.//.MACABRE.//.Confesión.//.Verde Pastel.//.DRAMA.//.El diario de Elena.//.Submundo.//.SCIENCE FICTION.//.Rommer, la caída.//.

Vacación


Me había sacado un peso de encima. Y ahora podía barajar de nuevo. Un horizonte plagado de nuevos rumbos le devolvió a mi cuerpo la adrenalina perdida, y en su estado más puro. Una adrenalina que, en los últimos dos años, permaneció atrofiada en mi inventario de sensaciones. Y que ahora, comenzaba a despertarse, como si hubiera revivido de un coma profundo.

Sabía que, al principio, sería difícil estar en soledad nuevamente. Y que demasiada luz de golpe, encandila. Sobretodo después de estar tanto tiempo en las sombras. Era un día muy soleado, aquel dos de julio, y la verdad es que no quería quedarme solo en casa.

Dicen por ahí que “el fin justifica los medios”. Y el resultado que obtuve con este asunto, justificó ampliamente lo que hice. ¿Si fui egoísta con mi proceder? Sí, lo reconozco. ¿Pero acaso no lo somos todos? Tal vez tenemos gestos de solidaridad y generosidad, en ciertos momentos de nuestras vidas. Pero la mayoría de las veces actuamos egoístamente. Y sobretodo cuando está nuestro propio pellejo en juego.

Así que levanté la frente y, esbozando mi mejor sonrisa, salí de mi casa. Me fui sin un rumbo cierto, pero con el paso bien firme. Recorrí las calles de San Cristóbal, hasta Boedo e Independencia. Había muchísima gente, era sábado y el sol marcaba, ya, la mitad del día.

Miré algunas vidrieras, anhelando tener un poco más de dinero extra el mes próximo, y me senté en un bar a tomar una cerveza. Por suerte, encontré una mesita al lado de la ventana, que daba a la avenida Boedo. Y mientras bebí pude observar a la gente paseando. Decenas de familias, niños, ancianos. Enamorados, novios, matrimonios de 60 años. Madres ancianas con sus hijos adultos. Vendedores ambulantes, promotoras, chicos mendigando. Agentes de tránsito. Tres colectivos de la línea 160 seguidos. Un micro lleno de hinchas.

Antes de pedir la segunda cerveza, bajé la vista y aflojé los cordones de mis zapatos. Y, mientras miraba mis pies, me acordé de lo solo que estaba. Entonces enderecé mi columna y grité:

- ¡Mozo! ¡Una más!

Dos minutos más tarde allí estaba mi segunda Warsteiner, y un renovado pocillo de maníes. Bebí con mayor ahínco esta vez. Parecía un poco más fría que la anterior. Y sin detenerme en mis pensamientos, me esforcé porque el alcohol hiciera lo suyo.

Tomé dos cervezas más, en menos de media hora. Y antes de irme del recinto, me pedí dos tostados de jamón y queso, para tener algo de absorción en el estómago.

Después de pagarle al mozo, dejándole cinco pesos de propina, salí para la calle y caminé bajo los tibios rayos del sol invernal. Bajé por Boedo hasta Venezuela, y luego encaré para el barrio de Once. Fumando disimuladamente, recorrí las calles plagadas de travestis e indigentes, riendo y saboreando el estado etílico que comenzaba a subir por mis venas.

Así se sentía gustoso el paladar. Lleno de libertinaje y alcohol. Tanto que ya no me permitía sentirme solitario o abandonado. Me sentí, conmigo mismo, mejor acompañado que nunca. Conmigo y mis cuatro cervezas de litro, conmigo y el humeante sabor del pitillo, que acababa de fumar, todavía en mis pulmones y en el interior de mi paladar.

Con un andar vagabundero, llegué a plaza Miserere y me acosté en un banco. Miré al cielo y me regodeé pensando en mi renovada libertad. Reí sin motivos, y una dominicana se me acercó para ofrecer su cuerpo.

Por desgracia ya no tenía mucho dinero. Era, relamente, bastante flaca, y hermosamente negra. Pero el precio de mi libertad serían por lo menos dos meses más de pobreza absoluta, y entonces le dije:

- Me agarraste pobre bombón.
- Pues que pena, estás bastante guapo…

Se alejó sonriéndome, taconeando y fumando un cigarrillo con boquilla.

Me quedé tumbado en el mismo banco, mirando el mismo cielo oscurecerse. Y antes de que dieran las seis emprendí la vuelta a casa, caminando ya un poco menos ebrio. Pero con el mismo espíritu de resurrección.

