.//.MACABRE.//.Confesión.//.Verde Pastel.//.DRAMA.//.El diario de Elena.//.Submundo.//.SCIENCE FICTION.//.Rommer, la caída.//.

NO es NO (autoría anónima o desconocida)

No es No. Y hay una sola manera de decirlo: NO. Sin admiración ni interrogantes ni puntos suspensivos. No, se dice de una sola manera: es corto, rápido, monocorde, sobrio y escueto: NO. Se dice una sola vez: NO. Con la misma entonación: NO. Como un disco rayado: NO. Un NO, no necesita de una larga caminata o de una reflexión en el jardín, NO es NO. Un NO que necesita explicaciones y justificaciones, no es NO. NO, tiene brevedad de un segundo. Es un NO para el otro, porque ya fue para uno mismo. NO es NO, aquí y muy lejos de aquí. NO, no deja puertas abiertas ni entrampa con esperanzas ni puede dejar de ser NO, aunque el otro y el mundo se pongan paras para arriba. NO es el último acto de dignidad. NO es el fin de un libro, sin más capítulos ni segundas partes. NO, no se dice por carta ni se dice con silencios, ni en voz baja, ni gritando, ni con cabeza gacha, ni mirando hacia otro lado, ni con símbolos devueltos, ni con pena y menos aun con satisfacción. NO es NO, porque NO. Cuando el NO es NO, mirara a los ojos y el NO, se descolgara naturalmente de los labios. La voz del NO, no es trémula ni vacilante, ni agresiva y no deja duda alguna. Ese NO es una negación del pasado, es una corrección de futuro. Solo quien sabe decir NO, puede decir SÍ.

El joven Fénix

Nueve y cinco de la mañana amaneció, hoy, el joven Fénix. Abrió un ojo y, al ver el reloj en la pared, supo que llegaría un poco tarde al trabajo. Entró al baño, abrió la ducha y luego lavó sus manos en la bacha. Salió al balcón, y fumó un poco.

Una vez más había despertado en soledad, y esta condición ya lo había hecho sentirse desdichado en otras oportunidades. Pero hoy, nuestro pequeño héroe juvenil, estaba con un fantástico buen humor. Comió tres galletas con queso, fumó un poco más y se metió en la ducha.

Rápidamente el calor del agua hizo lo suyo, y el joven Fénix se sintió renovado. Sus músculos se sentían ahora más enteros, por así decirlo; como si se hubieran aflojado por completo. Al cerrar la canilla se secó con un toallón, se afeitó, lavó sus dientes y se puso un traje gris (el más claro de los que tenía). Fumó de nuevo y, sin perder ya más tiempo, salió de su casa. Caminó por Prudán hasta San Juan, y se sumergió en el subterráneo.

Para su sorpresa el primer coche tardó muy poco en aparecer, y venía relativamente vacío, para la hora que era. En menos de treinta y cinco minutos llegó a la oficina.

“Por favor, que sea un día tranquilo”, pensó mientras echaba café en la máquina. Aún no habían llegado sus compañeras, y todavía no daban las diez y media cuando escuchó el primer timbre de la mañana.

Era el señor Grancetti, un viejo amigo del hermano del Doctor Zanone -el jefe mayor- quien, como de costumbre, no llegaría a la oficina antes de las once de la mañana.

Por ende nuestro juvenil héroe trabajador invitó al señor Grancetti a que pasara más tarde o que, mejor aún, llamara antes de venir a ver al jefe. A lo que respondió:

- Romy nunca me atiende cuando lo llamo por teléfono. Voy a volver más tarde.

“¿Y cómo lo va a atender si Ud. es un charlatán? Insoportable, abusivo de confianzas y que, encima de todo, no puede lidiar con los excedentes de saliva que se le escapan por ambas comisuras de la boca” pensó, para sus adentros, nuestro héroe juvenil.

Sin dedicarle mucha atención al viejo Grancetti, Fénix le abrió la puerta (para que se vaya de una buena vez) y volvió a su escritorio. Se sirvió el primer café del día y se puso a revisar el correo electrónico.

Mientras estaba leyendo uno de los tantos Curriculums Vitae, que siempre llegan a la casilla del estudio, entró Marta, la persona que se encargaba de las certificaciones y las firmas en la escribanía, entre otras eventuales tareas.

Había llegado bastante retrasada, a causa de un choque múltiple que había acontecido en la Autopista 25 de Mayo. Charlaron sobre el tema algunos minutos, hasta que nuestro joven amigo aprovechó la llegada de su compañera para salir a hacer unas diligencias que tenía pendientes.

Salió caminando con paso ligero por la calle Sarmiento hasta Esmeralda. Y allí dobló media cuadra hacia Corrientes y se subió al colectivo de la línea 17, que justo estaba allí detenido, cargando pasajeros.

De camino al Colegio de Escribanos leyó unas cuantas páginas de “El Juguete Rabioso”, famosa novela de Roberto Arlt, que siempre llevaba en el bolsillo de su saco, y hacía las veces de “Manual para Depresiones” para nuestro joven Fénix, que al leerlo lograba minimizar los problemas mundanos, y burlarse de la soledad.

Minutos antes de las doce del mediodía se bajó en Callao y Las Heras. Mecánicamente se dirigió a la fila de legalizaciones y, luego de despachar lo que traía para legalizar, se fue caminando a Plaza Francia. Los trámites que había dejado demorarían poco más de una hora, así que le sobraba tiempo para descansar y contemplar a los transeúntes.

Al sentarse en el banco más próximo al Cementerio de la Recoleta se sumió en una especie de trance. Muy pocas personas pasaron frente a sus narices en aquel momento, y no les prestó la más mínima atención.

Su mente estaba en blanco, y su mirada fija en el muro de ladrillos del cementerio. Poco a poco su respiración se fue realentando, y así comenzó a ensimismarse y a navegar en su subconsciente, mientras penetraba los ladrillos con sus pupilas. Grandes y dilatadas, no dejaban que el color de sus ojos se asome por completo.

Al cabo de quince minutos su nariz se despertó de repente, era un olor fuerte y embriagador. Y su cuerpo, que había permanecido completamente inmóvil, recobró su vaivén natural.

Con armonioso despliegue, nuestro héroe juvenil, se levantó del banco y entró al cementerio, prácticamente volando. En realidad caminaba, pero los movimientos de sus piernas eran casi imperceptibles. Y así se desplazaba cual patinador en el hielo. Recorrió todo el lugar, caminando entre los féretros, mientras imaginaba ridículas profesiones aplicables a los nombres que leía en cada una de las tumbas.

“Leonardo Vladimir Barrera, agente de tránsito, cajero en Autopistas del Sol”; “Manuel Edgardo Bovelli, cirujano cardiovascular, contador de chistes en la Casona de Mar Chiquita”; “Bautista José Paz, Teniente de las Fuerzas Armadas, campeón latinoamericano de valetodo”; algunos llevaban el agregado de un apodo o alias, también producto imaginativo de nuestro joven héroe, tal es el caso de: “María Oliva, alias `la lubricadita’, playera en un estacionamiento en Gerli”; y “Eduardo Miguel Camisani, más conocido como `el sastre’, trabajó toda su vida en la fábrica de botones del barrio de Barracas”.

Siguió paseándose entre los nichos, con su humorismo, y sorprendido por la escasez de transeúntes en la vieja necrópolis; hasta que encontró un recoveco que atrajo su total atención. Y al levantar la vista se deslumbró. Era la figura de un ángel de cuerpo y alas negras, llorando y derramando agua en lo alto de aquel féretro, desde una pequeña vasija sujeta entre sus brazos.

El joven Fénix se dirigió hasta allí y se sentó al pie de la gran estructura, que culminaba con el oscuro ángel en lo más alto. Allí fumó, y se quedó sentado un buen rato, socializando con un pequeño gato blanco, que se acercó a saludarlo en el preciso instante en que nuestro héroe echó la primera bocanada. Y mientras acariciaba al delicado animal -habitante autóctono del cementerio-, otra vez, comenzó a desviar sus pensamientos hacia el subconsciente.

Fénix siempre tuvo la habilidad de poder gravitar en diferentes estados de conciencia, a través de la respiración, y el control mental -obviamente-. Y aparte, poseía una especie de don para comunicarse con los animales. O, mejor dicho, para que ellos se comuniquen con él. Pero no en forma explícita, sino que a través de una suerte de telepatía.

Nuestro héroe no podía hablarles, ni replicar las cosas que los animales le decían. Ellos ya sabían todo lo que pasaba dentro de la mente de Fénix. Y por eso no podía comunicarles nada, nada que ellos ya no supieran. Solo debía escuchar a la fauna, interpretar sus mensajes, y relacionarlos con su vida y situación actual.

Todavía tenían mucho que aprender: el joven Fénix, su ferviente espíritu, y su intrépida curiosidad... Su instinto siempre le dijo que busque las respuestas y soluciones en su subconsciente y en su conexión con lo natural, con lo vivo, y con lo muerto.

El pequeño gato blanco se subió en sus muslos y lo hizo volver en sí. Separando los párpados, miró al felino directo a los ojos y acarició su cabeza. El gato maulló y se bajó enseguida. Y nuestro héroe regresó para Callao y Las Heras.

Todavía faltaban diez minutos para que le entreguen el trámite que había dejado. Buscó asiento, leyó otro poco de su libro de bolsillo, y volvió con los documentos ya legalizados para la oficina.

