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Confesión



La historia que voy a contarles sucedió en mis más gloriosas épocas de estudiante, cuando ofrecía gratuitamente mis servicios a la comisaría 10a, y alcancé el punto más alto, hasta ahora, en mi carrera artística.


Todo comenzó en una fría madrugada del más reciente otoño. Al primer cuerpo lo encontró, junto a un árbol, en la parte sur del barrio de Caballito, una chica en situación de calle que deambulaba en busca de comida, abrigo y, tal vez, algún objeto de valor desechado.

Mis compañeros de la comisaría 10a no tardaron mucho tiempo en llegar, apenas 15 minutos después de que la joven hubiere dado aviso a uno de los porteros de la calle Guayaquil al 500.

Atónitos, los primeros oficiales que arribaron, descubrieron que el cadáver estaba totalmente descuartizado y distribuido en tres bolsas de carbón, marca Albión, de similares proporciones. Una hora más tarde apareció la policía forense, junto con los primeros rayos de sol, y al cabo de unos minutos también lo hizo el inspector Gregorio Lamotte.

Empezaba una mañana de frío polar a finales del mayo pasado, gobernada por los naranjas, amarillos y marrones impresos en las copas de los árboles, y también en las veredas, anunciando un invierno tempranero.

Lamotte ordenó a los forenses que se llevaran el cuerpo lo antes posible para su pronta autopsia, y se quedó en el lugar realizando los primeros interrogatorios a la gente de la zona.

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El cielo anaranjado del atardecer iluminaba, atravesando las rendijas de la persiana, el despacho del inspector Lamotte, minutos después de la hora 18.

El detective sentía un poco frustrado respecto del resultado de los interrogatorios, se paseó por la comisaría y, como queriendo reincorporar sus pensamientos, se sirvió un café de máquina. Cuando regresó a la puerta de su oficina uno de los forenses lo estaba esperando. Denotando cierto apuro le pidió que lo acompañara a ver el cadáver hallado en la calle Guayaquil.

Una vez en la morgue, el inspector se quedó pasmado ante lo que veía, y más aún cuando le fueron revelados los detalles de la autopsia. El cuerpo había sido mutilado con una prolijidad y una exactitud asombrosas. Eran 17 piezas de 20 centímetros por 20 centímetros, cortadas a la perfección; y posteriormente cicatrizadas con un componente ácido que no había sido identificado hasta el momento. Era como un rompecabezas de cubos, al cual le faltaba la pieza más importante: el rostro de la víctima.

Al margen de ello, lograron saberse algunos datos no menores: era el cuerpo de una chica, de entre 25 y 28 años; rubia, esbelta, de unos 55 kilos y aproximadamente 1,70 metros de altura.

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Pocos días más tarde estuvieron los resultados de las huellas dactilares del cadáver  La víctima se llamaba Ángela María Prieto, era soltera, tenía 26 años de edad, y se desempeñaba como enfermera en una clínica privada del barrio de Congreso. Inmediatamente se ordenó el allanamiento del departamento que, la señorita Prieto, alquilaba en la calle Humahuaca al 4200.

Lamotte tendría que interrogar a los familiares de la joven mutilada, y también a sus compañeros de trabajo. Pero antes que nada, decidió ir personalmente a inspeccionar el departamento donde Ángela Prieto vivía. Fue acompañado por un oficial de la comisaría 10a, un pelirrojo de apellido Miranda, muy amigo de mis colegas de la universidad, llegaron a Humauhaca 4286 un viernes por la tarde.

Debieron forzar la puerta para entrar al monoambiente. En su interior todo parecía estar intacto, hasta que ingresaron al baño. En las paredes había un mensaje escrito con sangre: "Sarmiento 1367, queda mucha sangre derramada".

No habían pasado ni 40 minutos, cuando llegaron los incompetentes de la policía científica para realizar el peritaje del monoambiente; entonces Lamotte aprovechó para dirigirse a la calle Sarmiento, escoltado otra vez por Miranda.