Doblé en Rivadavia, y encaré todo derecho por Urquiza. Al cabo de media hora ya estaba abriendo la heladera, para apaciguar el hambre que, de repente, me invadió.

Me preparé un sándwich de sardinas, queso Mar del Plata y mayonesa, y salí a tragármelo en el balcón. Con un pitillo recién armado. Prácticamente, ya no se veía el sol, y comenzaba a correr una brisa bastante fresca.

Todavía no había terminado de fumar, cuando el frío me mandó para adentro. Cerré la puerta del balcón, y también la ventana de la cocina. Encendí el televisor, y me puse a ver el partido de River Plate.

Por supuesto que nací hincha de Boca, y así sería para toda la vida. Pero el hecho de que nuestros queridísimos primos hubieran descendido de categoría, lograba que me imantara a la pantalla, cada vez que jugaban, con la simple esperanza de verlos perder, o al menos pasar un mal rato.

Cinco minutos, pelotazo del Chori Domínguez al travesaño. Casi que se cae la tribuna en avalancha, y la banda comenzaba a calentar gargantas. Diez minutos más tarde, amarilla y falta a tres metros de la medialuna para las Gallinas. Patea Ríos a la segunda bandeja.

Así se fue el primer tiempo, aburridísimo, mediocre, como era de esperarse. Aldosivi había llegado pocas veces al arco de Vega, pero como siempre pasa en el fútbol, el segundo tiempo es otro partido. Y podrían aparecer las emociones de un momento a otro.

Durante el entretiempo, aproveché para ir preparando la comida. Piqué una cebolla mediana, lo más chiquita que pude, hasta lograr transparentarla. Un buen chorro de aceite, mitad oliva, mitad vegetal. y a dorar se ha dicho.

Antes de que empiecen a ponerse marrones, los trocitos de cebolla, puse el fuego al mínimo y le incorporé un pote entero de puré de tomates. Le agregué un vaso entero de agua, y medio de vino tinto. Piqué medio caldito de pollo, un ají picante, y arranqué con los condimentos: dos pizcas de orégano, cuatro de estragón, tres de ají molido, una cucharadita de pimentón dulce, un pellizco de comino, y dos hojitas de laurel.

Volví a la cama, y ya iban casi siete minutos del segundo tiempo. Aldosivi tenía la iniciativa, y las Gallinas se volvían locas en el fondo. Veintidós minutos, córner para el equipo marplatense, frentazo de Victor Jimenez, rebote en Maidana, y la pelota que entra como pidiendo permiso, al ladito del palo izquierdo. 1 a 0, delirio en la Feliz.

La cara de Almeyda lo decía todo. Estaba más perdido que perro en cancha de bochas. Cada vez que la cámara lo enfocaba, lo único que se le escuchaba decir era: “Vamo’, vamo’, vamo’, corran muchachos, ¡corran!”.

Que deleite, que placer. Me levanté de la cama para ir a revolver el tuco, le agregué otro vaso de agua y volví sonriente al tablón de mi somier. Iba ya media hora de partido, y River seguía sin poder reaccionar. Hasta que de golpe, se escapa Trezeguet por la punta izquierda, manda el centro para el Chori, que conecta una volea exquisita, y la manda adentro con palo y todo. Terrible golazo, estalla la tribuna, y la cara de Almeyda vuelve a tomar color.

Volví a levantarme, ahora con un saborcito medio amargo. Probé el tuco, y mi paladar lo agradeció. Le faltaban menos de diez minutos de cocción. Puse el agua para los ravioles, y volví a sentarme para ver el final.

River ahora sí, había reaccionado, y medio que los estaban peloteando a los marplatenses. Córner va, córner viene, cae Domínguez en el área. ¡Penal para River! Súper dudoso, demasiado para mi gusto. Faltaban cuatro minutos, más lo adicionado. Trezeguet agarra la pelota, habla con el Chori, y decide patear él. Toma nueve pasos de carrera, suena el silbato, y la pelota se va pegadita al palo. Eso era todo, mi alegría fue completa, las Gallinas podían cacarear tranquilas, e insultar a sus jugadores de arriba a abajo sin asco. Les regalaron un penal sobre la hora, y lo tiraron al tacho.

Puse los ravioles, revolví el tuco, y me serví un vaso de vino. Abrí un poco la ventana de la cocina para ventilar, y me puse a leer algunas páginas de la tortuosa novela kafkiana, El Castillo, la cual venía leyendo desde hace dos meses, pero me estaba resultado sumamente pesada, y no podía detenerme a leerla más de media hora por reloj.