Cuando subió al segundo piso de la calle Sarmiento notó que ya estaban todos allí: Luciana, Juana, Marcos, Romy y, la ya conocida, Marta. El clima parecía bastante distendido.

Los jefes, Marcos y Romy, estaban a punto de irse a almorzar; y las chicas preparaban unas certificaciones para el estudio Weiss & Asoc., que debían estar listas antes de que termine el día.

El resto de la jornada se mantuvo igual, sin sobresaltos. Antes que se hicieran las cinco de la tarde, nuestro héroe juvenil, ya había redactado tres poderes y dos cancelaciones de hipoteca. Y pensó que tal vez podría irse un poco más temprano ese día, mientras se servía un poco de café y masticaba una galleta con mermelada.

Pero justo cuando se disponía a concluir con sus labores, Marcos se acercó a su escritorio y le dijo:

- Hay que armar una sociedad, para la gente de Grandes Inversores. Mandásela hoy a la Inspección General de Justicia. Tenés todos los datos en el mail que te acabo de mandar.

Y así, sin más, se esfumaron los anhelos de una salida anticipada del trabajo.

El e-mail, con el estatuto adjunto, salió en bandeja de salida, destinado a la I.G.J., a las seis y veinte pasadas. Y el joven Fénix cerró la oficina, y llegó a su departamento en San Cristobal con el sol ya cayéndose.

Lo primero que hizo fue poner un poco de música: one more round then it’s bottles to the ground. Guitarras aceleradas, y el volumen lo suficientemente alto como para cortar con la jornada abruptamente.

Lo segundo que hizo fue abrir el balcón y salir a fumar. En el cielo se formaban estelas de un color rosado, casi fucsia, mirando hacia el oeste. Pronto sería de noche y nuestro héroe no tenía planes de ningún tipo.

“Seguramente termine lavando ropa y embriagándome solo” pensó, pero no habían pasado ni diez minutos cuando sonó el timbre. Y sin perder tiempo contestó por el portero eléctrico:

- Hola, ¿quién es?
- Soy Sandra, vengo a buscar la camperita que me olvidé el otro día. ¿Estabas ocupado?
- No, ahora bajo. Dame un minuto.

Cuando abrió la puerta del ascensor, nuestro héroe, quedó boquiabierto. Al otro lado de la puerta de calle estaba Sandra. Una chica de unos diecinueve años, y con un físico escultural. Tenía puestas unas calzas y una musculosa al cuerpo. El pelo atado bien tirante, hacia atrás, y con dos coletas. Labios rojo sangre, pestañas brumosas y los pómulos más perfectos que podrían imaginarse.

Al abrirle la puerta, sintió su perfume y el placer de sus sentidos fue completo.

- Perdón por pasar sin avisarte. Justo andaba por acá cerca.
- No pasa nada, siempre es grato verte.

Subieron y le sirvió un whiscola, buscó su buzo y se sentó a su lado en la cama (Fénix no tenía sillas, ni sillones). Charlaron un rato y enseguida arrancaron a los besos. Sandra estaba muy provocativa ese día, mucho más que otras veces.

Fénix dudó en si se había producido así para él, o si tendría otro compromiso más tarde. De cualquier forma lo aprovechó. Hicieron el amor tres veces, desbocadamente. Con violencia primero y con delicadeza después.

Antes de las nueve y media de la noche Sandra ya se había ido. Y nuestro héroe semental sentía desvanecerse del hambre. Y cuando pensó en ello, recordó que no había comido prácticamente nada en todo el día.

Puso una olla con agua a fuego fuerte, peló tres papas grandes y sacó cuatro hamburguesas del freezer. Luego encendió el televisor y se puso a fumar plácidamente en la cama.

Seis, siete pitadas y volvió a la cocina. Echó las papas en el agua hirviendo y condimentó: sal, pimienta, nuez moscada y un pequeño trozo de caldo de pollo.

Volvió al somier y cambió los canales. Y en ninguno de los cuatro (que se veían con nitidez) estaban dando nada interesante. Al menos para Fénix.

Siguió fumando y, un rato antes de que estuvieran cocidas las papas, puso las hamburguesas en la plancha. Siete minutos más tarde ya estaba comiendo, y en pocos atracones limpió el plato.

El resto de la noche fue bastante tranquila, aburrida quizás. Fumó, bebió cerveza y miró el televisor con desatención.

Cerca de la una de la madrugada le empezó a entrar sueño. Y dejó todo listo para el día siguiente. Alarma a las siete y media. Camisa planchada. Y en el preciso instante en que se estaba por meter en la cama, notó que Sandra se había olvidado de llevarse el buzo, o “camperita”, que había venido a buscar.

Sin reparar demasiado en el asunto lo guardó, lavó sus dientes y se acostó a dormir.

Soñó con dinosaurios casi toda la noche, algo bastante recurrente en su costado onírico. Era una historia de amor, entre dos velocirraptores. Que lucharon juntos por sobrevivir al cambio de era.

A mitad de la noche lo despertó un ruido, un gran chillido seguido por un estruendo y gritos. Había sido un choque, en la autopista que se ubica a 60 metros de su ventana, justo de frente a su edificio. Un camión de carga y dos automóviles: un Gol negro y un Vora 4 puertas, también negro.

Cuando abrió los ojos, luego de ser despertado por semejante colisión, miró por la ventana el trágico paisaje: el Gol estaba ya prendiéndose fuego, y el camión volcado sobre su costado izquierdo. No había movimientos de los accidentados. Desde la ventana de Fénix, no llegaban a oírse sollozos, ni ningún otro signo vital.

Al cabo de diez minutos apareció una ambulancia y un patrullero. Y poco tiempo después nuestro héroe volvió a dormirse, retomando su cretácico sueño romántico.

7:30 sonó el celular, haciendo la veces de despertador; Fénix estiró el brazo y lo reprogramó con solo presionar un botón. 7:39 volvió a sonar y repitió el acto. Le costaba mucho salir de la cama.

El celular siguió despertándolo, sistemáticamente, hasta que se hicieron las 8:50, y nuestro héroe onírico se levantó.

Entró al baño, fumó mientras orinaba, abrió la ducha y salió al balcón. Allí regó sus semillas y dejó caer algunas gotas sobre el cactus. Nuevamente entró al cuarto y prendió el televisor, solo para ver la hora exacta y la temperatura: teníamos una máxima de 22º, en nuestra primavera tardía. Fumó un par de pitadas y se metió en la ducha.

Se bañó y afeitó en menos de quince minutos. Se puso el traje azul, y salió de casa cerca de las nueve y veinte, para llegar al trabajo a las diez menos cuarto.

Marta ya estaba allí, había llegado media hora antes. Ni bien entró, nuestro juvenil héroe, preparó café y revisó el correo electrónico.

Afuera el día estaba muy soleado y, aparentemente, generaba una atmósfera plácida, y un bienestar colectivo. Enseguida llegaron Romy y Luciana. Y ellos también parecían estar con excelentes ánimos.

Palabra va, palabra viene, se hicieron las once de la mañana. Y el joven Fénix salió para la calle. Tenía tres diligencias para hacer, y también aprovecharía para almorzar algo al paso.

Primero fue a llevarle un sobre a la contadora del estudio, con lo facturado durante el mes de septiembre. Y como de costumbre, lo atendió su empleada de confianza, la señorita Pamela.

No debía tener más de 25 años. Risueña pero de pocas palabras.

“¿Cómo estás Pamela? – Bien, ¿y vos todo bien? – Sí, gracias”. Sus diálogos se limitaban a algo parecido a eso, la mayoría de las veces. Fénix dejó el sobre y se despidió de Pamela.

A dos cuadras del estudio de la contadora, estaba la oficina de los gestores de capital, y para allá se dirigió nuestro héroe con un título que debía ingresar al registro urgente. Rápidamente caminó los 260 metros de distancia entre ambos sitios. Dejó la escritura en manos del señor Raúl, y antes de las doce y media ya estaba fuera de la gestoría.

El calor del mediodía se hacía sentir, y el hambre atrapó a nuestro héroe. Pasó por un bar y pidió un sándwich de cantimpalo, manteca y queso, en pan francés y para llevar.

Almorzó tranquilamente en la plaza de Tribunales, contemplando a los transeúntes y bronceando su rostro boca arriba. El sol rajaba el asfalto, y la temperatura se acercaba a los 26º C. Luego de cinco minutos de reposo, bajó la comida con un poco de agua, y siguió su camino.

La última diligencia era tal vez la más engorrosa, porque era realmente lejos de su oficina. Caminó hasta el subterráneo, línea B, y en menos de media hora llegó al Cementerio de la Chacarita.

Allí se dirigió a la oficina de la Dirección General de Cementerios de la ciudad y, luego de esperar unos diez minutos, lo atendieron y presentó una nota solicitando un certificado de dominio de un mausoleo. La chica que recibió la solicitud le dijo que la llamara dentro de veinte días hábiles, para saber si ya podría retirar el certificado.

Volvió a la oficina cerca de las tres de la tarde. Revisó el correo y preparó unas autorizaciones de manejo que le pidieron del estudio Viale.

El resto de la jornada no tuvo mayores sobresaltos, antes de las siete de la tarde nuestro héroe ya estaba en el supermercado más próximo a la estación de subte General Urquiza, a dos cuadras de su casa.