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La dirección, Sarmiento 1367, se correspondía con un edificio abandonado, venido abajo. Parecía tratarse de una obra de demolición, pero a medio terminar. Estacionaron el patrullero a 30 metros de la entrada, y se encaminaron hacia el portón que cubría la fachada del edificio.

Miranda no tuvo grandes inconvenientes para cortar la cadena que ataba el portón, y se quedó en la entrada mientras el inspector ingresó al edificio. Estaba en ruinas, lleno de polvo, pedazos de ladrillos y maderas rotas. El deterioro de la obra le daba un aspecto tétrico al lugar.

Gregorio comenzó a subir las escaleras cuidadosamente, revisando piso por piso, pero sin encontrar nada sospechoso. Al llegar a la planta alta, debió haberse preguntado si todo esto no sería una broma pesada, una perdida de tiempo. Hasta que de repente escuchó un ruido, maderas caídas. Enseguida empuñó su pistola con la diestra, y tomó la linterna con la otra mano (la noche ya había oscurecido el recinto). Pronto escuchó otro estruendo, todavía más intenso que el anterior, proveniente de la terraza. Subió la escalera y abrió la puerta a patadas.

Un enorme gato negro, encandilado por la luz de la linterna, se apareció con un maullido ofuscado. Esquivó a Lamotte y bajó las escaleras a toda velocidad. El detective largó un suspiro, se pasó el puño de la camisa por la frente y cruzó la puerta.

Una vez afuera, el aire frío de la terraza inundó sus pulmones y se sintió aliviado. Libre de tensiones, alumbró al otro extremo de la azotea, y fue entonces cuando lo vio.

Era el segundo cuerpo, otra vez una mujer, estaba despellejado por completo, sujetado por sus brazos con dos sogas. Solo se podían ver su musculatura y sus ligamentos, el cráneo estaba totalmente pelado, y le habían quitado también los ojos. El detective vomitó al instante y, en cuanto pudo reincorporarse, salió corriendo del edificio para darnos aviso en la comisaría y llamar al jefe de la policía científica.

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El nuevo cuerpo llevaba no menos de una semana allí colgado, y su identificación no iba a ser nada sencillo. Gregorio Lamotte se vio sorprendido, otra vez, por la prolijidad del asesino. El cadáver había sido despellejado a la perfección, como si fuera obra de un cirujano o carnicero. Sin lugar a dudas era el trabajo de un profesional -debió haber pensado Lamotte-, alguien que, seguramente, estaría muy familiarizado con la anatomía del cuerpo humano, y también con el uso de instrumentos quirúrgicos.

Sin tener ningún tipo de evidencia que lo acercara a un posible sospechoso, el detective mandó a analizar la sangre con la que se había escrito el mensaje en el baño de la señorita Prieto. Y después le pidió a uno de mis compañeros de la universidad, que también estaba trabajando en la 10a, que recorriera los diversos supermercados y comercios de Caballito y alrededores, para saber en qué lugares vendían el carbón vegetal de marca Albión, donde se habían encontrado los restos del primer cuerpo.

Las cosas no pintaban fáciles para el detective, quien seguramente, a esa altura, ya estaba totalmente desconcertado por el calibre de los crímenes, su perfecta ejecución, y la forma en que el asesino había vinculado uno con otro.

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No habían pasado ni dos días cuando, en un cambio de guardia, minutos antes de la medianoche, apareció un paquete con forma de cubo en puerta de la comisaría , con un cartel que decía "entréguese al comisario". Otro de los cadetes pasantes entró con el paquete en la mano, y el oficial Miranda lo interceptó antes de que llegara a golpear la puerta del comisario Ordoñez.

Enseguida abrieron el paquete y llamaron a la casa del inspector. Adentro de la caja estaba el rostro de Ángela Prieto, última pieza del puzzle; y también la piel del segundo cuerpo, con el rostro intacto.