Al cabo de diez minutos, dejé el libro, y colé los ravioles. Los empapé en tuco, y les eché encima gran cantidad de queso en hebras. Puse canal 9, donde acababa de arrancar una peli de suspenso, y comí como perro muerto de hambre.

Una vez que acabé con ello, me arme un pitillo, y fumé tirado en la cama. Su resinoso sabor me hizo toser un poco, y me dejó bastante colgado. Perdí la noción del tiempo por unos instantes. Se sentía bastante grato. Era algo similar a dejar la mente en blanco, o meditar.

Cuando me despabilé, ya eran casi las once de la noche. Sin saber qué hacer, encendí la computadora y me puse a escribir algunas cosas, y a editar algunas otras, que ya tenía empezadas de antes.

El tiempo fluía estrepitosamente cuando me ponía a escribir, o a rescribir. Pero de todas formas, a veces, aparecían ciertas trabas en mi mente. Sobretodo a la hora de inventar nombres.

El nombre de un personaje -pensé- debería decir demasiado sobre su personalidad, sobre sus costumbres y su forma de ser. Cada nombre, y cada apellido, esconde una suerte de música entre sus letras. Y lo cierto es que no pueden ser elegidos a la ligera y, menos que menos, si no se sabe de antemano, qué conflictos sufrirá su personaje.

Al pensar en todo ello, me di cuenta de que, un buen escritor, debería estudiar el significado de los nombres, y las historias de los apellidos ya existentes. Ya que, considerándolo de esta forma, esa sería la única manera de elegir el nombre perfecto para un personaje, basándose tanto en la historia tramada, como en el verdadero significado del nombre.

Entre tanta filosofía y letras, se me hicieron las dos de la mañana. Y mis párpados comenzaban a ponerse un tanto pesados. Acabé de editar una novena, a medio terminar, que era una especie de drama, sobre una chica parecía tener una vida bastante chata y monótona. Todavía me faltaba la mitad, o incluso más. Pero el final dramático ya estaba en mi mente. Solamente necesitaba acabar la trama, que generalmente es lo más dificultoso para el escritor. O al menos, para mí sí lo era.

Finalmente, me fui a acostar cerca de las tres, y me dormí en menos de un cuarto de hora. Tuve un extraño sueño, donde me encontraba solo, en la nada misma, en la inmensidad de la noche. En un lugar donde todo se agrandaba, o tal vez era yo, el que me empequeñecía, cada vez más, en forma desesperante.

Lo único que podía hacer allí era moverme. Correr. Hacia ningún lugar, porque estaba en la nada. Era como una especie de no-sueño. Pues nada había, solo estaba yo. Y me hacía cada vez más pequeño…

Me desperté sudoroso, pero con frío. Estaba a punto de amanecer. Me sentí desvelado por un rato. Arme un pitillo, y me quedé pensando en mi sueño. Y me di cuenta de que era imposible de interpretarlo. Porque había soñado. En donde nada había, excepto yo. Donde reinaba el vacío, y solamente podía sentir el achicamiento de mi ser, y la contracción de mi alma.

Cuando terminé a fumar, abrí la heladera, me serví un vaso de gaseosa, y me preparé otro sándwich de sardinas. Lo comí sin prisa, y me devolví a la cama. Cerré los ojos, y me dormí sin soñar.

Me desperté cerca de las once de la mañana. Había logrado descansar realmente, y me sentía bastante entero. Me levanté de la cama, y abrí la ducha, para que se vaya calentando el agua. Fumé en el balcón, solamente cinco  pitadas, y me puse abajo del chorro caliente.

Otra vez tuve esa sensación de libertinaje. Con el agua dándome de lleno en la cara, sonreí por mi nueva condición. A la cual se le acoplaba otro detalle no menor. Me había tomado una semana de vacaciones en el trabajo, así que, ni mañana, ni en ninguno de los próximos siete días, debía levantarme temprano para ir a la oficina.

Tenía siete días para reacomodarme conmigo mismo. Con mi soledad renovada, y con mi espíritu aventurero.

Enjaboné todo mi cuerpo, y al cabo de diez minutos, cerré la canilla. Estaba como nuevo. Con la musculatura aflojada, y la mente clara.

Salí del baño y, sobre un aislante, me senté con piernas cruzadas. Puse mi mente en blanco, y dejé una pequeña abertura entre mis párpados. Solo para observarme la punta de la nariz.