Allí compró dos cervezas y algunos snacks para acompañar, pagó con un billete de cien, y al salir del súper, fue al kiosco de al lado y compró unos Gold Leaf.

Llegó a su casa siete y media, y lo primero que hizo fue poner las cervezas en el congelador, y fumar. Se sacó el traje y abrió la ducha. Había sido un día caluroso y nuestro hediondo héroe necesitaba un buen baño. Se desnudó, terminó de fumar, y fue a por ello.

Habría tardado siete minutos bajo la ducha y cinco más frente al espejo, para afeitarse y limpiar sus ojos.

El joven Fénix tenía una afección alérgica en los ojos. Y se le formaban gran cantidad de lagañas a lo largo de sus pestañas. No era tarea sencilla removerlas, muchas veces terminaba lastimando la piel de sus párpados o irritando la superficie de los globos oculares.

Salió del baño y abrió la primer cerveza, encendió el televisor y puso el canal público, donde estaban pasando un partido de fútbol juvenil, del seleccionado sub 20, jugando contra su par chileno. Iban 1 a 1, a los 32 minutos del primer tiempo.

Como el relato no le interesaba demasiado, prefirió bajarle el volumen al televisor y poner música de fondo. Spaghetti Incident fue el título elegido; se sentó en la cama, llenó el vaso y se limitó a contemplar la pantalla.

El partido no era muy bueno, el segundo tiempo ya había comenzado cuando abrió la otra cerveza.

Terminó 1 a 1, y fue suficiente para que Argentina se clasificara para los Juegos Olímpicos.

Terminada también la cerveza, nuestro héroe se cambió de ropa, y se fue a tomar el 4, para ir a cenar con su familia, en la casa donde transcurrió su adolescencia y parte de su infancia.

Todavía no daban las diez cuando tocó el timbre que desató el descontrol de la jauría. Había tres perras en la casa, y también tres gatos, dos hembras y un único macho.

Cada vez que Fénix llegaba de visita todos los animales se abalanzaban sobre él, a excepción de una de las siamesas.

Las perras ladraron casi por diez minutos, y solo se tranquilizaron cuando nuestro héroe se sentó frente al televisor. Lo entretuvo por un rato un programa de investigaciones criminales, del canal francés. Pero concluyó a los pocos minutos.

Fénix siempre aprovechaba la visita a sus padres para ver un poco de televisión por cable y leer el diario, aparte de la sustentable cena, obviamente.

Hoy iban a comer Chicken Pie, y a charlar de política en la mesa, bebiendo vino, como ya es costumbre cada vez que nuestro juvenil héroe familiar los visita. Claro que el vino lo tomaban solamente Fénix y Cacho. Vivian, su madre, no bebía alcohol, a no ser que se festeje algo (navidad, año nuevo, aniversarios).

Terminaron de comer y Fénix se quedó un rato más con las perras y el gato gris, que tanto afecto le ofrecían cada vez que estaba allí.

Se llevó algunos libros y algo de ropa que todavía guardaba en su antiguo cuarto. Lo despidieron todos con mucho afecto, y volvió para su departamento en San Cristóbal.

Ya era la 1:15 cuando entró. No duraría demasiado tiempo despierto. Fumó un poco en el balcón, y observando las nubes supo que llovería pronto, y sintió aumentar su somnolencia al pensarlo.

Acomodó los libros y la ropa que había traído, más luego se tumbó en la cama y durmió profundamente. Tuvo sueños bastante difusos, y solo pudo recordar una pequeña parte de uno, en el cual participaba de una extraña fiesta, donde reinaba el género femenino.

La música quedaba en un segundo plano, tapado por los murmullos y gemidos que se oían.

Llamaba la atención que los sonidos no provenían de ninguno de los allí presentes. Daba la sensación de que hubiera un grupo de personas escondidas en otra habitación, observando y comentando todo lo que ocurría en la fiesta. Y de alguna forma el sonido de sus voces era escuchado en el gran salón, tal vez no por todos, pero sí por nuestro héroe.

Con esa extraña imagen onírica, Fénix se despertó, eran las cuatro y no se pudo volver a dormir hasta las 4:30; y mientras tanto se entretuvo fumando en el balcón. Luego concilió el sueño, y cayó fundido, y no recordó haber vuelto a soñar.

A las 8:30 salió de la cama y fue a abrir la ducha. Planchó una camisa blanca y se bañó. Todavía no eran las nueve, y ya estaba prácticamente listo para salir. Y aprovechó los minutos que le sobraron para comer un omelette y fumar un rato.

Así y todo, llegó a abrir la oficina cinco minutos antes de las diez, un rato después llegó Marta, e inmediatamente Luciana junto con Juana.

Luego de preparar café, nuestro juvenil héroe trabajador comenzó a armar una constitución de usufructo y unas autorizaciones de viaje que tenía pendientes.

Para cuando llegaron los jefes, ya eran casi las 11:30, y Luciana les dio para firmar unos cheques para depositar, y luego se los entregó a Fénix junto con unas cuentas para pagar.

Con las escrituras a medio armar, salió para el banco. Haciendo una rápida parada en el supermercado chino, donde compró tres empanaditas de cebolla y carne. Las comió mientras caminaba, el día se prestaba para ello. Casi no había nubes y de a poco empezaba a levantar temperatura el mediodía.

En la fila del banco leyó algunos pasajes del Lobo Estepario. Otro de sus libros favoritos.

Fénix no era un gran lector, no tenía disciplina para leer un libro de corrido, se cansaba y distraía con mucha facilidad. Pero tenía unos cuantos libros de su preferencia, los cuales había leído ya varias veces, y casi siempre llevaba alguno de estos encima, para leer pasajes al azar, como en esta ocasión.

No había llegado a leer ni tres páginas cuando se le acercó una empleada para preguntarle si no gustaba pasar a hacer el depósito en los puestos de autoservicio.

Fénix le dijo que también debía pagar algunas boletas de luz, y que por lo tanto debía hacer la fila indefectiblemente.

La chica insistió diciéndole esto:

- Puede pagar los servicios en las máquinas, solo necesita tener el importe exacto, porque no da vuelto.

Nuestro juvenil héroe revisó sus bolsillos y se encontró con que solamente le faltaría tener un billete de cinco pesos para alcanzar la precisa suma de $667,40.-

La señorita, ante este hecho, se ofreció a conseguirle dos billetes de cinco en el acto. Se acercó a una caja y enseguida le dio el cambio y asistió a Fénix para realizar los pagos en la unidad de autoservicio.

Se despidió amablemente de la mujer que tan gentilmente le facilitó las cosas, le preguntó su nombre y volvió para el estudio.

Se llamaba Elena y tenía un cuerpo privilegiado, sobretodo las piernas. Pero lo que más había cautivado a Fénix era su voz: suave y pasiva. Muy prolija en su modulación, y muy sensual en la forma de pausar sus palabras. Sí, oír su voz fue toda una experiencia para nuestro héroe. Y solo pudo notarlo cuando se alejó del banco. El sonido quedó rebotando en su cabeza durante un buen rato, creando una especie de hipnosis o encantamiento en él. O al menos esa fue su sensación.

En la oficina, el resto de la tarde se pasó bastante tranquila. Armaron algunas escrituras más, poderes más que nada, y tres certificaciones de firmas en unos boletos.


Justo cuando parecía terminarse la jornada, Marcos apareció con un encargo para Fénix. Tenía que llevar unos papeles al consulado de Francia. Era la documentación de una sociedad de un amigo del jefe mayor.

Las puertas del consulado, siendo las 16:30, ya habían cerrado al público, pero igualmente iban a recibir a nuestro diplomático héroe, porque Marcos anunció su llegada telefónicamente, para que el mismísimo cónsul permitiese su ingreso.

Se tomó un taxi y llegó diez minutos antes de las 17 horas. Era una gran reja negra, tocó el timbre dos veces y, luego de cinco minutos, alguien respondió:

- El consulado ya está cerrado.
- Traigo un sobre para el cónsul, creo que lo está esperando.
- Aguarde un momento.

La voz se ausentó por otros cinco minutos, y al regresar preguntó a nuestro héroe:

- ¿Cómo es su nombre señor?
- Fénix Denay.
- Empuje la puerta, señor Denay.

Se oyó el timbre y la puerta cedió. Una hermosa mujer rubia fue a su encuentro y le dijo:

- Buenas tardes señor Denay, sígame por aquí por favor.

Nuestro héroe obedeció sin emitir sonido alguno. El vaivén de sus piernas parecía ser bastante hipnótico. Fénix la siguió como un pequeño patito amarillo seguiría a su madre.

Pronto llegaron a un pequeño cuarto con un sillón antiguo y una gran biblioteca en la pared de frente a la puerta.

- Aguarde aquí por favor, el cónsul lo atenderá en unos minutos. Si desea puede servirse café o agua de la máquina que está junto a la puerta.

Nuestro héroe diplomático se sirvió un café y esperó casi quince minutos, hasta que entró un joven de unos treinta años. Su cara le resultó muy familiar. Tenía los ojos un poco hundidos, pómulos huesudos, nariz aguileña, y el pelo engominado al costado.

- Buenas tardes, disculpe la demora. Soy el asistente del cónsul, me envió para que le reciba los papeles de la sociedad.