La comisaría era una revolución para cuando Gregorio Lamotte puso un pie en ella. Todos estaban alterados, nadie podía creer que alguien hubiera podido dejar el paquete, en la mismísima puerta de la comisaría, sin ser visto. Ordoñez era el más enfurecido, y el asunto se ponía cada vez más pesado para el inspector Lamotte.

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La identificación del cuerpo hallado en la terraza de Sarmiento 1367, no se demoró mucho tiempo más. La víctima era Carolina Mansilla, se desempeñaba como profesora suplente en la Universidad de la Policía (ubicada a pocos metros del lugar donde fue hallado el primer cuerpo), y dictaba clases para diversas materias de la carrera "Medicina Forense", tenía apenas 34 años de edad. Hermosa mujer, hacía que los alumnos nos volvieramos locos por sus curvas.

Lamotte, para esos días, había logrado sacar algunos testimonios bastante jugosos en la clínica privada donde trabajaba la primer víctima. La recepcionista del lugar y otros empleados aseguraron que la señorita Prieto mantenía una extraña relación (no se sabía si era amistosa o amorosa), con un joven “medio sospechoso”, de unos 25 años, de barba negra y crispada, ojos oscuros y “mirada amenazante”. "Pasaba a buscarla", o simplemente "iba a charlar un rato con ella", al menos dos veces a la semana. Algunos afirmaron que el joven era estudiante de medicina.

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Para principios de junio el frío ya se había instalado en Buenos Aires, y el inspector ya podía lucir su emblemático sobretodo y sus guantes de cuero. La noche invadió su despacho a las 18:15 horas, golpee su puerta y le entregué, como había solicitado, la caja con todas las fichas de los estudiantes de la Universidad de la Policía.

Sin perder un segundo, Lamotte levantó el teléfono y llamó a la clínica Dr. E. Ríos, y le dijo a la recepcionista que al día siguiente pasaría por su trabajo para ver si lograba identificar a alguno de los estudiantes en las fotos.

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A la mañana siguiente el detective amaneció un poco resfriado, lo que convertiría a ese en un día agotador. Llegó a la clínica en Congreso cerca de las 9:30. Y para su sorpresa, había una chica desconocida en la recepción.

- ¿Qué pasó con la recepcionista? -debió haber preguntado el inspector.
- No vino a trabajar, yo soy Paula, la estoy cubriendo. ¿Usted quién es?
- Soy el detective Lamotte, hablé con la señorita Sánchez ayer...
- ¡Lamotte, eh! Yo tengo un sobre para usted.
- ¿Cómo?
- Un motoquero lo dejó aquí a primera hora, dijo que usted lo recogería, insistió aunque le dije que no conocía a ningún Lamotte. Pero aquí está usted, así que tenga.

En el interior del sobre había una nota escrita con lápiz: "Parque Centenario, apurate antes de que se la acaben".

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Acompañado por dos oficiales, Lamotte comenzó con las tareas de rastrillaje en el parque, mientras los tontos de la policía científica venían en camino.

El sol del mediodía calentaba tímidamente los crecidos pastizales del enorme Parque Centenario, y Lamotte estaba como tildado en la mitad de la búsqueda. Observaba a la distancia los diversos recovecos que había en el Centenario, pero sin lograr concentrarse realmente en lo que estaba haciendo.

Diversos pensamientos sobre el asesino comenzaban a atormentarlo. ¿Cómo era posible que estuviera siempre un paso adelante? ¿Qué era lo que buscaba con todo esto? Por lo pronto, estaba provocándole fuertes dolores de cabeza.

En el preciso el momento en que la policía científica llegó al lugar, uno de los oficiales que acompañaba al detective, lo llamó con un grito. Lamotte giró la cabeza y vio al oficial señalando, con su dedo índice, un enjambre de gatos negros entrando y saliendo de una enorme bolsa gris.