Respiré contando lentamente. Seis pulsaciones inspirando por la nariz, tres reteniendo el aire, otras seis expirando, también por nariz, y otras tres en apnea. En pocos minutos, desconecté del todo mis pensamientos, y perdí la noción del tiempo por completo.

Apenas pude regresar de aquel estado de conciencia, cuando comencé a sentir un pequeño dolor en el tobillo derecho. Abrí los ojos lentamente y, de poco, fui descruzando las piernas. Seguí respirando pausado, pero ahora sin contar. Me senté en un extremo del somier, y descansé, allí, unos minutos.

Volví sobre el aislante, y me coloqué en la posición del niño, con los brazos al costado del cuerpo. Retomé la misma cuenta, respirando en seis y tres tiempos. Con cada exhalación, redondeaba más mi columna. Hasta lograr la menor distancia posible entre el suelo y mis vértebras.

Cuando creí llegar a mi propio tope, aflojé la posición, y erguí mi espalda con lentitud. Y poco a poco, me fui echando hacia atrás, hasta tocar mi cabeza con el suelo. La posición era mucho más incómoda que la anterior, y me costó mucho más trabajo concentrarme en la respiración. La mantuve algunos minutos, y luego desarmé.

Me puse de pie muy lentamente, flexioné ligeramente las rodillas, y dejé caer mi torso hacia adelante, procurando juntar el abdomen con los muslos. Respiré contando seis tiempos, y cerré los ojos para concentrarme mejor.

Me mantuve así alrededor de siete minutos, y luego me enderecé. Había logrado estirar, y elongar, mis piernas y toda mi columna vertebral. Me recosté sobre la cama, y descansé quince minutos más.

Cuando estuve listo para moverme normalmente, me puse un pantalón, y bajé al supermercadito chino que está a la vuelta de casa. Recorrí las góndolas sin saber, a ciencia cierta, qué comprar. Quería desayunar algo sustentable, y tener comida para un par de días.

Finalmente, me fui decidiendo. Cargué en el canasto tres paquetitos de hamburguesas, un pan lactal chico, un sachet de leche, y un paquete de vainillas. Seguí recorriendo, y agregué papel higiénico, y dos paquetes de fideos. Completé la compra definitivamente, con dos cervezas Corona, de tres cuartos.

Pagué con cien pesos, y volví a casa para prepararme un buen desayuno. Unté dulce de leche en las vainillas, y llené un vaso largo, con leche fría y chocolate. Fueron en total siete vainillas, y una recarga de medio vaso.

Había quedado muy satisfecho, casi que no me entraba nada en el estómago. Me armé un pitillo, y me acosté a fumar. Dormité un ratito, y volví en mí cuando el reloj en la pared marcaba las dos menos cuarto de la tarde.

Saqué el botellón de agua de la heladera, y bebí medio litro aproximadamente. Me puse un pantalón finito y al cuerpo, una remera de algodón blanca, y un buzo no muy grueso con capucha. Agarré la bicicleta, y salí para la calle.

Pasé por la bicicletería que tengo a media cuadra de casa, inflé las gomas, y compré un agua para llenar el botellón, y salir a recorrer la ciudad sin un rumbo fijo.

Bajé hasta Independencia, y encaré para el barrio de caballito a buena velocidad. Hacía un poco de frío, y el sol apenas comenzaba a calentar la tarde. Pero por suerte, había entrado en calor a los pocos minutos de subirme al rodado.

Los árboles con hojas amarillas y marrones adornaban la avenida Independencia, con sus gruesos troncos y sus copas invernales, despoblándose paulatinamente. Y los rayos de sol iluminaban el firmamento, y las pocas nubes que había en él.

Viré en una callejuela con dirección al parque Rivadavía, y llegué zigzagueando, a la gran feria que habita en él. Me bajé de la bici, y recorrí los puestos en búsqueda de algún libro barato.

Había tanta gente, que se me dificultaba transitar llevando la bicicleta a un costado. Me aparté hasta una esquina y la dejé atada a un poste de luz.

Caminando, me detuve en un puesto dónde había un libro de Roberto Arlt, a muy buen precio. El Juguete Rabioso, una de sus novelas más célebres. La cual nunca había leído. Pero antes de decirme a comprarla, preferí dar un par de vueltas más.