Reconoció su voz enseguida. Era Lucas Soria, un viejo compañero del colegio.

- ¿Lucas? Soy Fénix Denay, del Lasalle. ¿Te acordás?
- ¡Fénix! Mira donde te vengo a ver, ¿en qué andás?
- Laburando para un escribano, no me puedo quejar demasiado. ¿Vos hace cuanto que estás acá?
- Hace como cinco años, es el mejor trabajo que tuve hasta ahora. Si supieras lo bien que se la pasa…

Charlaron un rato y Fénix le dio los papeles que había traído. Se despidió, y se fue escoltado por la voluptuosa rubia; eran ya las 17:45 cuando estuvo fuera del lugar.

Lo llamó a Marcos y, éste, lo autorizó para que se vaya directamente a la casa, sin regresar al estudio. Y así, nuestro héroe, emprendió su camino sin un rumbo aparente.

Caminó pausadamente, fumando y contemplando el paisaje urbano. La llegada de la primavera  iluminaba de otra forma a la ciudad. Tanto verde, tanto blanco, rosa y amarillo, hacían que el gris hollinado de los edificios sea mucho más amable al ojo.

La vieja arboleda de Barrio Norte, hacía de la Avenida Alvear, una de las más vistosas de toda la capital. La caminó a paso tranquilo, y así llegó hasta Recoleta, a la puerta del cementerio precisamente.

Todavía tenía casi una hora para recorrerlo, antes de que cierre sus puertas. Entró y, seguido por un pequeño gato anaranjado, se fue hasta el fondo de la necrópolis. Se metió en un estrecho pasillo que hay entre el muro y la última fila de féretros. Y allí, invisible a ojos ajenos, se armó un pitillo y fumó sin prisa.

Permaneció escondido un buen rato, eran las 18:40 cuando encaró para la salida. Recorriendo por el lado norte del cementerio, a paso firme, mientras leía los nombres de los ya sin vida: “Eusebio Marino, ex lamebotas del capitán, guía turístico en las salinas norteñas”; “Amalia Tronador, alias `Tormentita´, vendedora de pararrayos”.

Una vez afuera, caminó hasta Las Heras y Pueyrredón y se tomó el 41. Llegó a casa a las ocho, ya era de noche y la luna estaba casi llena. Pasó por el súper y compró ravioles, crema y queso rallado.

Todavía estaban terminando los noticieros cuando se puso a cocinar, en los cuatro canales al mismo tiempo. Pero por suerte empezó una buena película, cuando los ravioles estaban casi al dente. La película no era buena realmente, pero era una maravilla comparándola con lo que se podía ver en la televisión abierta por estos días.

Antes de media noche el cielo se había cubierto con grandes nubarrones, que ocultaron la luna y buena cantidad de estrellas. Nuestro héroe somnoliento volvió a fumar después de comer, y se durmió a la luz del cine dramático francés.

Volvió a soñar con la fiesta, en la que se oían voces desconocidas. Pero esta vez, nuestro héroe onírico, decide abandonar el salón donde está la gente, y se escabulle por una pequeña puerta de madera, situada a un costado de la barra.

Debió agacharse para poder pasar por el marco de la puerta, y luego atravesar un pasillo sumamente oscuro y estrecho, momento en que se da cuenta de que ya no se oían más voces ni murmullos.

Continúa caminando hasta que observa dos luces al final del pasillo. Cuando estuvo lo suficientemente cerca notó que eran dos pantallas de computadora. En una de ellas había una ventana abierta donde decía “La transacción fue concretada satisfactoriamente”, y en el otro monitor, se veían varias ventanas abiertas que decían: “Transfiriendo archivos matrices”.

Eso fue lo último que recordó del sueño, al rato se despertó, cuando aún no eran las cinco de la mañana. Lavó sus dientes, sus ojos y manos. Bebió dos vasos de agua fría, y se volvió a acostar.

A las 7:45 sonó el despertador por primera vez, y hasta las 8:55 no salió de la cama. “Al fin viernes” pensó. Abrió la ducha, enchufó la plancha y puso el noticiero matutino en la tele. Anunciaron 28º de temperatura para esa misma tarde. El cielo se había despejado un poco y se asomaba un sol rajante, pero todavía el aire estaba pesado. Como si estuviera por empezar a llover de costado.

Tal vez era un buen día para viajar en colectivo. Cuando hay tanta humedad, el subte es imposible; más allá del calor sufrido, lo más insoportable es el repugnante olor que emanan sus instalaciones.

Y hoy parecía ser uno de esos días. Sin perder ya más tiempo, planchó su camisa rosada, sacó su traje azul y se metió en la ducha. Se afeitó rápidamente, y antes de las 9:30 ya estaba esperando el 126 en San Juan y 24 de Noviembre.

El colectivo tardó casi diez minutos en aparecer, y estaba bastante lleno. Pero al menos corría aire, y se podía ver la luz del día, y los colores que el mes de noviembre nos ofrecía con el brotar de la flora urbana.

Llegó doce minutos tarde al trabajo. Marta y Luciana ya estaban allí. Preparó café y se fue a cobrar unas facturas al estudio Goyenetche, que arrastraba una deuda de casi $ 2.000. “Seguramente cancelarán la mitad o menos”, pensó Fénix, y no se equivocó. El cheque era por $ 850.

Regresó al estudio y se puso a armar la escritura de designación de autoridades de FIMA S.A. Para ello debía tipear tres Actas distintas (dos de Directorio y una de Asamblea), y aparte el Registro de Asistencia a Asambleas.

El hecho de tipear no le requería grandes esfuerzos. Fénix había estudiado mecanografía en el colegio, y podía escribir muy rápido y sin mirar el teclado.

El calor del mediodía provocó el encendido de los aires acondicionados en la oficina, por primera vez desde el verano pasado. Y por suerte, nuestro héroe, solamente tuvo que salir una vez más a la calle, pasando el resto de la jornada bajo el fresco aire de artificio.

Las últimas dos horas se pasaron lentamente. Se terminó de facturar los pendientes de todo el mes, y se imprimieron todos los testimonios que se llevaría el gestor el día lunes.

Romy y Juana no estaban, porque nunca iban los viernes. Los demás eran los miembros más jóvenes del staff, y sexualmente activos, por así decirlo. Y al no tener mucho trabajo atrasado, antes de que den las 18:00, terminaron hablando de sexo y comiendo medialunas con el café.

Salió del subte a las 18:25, y aprovechó los últimos rayos de sol para salir con la bicicleta un rato. Se sacó rápidamente el traje, y salió arando por la avenida San Juan hasta la costanera. El atardecer se puso medio anaranjado, y el paisaje era digno de ser apreciado. Pasó por la puerta de la reserva ecológica y fue por la costanera hacia el lado norte de la ciudad, dando la vuelta al final del puerto y regresando por Alicia M. de Justo.

Casi sin darse cuenta se habían hecho las nueve, hacía rato que no había más rayos de sol, y nuestro hambriento héroe juvenil pasó por San Telmo, en busca de algún bodegón que saciara a su crujiente estómago.

Lo halló rápidamente en Bolívar entre Chile y México. Dejó la bici atada afuera, y pidió ravioles con salsa mixta, vino de la casa y un sifón de soda. El plato llegó a su mesa veinte minutos después de pedirlo, y en un rato se ocupó de limpiarlo.

El lugar a pesar de ser bastante sombrío, tenía televisor y estaban pasando un partido, correspondiente a la octava fecha del apertura. Jugaban Olimpo y Banfield, en Bahía Blanca. Faltaban doce minutos y lo ganaba Olimpo 2 a 1, de ida y vuelta, gustoso a la vista.

Fénix se sentó junto a la ventana, y fumó un cigarrillo mientras terminaba el partido. Córner polémico sobre la hora para el Taladro, y cabezazo agónico de Víctor López para el 2 a 2 definitivo.

Luego de pedir la cuenta, pasó por el baño, para emprender el regreso lo más ligero que se pudiese. Pagó, dejando $ 4 de propina, y tardó menos de veinte minutos en volver a la esquina de Constitución y 24 de Noviembre.

Cuando subió al departamento supo que necesitaba limpiar un poco, y también lavar algo de ropa. No toda, porque el tender era muy chico. Pero definitivamente debía comenzar a limpiar, el olor se hacía notar en estos días calurosos.

Empezó lavando las camisas, que era lo más engorroso. “Definitivamente necesito un lavarropas”, pensó. Cuando terminó con las cuatro camisas se dio cuenta de que no le quedaba espacio para colgar mucho más. Apenas entrarían tres remeras más y un pantalón, aparte de las medias.

Con el tender lleno, lavó la vajilla y finalmente barrió todo el departamento. Que no era demasiado, ya que no superaba los 30 metros cuadrados. Al terminar encendió el televisor, y al cabo de una hora ya estaba dormitando.

Pero cerca de la una de la mañana, sonó el timbre. Nuestro héroe en un principio no le prestó atención. Mas al tercer timbrazo, se despertó y fue a contestar. Era Sandra, y Fénix le aviso que enseguida bajaría.

Se metió en el baño, se lavo la cara, los dientes. Y antes de bajar, acomodó un poco la ropa que estaba dispersa por el cuarto, e hizo la cama superficialmente.

Cuando salió del ascensor la vio y solo pudo sonreír. Tenía un vestido muy corto y ajustado. Negro, sin medias, piernas recién depiladas. El pelo, esta vez, suelto; y un maquillaje sutil: un poco de sombra, y labios apenas rosados.