Adentro estaba el cuerpo de la señorita Sánchez, recepcionista del centro médico Dr. E. Ríos, con una enorme y simétrica abertura abdominal, por donde se escabullían todos sus órganos. Y gravado a punta de bisturí, sobre sus muslos, otro mensaje: "es ud. muy lento... detective".

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El tercer e inesperado episodio, lo dejó a Gregorio sin aliento. Su resfriado se prolongó un par de días, y aprovechó el reposo para meditar en el caso desde su casa, con las fichas de los alumnos, y los testimonios que había recogido de los vecinos, y los allegados de las víctimas.

Debió hojear los expedientes una y mil veces, opbservar detenidamente las fotos, e incluso debió haber leído las calificaciones y anotaciones de conducta. Habrá sido entonces cuando aparecieron algunas cosas que le hicieron un poco de ruido en su cabeza. Lo primero fue que había tres alumnos de medicina forense que estaban actualmente realizando pasantías en la comisaría 10a, con lo cual debió haberlos visto más de una vez. Y lo segundo que llamó poderosamente su atención fue que uno de esos tres alumnos no tenía foto en el fichero. Había sido arrancada, había restos de pegamento en el recuadro. Y paradójicamente, era la ficha del mejor alumno en curso, y a juzgar por su promedio general de 9,85, seguramente era el mejor alumno que conocía la institución.

Fue entonces cuando Lamotte iluminó las tinieblas que invadían su cabeza. La barba crispada, era eso. Ese pequeño detalle descriptivo. Había uno de los cadetes en la comisaría que tenía la barba crispara, negra como la muerte. Y sus ojos oscuros, penetrantes, era tal y cómo lo había dicho, en su testimonio, la difunta recepcionista de la clínica Dr. E. Ríos.

El inspector estaba convencido de que había encontrado al asesino. Todo cerraba en su cabeza. "El estudiante siempre había estado un paso adelante, viéndolo todo desde adentro. Actuando con la mayor impunidad, burlándose de la gente con la que trabajaba, de nosotros: los que, se supone, debemos guiarlo y educarlo en esta profesión tan sacrificada" -habría pensado Lamotte-.

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El asesino estaba del otro lado de la puerta, Gregorio Lamotte lo sabía. Empuñó con fuerza su pistola, segundos antes de patear la puerta del cuarto número 137 del internado de la universidad. Dos oficiales lo cubrían a ambos lados del prolongado pasillo.

Fue entonces cuando escuché el picaporte romperse, el detective Lamotte finalmente me había encontrado. No puse resistencia, me entregué ante su calibre 32, y me arrodillé con las manos en la nuca. Enseguida me esposaron y me llevaron a la comisaría.

Una vez allí lo confesé todo. Los tres crímenes, y también otros dos que había cometido el año anterior, y habían quedado inconclusos. Me tuvieron tres días en el calabozo, mientras el juez de liberaba mi destino; en vano, intenté explicar, durante los interrogatorios, el motivo de mis crímenes y los fines artísticos que persigo con todo esto. Pero solo logré despertar el odio de mis colegas y compañeros.

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Finalmente, me terminaron condenando a cadena perpetua, en el pabellón 35 de la cárcel de Devoto. Y luego de pasar ya unas cuantas semanas aquí, quisiera aprovechar este momento para hacerle al lector una confesión.

El inspector Lamotte no me atrapó realmente. No porque él quisiera, y mucho menos porque él pudiera. Gregorio Lamotte me atrapó porque yo lo quise así. Todo esto forma parte de un plan superior. Desde aquí, encerrado en esta cárcel, idearé y ejecutaré mi obra maestra. La más sangrienta y desgarradora de toda mi carrera, y posiblemente la última... Solamente necesitaré tres cosas para llevarla a cabo: ganarme el respeto de los otros presos, y guardiacárceles; conseguir unos buenos contactos, para adquirir el armamento que voy precisar; y finalmente, estudiar a fondo la mecánica de este palacio de concreto.



FIN