Recorrí algunos lugares dónde vendían discos compactos, tanto nuevos como usados. Pero ninguno me llamó la atención. Cuando era adolescente sí, era bastante aficionado a los discos, supe tener una colección bastante interesante, más de doscientos, si mal no recuerdo.

Pero cuando tuve que mudarme, terminé canjeándolos y vendiéndolos, para obtener dinero rápido y fácil. Ahora, tenía menos de la tercera parte de ellos. Y ya no me interesaba comenzar a coleccionarlos nuevamente.

Seguí buscando libros baratos, pero no vi nada que realmente me interesara. Caminé un rato por el parque, y me tumbé sobre el pasto para fumar un pequeño pitillo, que tenía guardado en la zapatilla.

Miré al firmamento, observé directo al sol, y esnifé un estornudo, provocado por sus tibios rayos. La tarde se caía, y una pequeña brisa, que se tornaba cada vez más fría, me llevó a emprender el regreso a casa.

Pedaleando a buena velocidad, llegué a casa a las siete de una tarde, que ya era, prácticamente, noche. Encendí la tele, me descalcé, y me recosté unos instantes.

De alguna manera, comenzaba a sentir una suerte de stress, provocado por esta nueva condición en la que me encontraba. Después de un año y medio sumido en una simbiosis, por demás agobiante, de golpe, este libertinaje, no resultaba tan sencillo de asimilar.


Intenté concentrarme en los latidos de mi corazón, y fui alargando mis expiraciones. En pocos minutos, había conseguido poner mi mente en blanco. Y me terminé durmiendo con el televisor prendido, y sin cenar, alrededor de las ocho y cuarto.

Soñé con ella, con la persona de la cual me había liberado. La vi enojada, la vi furiosa. Destrozándolo todo a su alrededor, estrellando el televisor contra el suelo, rompiendo los estantes de la heladera, las almohadas y el DVD.

Antes de despertarme, vi su rostro en primer plano, sus labios me insultaban, y sus ojos lloraban llenos de ira.

Cuando me levanté de la cama, eran las tres y media de la mañana, y tenía un hambre para quinientos. Fui a la cocina, me preparé dos hamburguesas con jamón y queso, y me tomé las dos Corona que había comprado esta mañana.

Ya había dormido lo suficiente, así que me puse a ver la tele, y a fumar hasta quedar abombado. Me tiré en la cama y puse canal 7, estaban dando una película italiana, bastante aburrida.

Antes de las cuatro, me volví a dormir. Y esta vez no soñé nada. Simplemente dejé caer mis pensamientos en la almohada y ronqué, como hasta las nueve de la mañana.

Lo primero que hice, al levantarme, fue bajar al chino, para comprar más vainillas, y más cerveza. al regresar me encontré con el encargado del edificio, el señor Jorge, uruguayo, morochón y bigotudo.

- ¿Qué dice changuito? ¿Cómo le va?
- Muy bien, por suerte, ¿usted Jorge?
- Bien, por ahora todo tranquilo. ¿No va a trabajar hoy?
- No, me tome vacaciones.
- Bien, ya era hora changuito. ¿Se va a quedar o tiene pensado irse a algún lado?
- Todavía no planee nada. Pero estamos dispuestos a todo...
- Jajajaja, muy bien changuito... Vaya nomás, que lo estoy reteniendo.
- Hasta luego Jorge, después nos vemos.

Cuando subí al departamento, noté que tenía una llamada perdida en el celular. De un número que nunca había visto. Y en ese instante volvió sonar, y respondí.

- Hola... te habla el luthier, de la calle Sarmiento.
- Ah sí, ¿cómo va?
- Muy bien, por suerte. Te llamo por el violonchelo, ya lo tengo listo.
- Genial, ¿puedo pasar hoy a buscarlo?
- Sí, pasate hoy, después del mediodía.
- Listo, más tarde ando por ahí.
- Y perdoname por la demora, anduvimos tapados de laburo este mes.
- No te preocupés. Después nos vemos.

Hacía más de un mes y medio que le había dejado el instrumento a este desgraciado. Solamente tenía que acomodarle el alma, ponerle un puente nuevo, y encerdar los arcos. Un mes y medio, y debe haberlo hecho en una tarde, o dos como mucho. Pero bueno, así funcionaban los gremios. Esos malditos gremios de personas que arreglan cosas de complejo funcionamiento.

Después de cortar el teléfono, comencé a limpiar un poco el desorden que se había renovado (y con creces) desde la última vez que limpié. Barrí todos los ambientes, y enseguida me puse a desinfectar el baño. Limpié los azulejos con líquido anti-hongos, el interior del inodoro con una virulana, y por último baldee el piso con lavandina.