Lo natural de su rostro, hacían que sus curvas se lucieran todavía más. Aparte de todo, traía una bolsa en la mano, al parecer con una botella de champagne adentro. Subieron e hicieron el amor sin cruzar palabra.

Sandra tenía un gran poder sobre nuestro juvenil héroe sexual. Y lo ejercía dictatorialmente. A su manera, cuando quería, y las veces que quería. Él solo podía someterse y rendirse al placer, abstrayéndose de todo el universo.

Cuando Fénix era sexualmente satisfacido, su mente se ponía en blanco, y se quedaba algunos minutos en una especie de trance. Placenteros minutos, valga la aclaración.

Después del segundo polvo, nuestro héroe sacó la botella de champagne, que había metido en el freezer cuando subieron. Y también buscó un frasco de caviar que tenía atesorado en la alacena.

Bebieron y comieron las extravagancias, y luego de terminar la botella volvieron a hacerlo, dos veces más. Antes de las 3:30 Sandra ya se había ido, y el joven Fénix descansó.

Esta vez no tuvo sueños extraños, ni tampoco volvió sufrir interrupciones. Durmió hasta pasadas las doce del mediodía. Y lo primero que hizo cuando se levantó fue ir al súper, para comprar huevos, queso, fideos y puré de tomate.

Cuando volvió al departamento se hizo un omelette, y luego fumó, con la música a todo volumen. Había puesto un disco de Sex Pistols, y acostado en la cama lo escuchó de principio a fin.

Luego se metió en la ducha, y estuvo un buen rato. Ya que no debía llegar temprano a ningún lado. Se afeitó, lavó sus dientes, sus orejas, y se cortó las uñas. Y así, desnudo, se acostó, volvió a fumar, y durmió una hora y media más.

En realidad no llegó a dormirse profundamente, estuvo en una especie de estado intermedio. Al cual se accede a través de la respiración, haciendo una especie de sostenutto en la expiración.

Cuando volvió en sí, se puso a preparar el almuerzo. Con el puré de tomates comenzó el tuco, condimentándolo con una pizca de comino; sal y pimienta; orégano, ají molido y pimentón. Y finalmente lo perfumó con un poco de estragón.

Fénix era un cocinero al que le gustaba darle como mínimo cincuenta minutos de cocción a la salsa. Porque de otra forma, queda un poco ácida. Y no quería tener que recurrir a recursos obsoletos, como agregarle azúcar para neutralizar la acidez. Lo fundamental era mantener un incremento constante de agua, para que el tuco no se seque, y revolver con cuchara de madera esporádicamente.

Para apaciguar la espera, puso música y salió al balcón, el día estaba bastante soleado. Las escasas nubes, y el viento primaveral, lograban una temperatura ideal. “No más de 23º C” pensó Fénix.

Fumando contempló la autopista, atestada de autos en dirección oeste, el cada vez más popular éxodo de fin de semana.

Y cuando pensó en ello, se dio cuenta de lo lejano y ajeno que le resultaba todo eso del éxodo. Primero porque no tenía auto, y menos que menos una propiedad en las afueras. Y aparte la imagen de una casa en un country le resultaba demasiado familiar, y nuestro héroe estaba, definitivamente, muy lejos de formar una familia. Ni siquiera tenía novia.

Apenas tenía un monoambiente alquilado, un televisor de veintiún pulgadas, heladera y somier; y la bicicleta, que era lo más parecido a un auto que podía tener.

Fénix nunca tuvo capacidad de ahorro económico. El dinero se escurría entre sus manos, y lo peor es que lo gastaba, generalmente, en cosas efímeras y perecederas.

“Al menos la bici me sirve para no gastar en transporte público”, pensó. Y volvió a la cocina a revolver su tuco, le agregó un poco más de agua. Todavía le faltaban unos quince minutos más. Prendió un cigarrillo, y puso el agua para los mostachotes.

En la tele estaban dando un partido del Nacional B, Rosario Central - Chacarita, en el Gigante de Arroyito. Ganaba Central 2 a 1, y antes que termine el primer tiempo los fideos ya estaban al dente.

Comió tranquilamente, y cuando arrancó el segundo tiempo bajó a comprar una cerveza. El partido finalizó 3 a 3, y cuando se acabó la birra salió con la bici para la costanera.

Fue todo derecho por San Juan, sin correr demasiado. Hacía mucho calor, el sol partía el asfalto. Al llegar a la esquina de Tacuarí, tuvo que parar a comprar agua, y luego bajó hasta Paseo Colón y se detuvo a fumar.

Estaban jugando al fútbol, allí en las canchitas que están en San Juan y Azopardo. Y uno de los arqueros chistó a nuestro joven héroe. Y cuando Fénix se percató, el muchacho le hizo una seña con la mano.

Cuando se acercó al alambrado el arquero le preguntó si quería jugar, porque justo les había faltado un jugador, y no llegaban a diez. Fénix lo pensó dos segundos y enseguida accedió. Dejó la bici atada a un costado, y se ajustó las zapatillas.

Los otros nueve jugadores parecían, en su mayoría, menores de veinte años. “Seguro que sale un ida y vuelta constante”, pensó nuestro joven héroe. Por suerte, en su equipo había arquero fijo, el mismo que lo llamó para pedirle que juegue.

A Fénix siempre le gustó arrancar de abajo, y se plantó como último hombre. El partido comenzó un poco impreciso: mucho pelotazo y poca levantada de cabeza. Hasta que llegó un pelotazo, que dio derecho en el pecho de nuestro juvenil marcador central y, antes que la pelota toque el suelo, puso el pase justo para el puntero izquierdo, un jovencito de unos 17 años con remera de Lanús.

Así llegó el primer gol. El delantero definió sin problemas y agradeció el pase a Fénix con un pulgar hacia arriba. Y a partir de ese momento, el control del balón fue exclusivo del equipo que defendía nuestro héroe.

No habían pasado ni veinte minutos, y ya estaban ganando 5 a 2. Y la diferencia se mantuvo hasta el final. Fénix fue figura, metió dos goles de afuera del área y varias asistencias. Pero terminó exhausto. Había corrido demasiado, y su cuerpo estaba empapado en sudor.

Los demás jugadores lo saludaron y agradecieron la participación. Y nuestro juvenil héroe deportivo se subió nuevamente a la bicicleta, y encaró para la costanera.

A pesar del tremendo calor, corría una brisa apaciguante que lo hacía un poco más llevadero. Y nuestro héroe aún tenía energías para ejercitarse un poco más. Aprovechó que todavía quedaban algunas horas de buena luz, se fue para la reserva ecológica que está detrás del monumento de Lola Mora.

Los caminos de tierra, y todas las subidas y bajadas, hacían que el esfuerzo arriba de la mountain bike sea mucho mayor que sobre el asfalto.

Primero que nada pasó por el baño para hidratarse, y enseguida comenzó a andar por el camino norte, que finalizaba en las orillas del Río de la Plata. Contempló el paisaje y, sin dejar de pedalear, trasladó sus pensamientos al lugar más confortable de todo su cerebro.

La frondosa vegetación de la reserva contrastaba, felizmente, con los rascacielos espejados de Puerto Madero. Lo que generaba un paisaje sumamente peculiar y hermoso al mismo tiempo. La reserva nos daba la posibilidad de apreciar tanto lo bello de la naturaleza en libre crecimiento, como así también la evolución arquitectónica en uno de sus puntos más altos.

A la mitad del camino hacia el río Fénix se detuvo, se bajó de la bici, y se sentó a fumar en un banco. El calor se hacía notar un poco más ahora, y nuestro héroe se tomó unos quince minutos de descanso.

Al retomar la marcha, no solo estaba recuperado físicamente, sino que también se le había despertado un buen humor galopante. Y de golpe el paisaje le resultó mucho más agradable.

Cuando llegó a la rocosa playa se sorprendió por la cantidad de desperdicios que el río había devuelto. Desde envoltorios de papas fritas hasta pedazos de neumático. Así era el paisaje urbano, una fiel postal de la difícil convivencia entre la naturaleza y los seres humanos.

Y a Fénix le encantaba ese contraste. Como cuando comienza a crecer el pasto entre las baldosas de los barrios más antiguos. O cuando de los jardines internos de los edificios crecen enormes enredaderas que camuflan el ruin color caqui de la ciudad.

Por alguna razón esa ardua lucha entre la flora y el cemento despertaba todo el aprecio de nuestro héroe urbano, quien fumando observó la inmensidad del gran Río de la Plata hasta que se hicieron las 18:45.

Emprendió la marcha cuando todavía quedaba algo de luz en el cielo, y a mediana velocidad regresó al viejo barrio de San Cristobal.

Lo primero que hizo, luego de guardar la bicicleta, fue ir al Carrefour de San Juan y Castro. Donde compró algunos artículos de limpieza que le faltaban, y medio pollo para comerlo con papas al horno esa misma noche.

Al regresar al departamento, prendió el horno para que se vaya calentando, mas luego se dio un baño relámpago que le devolvió parte la energía consumida durante toda la tarde.

Separó una presa de pollo para hacer una buena salsa al día siguiente. El sabor de un trozo de pollo, cocinado en tuco, era único e irrepetible. Quedaba mucho mejor que con carne picada, o estofado. Al menos así lo sentía el paladar del joven Fénix.

