito. Parecía imposible que ese tipo cargara con tres denuncias por violencia doméstica. Los viernes, Roberto Almafuerte, era un tipo sumamente agradable.

Esa fue la jornada más trabajosa de todas para Rubén y, al finalizar el día, había dejado el escritorio listo para ser pintado el lunes por la mañana. Al momento de irse a su casa, Carolina todavía no había regresado del gimnasio, y fue el propio Roberto quién le abrió la puerta. Lo saludó amablemente y lo felicitó por el notable trabajo que venía haciendo. Estaba perfectamente sobrio, Rubén se percató de ello, se sintió aliviado, y le agradeció que le haya dado la posibilidad de trabajar en su casa.

El fin de semana se pasó volando para Rubén. Estuvo en casa, con su mujer y sus cuatro hijos. Revisó sus tareas del colegio, la ayudó a su señora con la decoración del jardín, y hasta tuvo tiempo para arreglar el portón de entrada y el caño del lavadero. Descansó como se debe, y siguió fantaseando con la prosperidad económica que divisaba en su porvenir.

Pronto llegó el día lunes, y el Rube salió de su casa a las cinco menos cuarto de la mañana. Se tomó el colectivo 726 amarillo, luego el tren y después la línea B del subte, que lo dejó en casa de los Almafuerte minutos antes de las siete de la mañana.

Carolina le abrió la puerta, parecía algo perturbada y, como de costumbre, Roberto no estaba en la casa. Rubén no quiso preguntarle nada, era un hombre sumamente introvertido y vergonzoso. Enseguida se puso a trabajar, quería terminar de pintar antes del miércoles al mediodía. Carolina le indicó dónde estaba la enorme escalera que tendría que utilizar, y se fue a atender el timbre de la puerta. Una mujer voluptuosa estaba del otro lado, Carolina le guiñó un ojo y le dijo en voz alta:

- Miriam, gracias por el favor, y la puntualidad. Ahora te lo traigo a Nico, así me voy volando para el ginecólogo.
- Sabés que no me molesta, te espero acá.

A los cinco minutos Carolina le entregó el chico a su amiga, y le dijo que debían bajarse en la estación Malabia, y susurrando le pidió que le guardara los boletos de subte que iban a utilizar. La saludó con un beso en la mejilla, al tiempo que Miriam le puso unas llaves en su mano, y se miraron directo a los ojos.

Después de esto, Carolina pasó por su cuarto, se maquilló y salió con un cigarrillo en la mano. Se despidió de Rubén y se fue. Caminó cinco cuadras en dirección al norte, de vuelta estaba llorando. Sus mejillas estaban empapadas. Sacó unos pañuelos descartables de la cartera y se limpió el maquillaje corrido, dio media vuelta y regresó. Se paró frente a la puerta la de la cocina, se sacó los zapatos y entró.

Sosteniendo un taco con cada mano, se metió en el baño de servicio, y salió de allí cinco minutos más tarde, con dos guantes de látex puestos y unas medias de algodón nuevas como único calzado.

Subió al dormitorio. De abajo de la cama sacó la caja donde estaban guardadas las armas, y le puso el silenciador a una de las pistolas. Bajó sin hacer el menor ruido. Pasó por el living y subió ligeramente el sonido del televisor.

Caminó despacio, respirando lo justo y necesario, dando ínfimas inspiraciones. Asomó su cabeza por la puerta del escritorio y lo vio. Rubén estaba arriba de la escalera, mirando hacia la esquina opuesta, dándole la primera capa de verde pastel al cielorraso. Carolina avanzó, siempre en silencio.

Llegó hasta el borde de la escalera sin ser percibida, sujetó con firmeza uno de los escalones, y luego tiró hacia sí con todas sus fuerzas. Rubén fue a parar al piso, y la escalera se le cayó encima, recibiendo un fuerte golpe en la cabeza, que no llegó a desmayarlo.

Maltrecho, intentó mover la escalera para levantarse. Pero Carolina ya estaba apuntándolo con la pistola. Llorando desconsoladamente y, con un gesto de dolor en su rostro, le dijo: “¡Perdoname!”.

Disparó a quemarropa sobre el pecho del albañil, dos veces. Salió del escritorio, cerrando la puerta con llave, y se fue de la casa.

Se había puesto unos anteojos negros, no podía dejar de llorar. Cruzó la calle y, con las llaves que le había dado Miriam, entró en uno de los edificios de la vereda de enfrente. Subió al tercer piso, puso una silla de frente al balcón, prendió un cigarrillo y, después de sentarse, logró serenar sus pensamientos.

Una hora y media después Roberto entró a la casa, Carolina lo vio, se volvió a poner los guantes y prendió otro cigarrillo. Siguió fumando un buen rato. Veinte, veinticinco minutos. Hasta que finalmente volvió a salir a la calle. Cruzó la vereda y, otra vez, se sacó los zapatos para entrar. Roberto estaba, como siempre, roncando frente al televisor.

Sigilosa, caminó sin mover el aire, se acercó al sillón y apoyó, sobre la mano derecha de su marido, el arma homicida. Él sintió el contacto y cerró su mano por reflejo, posando sus dedos mayor y anular sobre la empuñadura de la pistola, sin llegar a despertarse. Ella se alejó en silencio, abrió la puerta del cuarto del escritorio y salió de la casa.

Volvió a cruzar al departamento de su amiga y llamó a la policía. "...se ha cometido un asesinato en mi casa, y me parece que fue mi esposo.”

Dos horas más tarde Roberto estaba en la comisaría, detenido, siendo indagado. Todavía ebrio, apenas recordaba cómo había llegado a su casa. Carolina y Nicolás cenaron solos esa noche.

- Ahora vamos a empezar una vida nueva mi amor. Como te dije, ¿te acordás? Pronto las cosas van a ser muy diferentes, te lo prometo.

Nicolás sonrió, y siguió tomando su sopa de arroz con verduras.


Al bueno de Tito, como le decían sus amigos, lo condenaron a veinte años de cárcel. Y Carolina se fue, con su hijo, a vivir a Villa La Angostura, de donde era oriunda. Todavía estaban allí sus amigos de la infancia, y también su primer novio, con quien, durante todos estos años, había mantenido una gran amistad a través del monitor de la computadora.