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Crónicas Sanatoriales: Gripe A

"La Tanguera" es una chica que había conocido por internet. Voluptuosa, avasallante. De labios finos y piernas firmes. Gran amante, pésima conversadora. Es que tenía una característica muy particular. Más particular que cualquier otra característica que le pude encontrar a una mujer. En lugar de hablar, ella cantaba todo el tiempo, a toda hora, en cualquier lugar, a cappella, y obviamente: tangos...

Su voz era increíble, cómo la extraño ahora. Arrabalera, gruesa, y con mucha actitud. Casi siempre cantaba las mismas canciones, creo que eran 3, tal vez 4; y aún así, nunca me cansé de oírlas.

Y también tenía otra cosa... gritaba como un gato en celo cada vez que teníamos sexo. Gritaba fuerte, extremadamente fuerte; como si liberara todas sus tensiones con sus gritos. Tal vez no estaba ni cerca de llegar al orgasmo, pero ella gritaba a más no poder, desde el principio hasta el final.

La tanguera estaba de novia cuando la conocí, y yo hice las veces de juguete sexual para ella. Fui su amante, y admirador de su faceta artística. Y hete aquí el meollo de la cuestión. Su novio apareció un día con Gripe A, y ella no podía verlo por ese motivo. Y a pesar de que ella no se contagió el virus, si supo ser transmisora del mismo para conmigo. 

El hecho de que ella no había caído en cama, me despreocupó. Pensé que no pasaría nada malo. Y así fue que, con el correr de los días, me fui enfermando. El primer síntoma fue la fiebre. Casi nada de tos, ni mocos, ni nada que se pudiera observar en un cuadro de gripe clásica y contemporánea. Solo había fiebre, extremadamente alta. Por esos días llegué a tener 40°, 39°, no bajaba de eso, y a los pocos días acabé en el sanatorio. Era mi primera internación en mi vida adulta (o post-adolescente).

Unas vez allí, la fiebre continuaba en cifras elevadas y empeorando. Era una pandemia, decenas de personas morían por día. Lo leíamos en los diarios y lo veíamos por televisión cada día. Y ahí estaba yo, internado y, aparentemente, con el mismo virus asesino dentro de mí.

41°, 42°, a esas temperaturas se delira, doy fe, no se puede controlar el pensamiento. Y lo peor de todo: casi no se puede dormir... El dolor de cabeza era una constante, insoportable. Solo se podía agonizar. Quejarse, cerrar los ojos, gemir, querer salirte del cuerpo. Sin dudas fue una de las peores sensaciones que viví.

Fue allí, en el sanatorio, donde conocí al suero. Mi primera vía. Por dónde corría ibuprofeno, una dosis tras otra, que no atinaban a más que a bajar la fiebre a 38,5°, cuando la cabeza dejaba de doler un poco, y solamente por un rato. Al cabo de unas 3 ó 4 horas, subía nuevamente a 41°.

Gracias a "Dios", existía el Tamiflú. El antídoto para la gripe A. Y el gobierno había instrumentado su distribución inmediata a todos los infectados. Ya había cientos de muertos. Solamente debían diagnosticarte la gripe, y te daban las pastillas, dos por día, durante cuatro días. Así, y solo así, se curaba la gente. El Tamiflú era la única forma de escaparle a la muerte.

Al quinto día de haber empezado con el remedio salvador, la fiebre empezó a bajar hasta desaparecer por completo, en solo un par de días. Era matemática pura. Ocho pastillas de Tamiflú, aplicadas durante cuatro días, y la gripe desaparecía.

Gracias al medicamento escapé de la muerte, al igual que miles de personas; pero aún así supe conocerla muy de cerca allí en el sanatorio.

Digo esto porque en una de las habitaciones en las que estuve, se murió el tipo que estaba compartiendo conmigo el cuarto. Era un hombre grande, lo recuerdo muy bien. Tenía pulmonía. Recuerdo que su hermana estaba acompañándolo y recriminándole cosas a todo momento. "¿Ves cómo estás?, eso es por fumar...", "siempre fumaste como un sapo"; eso es lo que recuerdo con más claridad, las palabras. Y también cómo este pobre hombre agonizaba. Tosía todo el tiempo, y gritaba "me duele... me duele", "ayudenmé, me duele tanto...", tosía y tosía.

Un día su hermana se fue porque tenía cosas que hacer, y vendría su otro hermano a pasar la noche con el enfermo. Pero ella se fue, y nunca más vio a su hermano con vida.

No recuerdo si se descompensó o qué, pero ese día los médicos del piso, le dieron morfina al hombre en pena. Lo recuerdo muy bien, porque incluso bromeaban a raíz de lo dificultoso que les resultaba hacer el cálculo de cuanta morfina debían suministrarle. Era una regla de 3 simple, nada del otro mundo. La vía debía dejar caer una X cantidad de gotas por minuto, para mantenerlo vivo. Y discutían torpemente sobre dicho cálculo.

Eran estudiantes de medicina,, aún no recibidos. Los hospitales estaban tan superpoblados por la pandemia, que algunos de los mejores alumnos de 4° año de medicina clínica e infectológica, estaban ejerciendo antes de tiempo por una necesidad, y seguramente por una obligación médica-política.

La cuestión es que le habían dado morfina al agonizante, caían 18 gotas por minuto, las agonías se llamaron a silencio y el hombre murió 50 minutos después de que empezaron a caer las gotas, con los jóvenes futuros médicos rodeándolo, y manteniendo diálogos desesperados mientras el hombre se iba. No supieron evitarlo, y tal vez jamás hubieran podido evitar su muerte, más allá de la morfina o la no-morfina.

Una hora más tarde llegó el otro hermano del hombre recién fallecido, el que venía a reemplazar a su hermana en la vigilia. Llegó y, lamentablemente, ya era demasiado tarde. Fue una escena muy triste de ver. Yo todavía tenía fiebre y chuchos de frío. Hacía dos días que estaba tomando el Tamiflú, ya casi no deliraba. Pero supe ver y oir a la muerte a metro y medio de mi cama. Y tuve que quedarme en la sala de espera del piso 7°, envuelto en una manta, mirando el televisor sin lograr concentrarme. Mientras tanto sacaban el cuerpo del difunto. Fueron como 2 ó 3 horas, que estuve allí, temblando de frío con la manta, un poco por la fiebre, y otro poco por el nefasto momento que acababa de presenciar.

Cuando volví a la habitación, había regresado la hermana del muerto. Sí, la escena podía ser aún más triste. Los dos hermanos lloraban abrazados su pérdida. Lloraban y se insultaban con los jóvenes médicos, en la puerta del cuarto. Sentí empatía. Me acosté en la cama, y dos días después estaba curado.

Vino uno de los directores médicos del sanatorio a darme el alta personalmente, y a hablar con mis familiares. Nos dijo que la pandemia disminuía, pero todavía no estaba erradicada, que necesitaban camas, y que ya estaba curado y en condiciones de irme a casa.

Me fui sin fiebre, con una bronquitis leve, pero curado de la gripe. Estuve una semana en cama, en la comodidad del hogar, hasta que la tos desapareció y volví al trabajo totalmente recuperado.