Con el horno bien caliente, cortó las papas y puso todo en una asadera. Bañó con un chorro de aceite, y luego dejó caer una lluvia de ají molido y orégano sobre toda la fuente. Enseguida lo metió y pronto cerró la puerta del horno para que no se escape el calor.

Encendió la tele y puso la alarma para que suene a los quince minutos, y mientras el tiempo pasaba miró el final del partido entre Instituto y Aldosivi.

Al sonar la alarma, nuestro juvenil héroe gastronómico, giró la asadera 180º, porque el horno quemaba un poco más del lado de la puerta. Y luego reprogramó el despertador para que sonara doce minutos más tarde.

Instituto ya había ganado su partido por 2 a 0, y ahora estaban dando una película de los años ’90, una comedia romántica bien Hollywood. Fénix se sentó a verla, pero no le pudo prestar la más mínima atención.

A la segunda alarma sacó la asadera del horno para dar vueltas las papas. Las removió con una espátula, logrando así que no se desarmen ni se rompan. Y luego trozó el pollo y lo bañó con mucho jugo de limón. Nuevamente al horno, y en veinte minutos más ya estaría todo bien cocinado.

Finalmente decidió apagar la tele, y se puso a fumar con Bob Marley sonando de fondo. Y antes que el pollo estuviera listo, bajó a comprar una gaseosa para acompañar la cena.

Cuando ingresó nuevamente al edificio, el olor a pollo con papas se sentía desde la planta baja, ya estaba a punto. Subió y lo sacó del horno enseguida.

Olía y sabía realmente bien. Pollo con papas era el menú más repetido en casa de sus padres. Por eso lo hacía de memoria, y le salía tan jugoso y tierno, que parecía hervido en lugar de horneado.

Antes de medianoche, el pollo ya era historia, y nuestro héroe se dispuso a salir a la calle. Se afeitó, lavó sus dientes, y armó macoña para llevar consigo en su noche sin rumbos.

Caminó por Constitución hasta Liniers, subió hasta San Juan y prendió un cigarrillo. Echando humo llegó hasta avenida Boedo, y llegando a Carlos Calvo se metió en un bar.

Tenuemente iluminado, con mesas y paredes de madera embetunada, parecía a simple vista un lugar muy tranquilo. Estuvo sentado un rato, junto a una ventana, hasta que un mozo de unos 60 años se acercó para tomarle el pedido.

- Tráigame una Warstainer de litro, y algo para picar por favor. Maníes o papas fritas…

Cuatro minutos más tarde me trajo todo: la cerveza, y unos pocillos con aceitunas, papas, y también maní.

Bebió pausadamente, mientras miraba a la gente pasar por la avenida Boedo. Era una noche fresca y con baja humedad. Baja para lo que nos tiene acostumbrado Buenos Aires, dónde los aires húmedos no son para nada afables.

En el interior del bar apenas había tres mesas más ocupadas, y cinco personas sentadas en la barra. Lo que representaba apenas un tercio de su capacidad máxima. Pero para nuestro héroe estaba bien así.

Fénix no era lo que se dice ‘un tipo amante de las aglomeraciones’. Siempre buscó la soledad, o la simple compañía de un animal. Su yo social era la parte más introvertida de su personalidad. Tal vez se desenvolvía muy bien en ámbitos como el laboral, o en reuniones donde se requiriese el intelecto para socializar. Pero a la hora de conocer gente, o estando en situaciones que no le eran familiares, era un tímido total. Venido a menos y silencioso.

Disimuladamente, le echó un pantallazo a la clientela del lugar y enseguida notó que la mesa más poblada tenía apenas tres personas. Un tipo de no más de 30 años, junto con dos chicas un poco menores que él. Muy atractivas, por cierto. Pero debían ser simplemente amigos -pensó Fenix-, ya que ningún hombre podría estar con alguna de esas dos mujeres y evitar, a la vez, ese mínimo de contacto físico permanente. Por lo menos una mano en el muslo.

En la mesa más próxima a la suya había un matrimonio, de por lo menos diez años. O al menos eso nos daba a entender las caras de aburrimiento que tenían los dos. No conversaban, ella miraba por la ventana, y él leía el diario.

Y en la última mesa, al fondo de todo, junto a la barra, había un viejo. Debía andar cerca de los 80, y parecía adormecerse sobre su vaso de ginebra. Cejas largas y caídas, cabello grisáceo y boina. Debía ser uno de esos clientes que ya forman parte del decorado del lugar -pensó Fénix.

Nuestro joven ebrio bebió hasta altas horas de la madrugada, cuando el bar estaba ya casi vacío, y los empleados empezaban a poner miradas punzantes e inquisidoras. Habían sido casi siete cervezas en total. A la última le perdonó la vida, y se fue caminando en zigzag por la avenida Boedo hasta Constitución, y de allí derechito hasta su casa.

Subió al departamento y cayó planchado en la cama. Soñó con un pequeño elefante rosa, que nadaba en círculos en un enorme bowl lleno de ponche.

Cada cierto lapso de tiempo un enorme cucharón ingresaba en el ponche servía en un vaso, y revolvía el contenido. Dejando al pobre elefante pataleando contra el remolino. Hasta que por fin se aquietaba y continuaba nadando normalmente. El sueño era una especie de loop, una constante, monótona y lineal.

Finalmente nuestro juvenil héroe acabó por despertarse, empapado en sudor alcohólico. Y con una acidez importante en el estómago. Se mojó la cara e intentó forzar las arcadas. Sabía que el ardor estomacal no lo dejaría volver a dormirse.

Intento una y otra vez pero no pudo lanzar. Terminó lavando sus dientes, y tomándose unas sales efervescentes y un antiácido. Y al cabo de cuarenta minutos, se durmió.

Volvió a abrir el ojo cerca de las once de la mañana, y siguió durmiendo. Estaba teniendo unos sueños muy extraños. Soñaba con cárceles abandonadas. Donde los reclusos eran fantasmas, o almas en pena, y atravesaban las paredes del lugar en busca de quién sabe qué.

Nuevamente despertó cerca de las 13:20, y ya no quiso seguir durmiendo. Bajó y compró un yogurt bebible y cereales. Desayunó en el balcón, y observó pensativo la autopista. Muchos automóviles comenzaban a volver a la ciudad. Mañana sería lunes otra vez, y los niños debían volver al colegio, y los adultos a sus trabajos.

El día estaba soleado, y el joven Fénix aprovechó esto para lavar algo de ropa. Tres camisas, cuatro remeras, y cuatro juegos de ropa interior: fueron suficientes para llenar el tender. Luego barrió un poco el cuarto, y salió con la bici para San Telmo.

Pedaleó por San Juan hasta Perú, allí dobló a la izquierda hasta llegar a la calle Chile. Cruzó la feria, y entró en el bar Moliere, en la esquina de Balcarce. Allí trabajaba Andrés, su mejor amigo.

Se habían conocido en el colegio, en primer año del secundario. Muchos años de amistad llevaban. Y habían llegado a un punto en que no necesitaban contarse ya muchas cosas. Ya ambos conocían, con bastante certeza, lo que el otro pensaba. No se recriminaban cosas, no se ofendían, no se peleaban. Eran parte de una misma alma, y contenían una relación de amistad totalmente libre y sin condiciones.

Fénix entró al bar y fue directamente a la barra a saludar a su amigo. Hacían casi tres semanas que no se veían. Andrés estaba viviendo en la casa de su novia, en Avellaneda. Y solo venía para capital cuando tenía que trabajar en el bar.

Mucho para decirse no tenían. El noviazgo de Luciano le había dado una tranquilidad poco usual en él. Y Fénix tampoco tenía grandes aventuras para contarle. Simplemente tomaron unas cervezas y miraron el segundo tiempo de San Lorenzo - Colón. Terminaron ganando los santafecinos por 3 a 1, dejando al Cuervo cada vez más cerca del descenso directo.

Después de la cuarta cerveza Fénix se despidió de su amigo, y se fue con la bici para el parque Lezama. Todavía había bastante gente, y quedaban algunos puestos en la feria que cada domingo se arma sobre la avenida Martín García.

La recorrió caminando con la bicicleta a un costado. Y lo único que llamó un poco su atención fueron los puestos de la ropa deportiva. Revisó algunas remeras de fútbol viejas, pero al preguntar los precios se echó para atrás.

Siguió caminando hasta Defensa, y allí comenzó a fumar, mientras subía hasta la avenida Juan de Garay. Dejó la bici atada en la esquina de la comisaría 14ª. Justo enfrente de la casa de sus padres. Y cruzó a tocar el 2º “B”.

Vivian aún dormía la siesta. Y todavía era muy temprano para preparar la cena. Cacho lo invitó con un whisky, y se acomodaron en el sillón del living a mirar el televisor y leer el diario.

Era un anochecer tranquilo en Buenos Aires, los domingos por la noche son acaso los momentos de menor movimiento en las calles de la ciudad. Y eso se reflejaba sutilmente en el comportamiento de las personas y los animales.

No solo Vivian estaba sumida en un sueño profundo. También dormían las tres perras, dos en la cama grande, y la más pequeña en el sillón del hall central.

El primero en aparecer para saludar a Fénix fue el gato. Era un macho, Azul Ruso, que pesaba alrededor de ocho kilogramos. Su pelaje gris violáceo se quedaba pegado en todos lados, por el cambio de estación. Era un gato muy particular. Que parecía tener costumbres más bien caninas.

Estaba siempre dispuesto a saludar a quien quiera que entre en su casa. Montando una especie de show para el recién llegado, que se trataba de refregar todo su largo y ancho cuerpo por cuanta pata de silla (o mesa) se le cruzara en su camino. Emitiendo un ronroneo excesivamente ruidoso y grave. Luego se iría acercando al homenajeado para que le rasque la cabeza, y volvería a repetir su rutina con las patas de la mesa.

Lownnie, era un gato excesivamente terrenal. Tanto que no se lo podía levantar del suelo. Y si se podía, el gato se zafaba de alguna manera y regresaba de un salto a tierra firme. Era un gato cariñoso, pero estaba muy lejos de ser mimoso y apretujable. Es que, a pesar de estar castrado, cumplía su papel de macho a la perfección. Sobretodo porque en la casa eran todas hembras. Y como único macho, no podía andar suplicando que lo alcen y le den besitos en la pancita. Ah no, eso sí que no.

Cuando se hicieron las nueve, se levantaron del sillón y, con el gato siguiéndolos, se fueron para la cocina. Era momento de cocinar las empanadas, que ya estaban listas para freir. Cacho puso a calentar la grasa, mientras Fénix llevaba a la mesa el sifón de soda, las copas y la azucarera.

Quince minutos más tarde ya estaban los tres comiendo y mirando el canal de noticias, donde las mismas eran de lo más intrascendentes. Videos de Internet, informes sobre la suba de precios en supermercados, y crónicas de algunos crímenes que habían sido noticia meses atrás.

Era un domingo muy domingo, y eso se notaba hasta en la pantalla del televisor. Habían sobrado tres empanadas y, después de la gelatina, volvieron al sillón a seguir empapando sus labios con Jack Daniels. Pero antes que nada cambiaron al canal deportivo, y justo engancharon el partido que hubiere jugado el Barcelona F.C., el día anterior, por la liga de España.

Cacho se durmió antes de las 23:30, y Fénix se quedó a pesar de su somnolencia. Terminó de ver el partido y se fue después de las doce de la noche, con los ojos llenos de fútbol y la vejiga embriagada.

Se subió a la bicicleta y salió zigzagueando, el alcohol había depositado una especie de nebulosa en su mirada. Ergo procuró no aumentar la velocidad en demasía. Pedaleó tranquilo y derecho por Juan de Garay, 2,5 kilómetros hasta 24 de Noviembre, allí dobló a la derecha y llegó a casa a las 00:45. Subió, lavó sus dientes, y fumó en el balcón.

Pocos minutos después ya estaba dormido y soñando otra vez con el pequeño elefante rosado. Pero esta vez estaba sobre una pequeña mesa ratona, dónde estaba (justo en el centro) la botella de Jack Daniels casi vacía, y el minúsculo proboscidio no hacía otra cosa que darle de topetazos a la botella. Como si intentara voltearla, pero sin éxito aparente.

De cualquier forma lo intentaba, y cada vez con más ahínco. Se iba a los extremos de la mesa, para levantar velocidad, pero la botella apenas se balanceaba. Al igual que la noche anterior, el sueño no lo conduciría a ningún lugar en particular. Y a la mitad de la noche, nuestro onírico héroe juvenil se levantó con la vejiga a punto de estallar.

Eran las cinco de la mañana, se metió en el baño y orinó, hidrató la sequedad de su boca, y volvió a la cama. Pronto se durmió y no volvió a soñar. El despertador sonó minutos antes de las ocho de la mañana. Lunes otra vez, y las nubes por todo el firmamento advertían un comienzo de semana pasado por agua. 

Salió de la cama y estiró sus piernas. La vieja rodilla cicatrizada crujió un poco, gracias a la humedad. Se metió en el baño, y se dio un duchazo, con el agua bien caliente. Lavó con ahínco todo el cuerpo, y se puso un poquito de shampoo en el pelo.

Cuando cerró la canilla, había quedado como una sedita. Se afeitó muy lentamente, y perfumó sus poros con colonia. Al salir del baño, le dio cuatro pitaditas a un tucón, y se puso el traje gris oscuro, con una corbata azul.

Nueve y cuarto de la mañana, salió de casa, y llegó a la escribanía cinco minutos antes de las diez. Luciana ya había llegado, y había puesto a preparar café. El joven Fénix, encendió la computadora, y puso descargar el correo electrónico.

En la radio sonaba un tema de Luis Alberto Spinetta, y nuestro musical héroe juvenil esbozó la primera sonrisa del día. Se puso a fotocopiar, mientras tarareaba la canción del Flaco, un montón de personería que tenía que agregar al protocolo.

Cerca de las diez y media, empezaron a llegar los demás. Marcos fue el último. Y cuando entró, ya estábamos todos bastante ocupados con diversas tareas. Hoy al mediodía se iban a firmar tres escrituras, una atrás de otra. Y como de costumbre, había que tener todo listo con anticipación.

Fénix la ayudó a Luciana, bajando las constancias de C.U.I.T., y armando los juegos de fotocopias para repartir entre las partes. Y luego de acabar con ello, salió a pagar la boleta de internet de la oficina en el Banco Río.

Afuera parecía poder cortarse el aire con cuchillo. Estaba a punto de largarse a llover. Y llovería un rato bastante largo. Se metió en el banco y supo que la fila demoraría por lo menos media hora.

Siempre había filas largas en ese banco. En realidad,  no eran largas, eran lentas. Había tres filas diferentes, y una sola caja para cada una. Por eso, podías demorar media hora o cuarenta minutos, teniendo solamente diez personas adelante.

Pero por suerte, nuestro joven lector, traía un libro en el bolsillo. El castillo, de Kafka. Se sumergió en sus densos párrafos, y en menos de treinta y dos minutos, ya estaba afuera del banco. Momento exacto en que empezaba a lloviznar.

Volvió al trote, y se sirvió un café con leche cuando subió. Revisó el correo, y se puso a preparar tres poderes bancarios, que le habían solicitado de la financiera que tenía el sobrino de Romy.

Cuando terminó los poderes, ya se estaba firmando la última de las escrituras. Y cuando Marcos salió de adentro de la sala de firmas, lo llamó a Fénix, y le dijo que tenía que llevar un sobre urgente al consulado francés, y traer otro para la oficina.

Ahora sí, llovía con mucha más fuerza. Y por suerte, el colectivo 130 vino bastante rápido. Terminó llegando al consulado a las cuatro en punto de la tarde. Y logró entrar, esta vez, sin inconvenientes.

La misma rubia avasallante, fue hasta la entrada a buscarlo, y lo hizo pasar a una sala un poco más amplia. También con una gran biblioteca. Se sentó en un cómodo sillón, y en menos de diez minutos, entró Lucas Soria en la habitación.

- ¡Fénix, querido!
- ¿Cómo andás Lucas?
- Bien che, acá tengo lo tuyo.
- Sí, a mi también me dieron este sobre. Adentro está el resto de la personería, y las escrituras de fusión en original.
- Maravilloso nene. Che, te quería decir algo… que el otro día me quedé pensando.
- ¿Qué cosa? Decime…
- ¿Te interesa un laburito nocturno? Necesito alguien con buena presencia, y de confianza.
- Calculo que sí, por lo general estoy libre de noche. Pero, ¿de qué se trata?
- Es una papa. Tenés que estar en la recepción de unos eventos. Que se hacen casi todas las semanas, acá mismo. En el pequeño chalette, que está acá al lado.
- Mirá vos…
- Es una boludez, te pagan cien dólares la noche. Arrancás a las once, y antes de las cinco de la mañana te vas a casa.
- Che, no esta nada mal.
- Para nada nene… Tenés que venirte trajeado, eso sí. Y afeitadito también.
- Con eso no hay drama.
- Generalmente, tenemos un evento semanal, a veces dos. Puede ser cualquier día. Los sábados también.
- Buenísimo che, la verdad que me interesa.
- ¡Espectacular nene! ¿Podés este miércoles?
- Sí, no tengo planes.
- Listo, quedamos así. Venite el miércoles, a las diez de la noche. Trajeadito, no te olvides.
- Voy a estar acá.

Nuestro joven héroe volvió a la escribanía empapado, a las cinco y cuarto de la tarde. Preparó un acta de manifestación de convivencia, y antes de irse, la ayudó Marta a sellas unos juegos de fotocopias.

Se sumergió en el subterráneo a las seis y cuarto. Y llegó a casa en menos de media hora. Se armó un sándwich de queso y mayonesa, y se quedó pensativo, mirando la lluvia caer en el balcón.

¿Qué tipo de eventos harían en el interior de un consulado? -pensó-. El dinero le venía demasiado bien. Sobretodo si se hacían todas las semanas. Podría embolsar como mínimo cuatrocientos dólares extra por mes, alrededor de mil quinientos pesos. Y solo tendría que desvelarse una vez por semana. Parecía demasiado fácil.

Terminó de comer el sándwich, y se tiró en la cama, descansó sus ojos, e intentó desconectar sus pensamientos. Cerca de las ocho, sonó el timbre. Era uno de sus amigos del barrio, “el Migue”, andaba con la bici dando vueltas, y se tomó la libertad de ver si nuestro héroe juvenil estaba en casa.

Fénix atendió el portero enseguida, y bajó a abrirle la puerta. Ya casi no llovía, ataron la bici afuera, y fueron al chino a comprar unas cervezas.

Hacía un par de semanas que no se veían. Se pusieron al día, charlando de algún que otro suceso reciente. Y subieron al departamento, para arrancar con la copeteada.

Primero abrieron la Quilmes roja, y Fénix armó una bandeja con galletitas con queso para picotear. La birra estaba verdaderamente helada. Puso las otras dos en la heladera, sacó los chops* del freezer y se sentaron en el somier a beber.

Migue le contó todo sobre el nuevo trabajo que había conseguido. La dueña era un poco reacia, pero él se la aguantaba sin chistar. Los días de mucho trabajo, podía llegar a sacar entre cien y ciento treinta pesos.

Armamos un pitillo, y lo fumamos en la pipa con hielo, que tenía guardada en el congelador. El humo frío era mucho más afable que estando caliente. No hacía toser, y se sentía aun más sabroso.

Entre risas, encendieron la computadora, para poner algo de música. Toda la lista de temas, en reproducción aleatoria. Comenzó sonando el legendario Bob Marley, I Shot the Sheriff, y la pipa siguió yendo y viniendo, junto con los sorbos de Red Lager, y las galletitas con queso fresco.

Antes de abrir la primera Warsteiner, el joven Fénix puso a calentar agua para hacer unos ravioles, con un tuco que tenía guardado en el congelador.

Siguieron fumando en pipa un buen rato, hasta que hirvió el agua, y Fénix puso, en otra olla, a descongelar el tuco. Once minutos más tarde ya estaban comiendo, y habían abierto la última cerveza.

Después de acabar con todo ello, Migue se fue para su casa, cerca de las once y media de la noche. Fénix encendió el televisor, y se quedó mirando el final de Duro de Matar II, todo un clásico del cine de acción.

Antes de la medianoche, nuestro juvenil héroe, se había quedado dormido. Y había comenzado a soñar con una persecución automovilística, en la cual él era el perseguido.

Manejaba un descapotable, de color aguamarina. Era un modelo ’82, y con el motor hecho a nuevo. El velocímetro marcaba 160 kilómetros por hora, y no había ningún tipo de iluminación en la estrecha carretera.

Lo venían siguiendo, doscientos metros atrás, tres BMW, última generación, negros, con los vidrios polarizados. Nuestro joven Fénix apretaba el acelerado a fondo, pero sus perseguidores eran un poco más veloces.

Se iban acercando y alejando del convertible de Fénix. Como si quisieran demostrarle que podrían alcanzarlo cuando se les diera la gana.

Pronto, uno de los BMW, se adelantó, y puso su auto a la par del convertible. Amagó a tocarlo de costado, pero Fénix consiguió evitarlo, dando un ligero volantazo a la izquierda.

Otro de los autos aceleró, y chocó el guardabarros trasero del convertible, Fénix se vino para adelante, y se dio un pequeño golpe en la cabeza. Pisó el acelerador a fondo, y logró adelantarse un poco.

Con sus sentidos alterados, Fénix, giró su cabeza para ver a sus perseguidores. Que en ese preciso instante, prendieron sus luces altas, encandilando a nuestro juvenil automovilista.

Enderezó su cabeza, sin poder ver todavía, y se encontró un giro de casi noventa grados a la izquierda, que no tuvo oportunidad de realizar. Con el acelerador a fondo, siguió de largo, saliéndose de la carretera, y precipitándose hacía un barranco.

El auto voló, impulsado por los 170 kilómetros por hora que había alcanzado, y la sensación de caída estremeció los nervios de nuestro joven héroe, que se despertó sobresaltado y sudoroso, en el preciso instante en que impactaba el auto contra un enorme árbol.

Estaba amaneciendo, debían ser las seis de la mañana, y nuestro onírico héroe ya no pudo volver a dormirse. Su cuerpo había descansado lo suficiente, y prefirió aprovechar la mañana, y salir sin apuros para el trabajo.

Encendió el televisor, y estaban dando el noticiero matutino, del canal 9. Fue para la cocina, puso a calentar agua para un té, y se comió algunas galletas con queso. Luego salió al balcón a fumar, y regresó cuando escuchó silbar a la pava.

Después de tomarse el té, se metió en el baño, con intenciones de hacerse un acicalamiento completo. Abrió la ducha, con agua bien caliente, y se enjabonó todo el cuerpo dos veces. Cerró la ducha, y se afeito al ras.

Mirando el noticiero, corto sus veinte uñas, y hasta se tomó la molestia de limarlas también. Se recostó un rato, y fumó hasta que se hicieron las siete y media.

Planchó tres camisas, y algunas remeras. Y luego se puso a hurgar el placard, en busca de ropa sucia, para llevarla a la lavandería de San Juan y 24 de Noviembre. Juntó una enorme cantidad, que tuvo que distribuir en dos bolsas, y salió para allá.

El dueño del negocio estaba abriendo la cortina metálica, justo cuando Fénix llegó a la esquina. Aguardó unos minutos, y luego lo hizo pasar. Le dejó las bolsas, y le dijo que si no pasaba esta tarde, las retiraría mañana.

Volvió al departamento, y se puso a lavar todos los trastes sucios, que tenía en la pileta de cocina. Había acumulado una enorme cantidad de cubiertos y platos, que tenían pegados restos de comida ya en descomposición. El olor era bastante desagradable.

Cuando terminó con ello, tuvo que lavarse las manos, y cepillarse las uñas con jabón blanco. Y, después de fumar un par de pitadas, se puso un traje azul, y salió para la oficina.

El viaje en subte había sido bastante decente, y salió de la estación Bolivar a las nueve y media. Todavía le sobraba media hora para entrar al trabajo. Se desvió unas cuadras por avenida de Mayo, y entró en una librería.

Buscó algunos libros en barata. Las ofertas eran por tres libros, y oscilaban desde los 35 hasta los 60 pesos. Variando según su edición, y el autor, obviamente.

Nuestro juvenil lector hurgó en una estantería donde reinaban los policiales, y una edición nueva de la colección Robin Hood. Y se terminó llevando un libro doble de Conan Doyle, que incluía la primera novela de su célebre personaje, Sherloc Holmes; un libro, mucho más pequeño, de cuentos surtidos de Agatha Christie; y una reluciente edición de nueva de Robinson Crusoe.

Salió de la librería, con diez minutos de sobra para llegar al trabajo. Caminó por Florida hasta Sarmiento, y entró en el bar “Paulín”, donde se pidió un sándwich de cantimpalo, queso y manteca, en pan francés, para llevar.

Se lo armaron en menos de tres minutos por reloj, y caminó por Sarmiento, mientras atracaba con un tercio del mismo. Llegó a la oficina a las diez en punto, y al cabo de cinco minutos, llegaron Luciana y Marta. 

Después de preparar café y revisar el correo, salió para la calle. Tenía algunos sobres para entregar, y tenía que ir para el BBVA Banco Francés a firmar dos cancelaciones de hipoteca.

Caminó por Leandro N. Alem, hasta la esquina de Viamonte. Allí dejó dos sobres, uno en el estudio “De Dios y Goyena”, y otro en la administración del Club Hotel DUT Bariloche. Cuando salió del edificio, sacó del cartapacio el resto del sándwich de cantimpalo, y se lo comió en la plaza Roma, sentado en un banco, y refugiado del sol.

Cuando acabó con él, pasó a retirar un sobre por la oficina del gestor Puertas, y se fue para el banco, a confrontar, y firmar, las escrituras de cancelación. Lo atendió, como siempre, una de las apoderadas, y en poco más de diez minutos acabaron con el asunto.

Volvió a la oficina a las doce y media, y ya estaba todo mundo allí dentro, hablando unos sobre otros, organizando el trabajo del día, y programando las escrituras de toda la semana.


Con la presencia del gestor de la I.G.J., el escribano Angus Larrory, y dos clientes en la recepción, la escribanía era prácticamente un caos. En medio del cual, Fénix se puso a preparar unas autorizaciones de manejo, y una oferta de donación.


Antes de las dos de la tarde, todo se calmó. Los jefes se fueron a almorzar, y los clientes ya habían sido despachados. Fénix había acabado con sus pendientes, y estaba listo para ir al colegio de escribanos, donde debía legalizar las autorizaciones que acababa de preparar, y comprar fojas de protocolo, testimonios, y para rubricar libros.

Llegó a Callao y Las Heras un rato antes de las tres. Dejó las legalizaciones, compró las fojas, y para matar el rato se fue caminando bajo el sol, por Las Heras hasta Junín, y por esta última hasta la puerta del cementerio.

Entró caminando disimuladamente, con las manos en los bolsillos, y un poco cabizbajo. Se internó en la necrópolis, y se sentó a las puertas de un gran mausoléo, perteneciente a una familia apellidada Linares.

Fumó allí durante un rato, hasta que el cielo se cerró, y comenzaron a caer las primeras gotas de una llovizna que, en apariencia, duraría hasta el anochecer.

Nuestro juvenil héroe regresó al colegio, y terminó leyendo algunas páginas de Aguasfuertes Porteñas de Roberto Arlt. Antes de las cuatro de la tarde, le habían entregado las autorizaciones legalizadas, y ya estaba camino a la oficina nuevamente.