En la cocina no había traste limpio. Estaban todo en la bacha, y completamente abandonado. Se podía sentir el hedor parado desde la puerta. Intenté respirar lo menos posible mientras rasqueteaba los platos, los pedazos de comida parecían fosilizados, y estaban totalmente adheridos a la vajilla y al fondo de la bacha. Tuvo que parar a lavarse las manos con jabón al menos tres veces, pues toda esa grasa era difícil de soportar demasiado tiempo sobre la piel.

Ya casi daban las doce del mediodía y, antes de desayunar, me di una buena ducha. Agua bien caliente primero, y un poco más tibia al final. Estaba bastante sucio, y tardé un buen rato en quedar totalmente aseado.

Después de secar el baño, desayuné, y fumando me recosté en el balcón, justo bajo el sol. Descansé allí un buen rato, y de pronto perdí la noción del tiempo, y del espacio también. Dormité diez minutos, y abrí los ojos sin tener la más mínima idea de dónde estaba, ni por qué estaba yo allí. Luego de un momento, recuperé conciencia, volví a apoyar la espalda en la reposera, y cerrando los ojos, sonreí.

Pocos minutos después me levanté, acomodé las cosas que tengo apiladas en el balcón, y salí para la calle. Caminé por Prudán hasta San Juan, me compré un agua con gas, y me sumergí en el subte. Combiné con la linea H, y fui hasta la estación Corrientes. Luego hice tres estaciones más hasta la calle Uruguay, y me metí en la Galería del Óptico, dónde estaba el local del luthier.

Por suerte, ya le había ido adelantando los gastos, y ya no tenía nada que pagarle. Solo había traído dinero para comprar una resina. Luego de escuchar las ridículas explicaciones de sus labores sobre el instrumento y los arcos, guardé todo en la funda, y salí de la galería por la calle Sarmiento.

Caminé tres cuadras en dirección a la avenida callao, y entré en Vendoma, tal vez la casa de instrumentos de cuerda más popular de toda la ciudad. Después de esperar más de diez minutos a ser atendido, compré allí una resina marca Pirastro, y me quedé hojeando algunos libros y partituras.

Antes de las tres de la tarde ya estaba en mi monoambiente en San Cristóbal. Y lo primero que hice fue prepararme un buen sándwich de leberwurst, mostaza y queso. Luego fumé, me hidraté, y comencé a ponerle resina a los arcos.

Siempre fue un trabajo bastante engorroso cuando las cerdas están nuevas. Me llevó casi cuarenta minutos hacerlo, y después de afinar, me puse a sacarle un poco de sonido al olvidado instrumento.

Hacía más de dos años que no tocaba el violonchelo, que no había hecho ningún tipo de música, ni siquiera ejercicios rítmicos. Había abandonado por completo mi faceta musical, y ahora tendría que ponerme al día.

Empecé con largos golpes de arco, y algunas notas al azar. De alguna manera, mi mano izquierda lo recordaba todo. Al menos la apertura de los dedos era bastante acertada, y aún conservaba un vibrato de alto espectro.

Después de haber dejado las cuerdas bien enresinadas, busqué entre mis partituras el Método Dotzauer, y comencé a repasar algunas melodías básicas. Enseguida me di cuenta de que aun podía leer de corrido, al menos en primera posición. Y poco a poco me fui abstrayendo entre las resonancias.

Sol Naciente

Todavía quedaban cinco ravioles en mi plato, y media botella de vino, cuando, de repente, ingresaron seis hombres encapuchados al lujoso salón señorial del restaurant “Le Foe”.

Todos estaban vestidos de esmoquin blanco, y pasamontañas negros, con las aberturas cubiertas con mediasombras grises. Entraron fuertemente armados, con itacas y ametralladoras, y en pocos segundos se distribuyeron por el lugar, como si lo conocieran perfectamente.

El más morrudo de ellos se quedó en la puerta del salón; dos se acomodaron en dónde se encontraba la cocina -junto a la registradora-, al fondo de todo; otros dos se abrieron hacia los laterales, desde donde lograban bloquear los caminos a cada uno de los baños; y el último, y más pequeño de estatura, se situó en el centro de todo, a menos de diez metros de nuestra mesa.

El rostro de mi mujer lo decía todo, el pánico se apoderó de todos los allí presentes en una fracción de segundos. Me miró con ojos temblorosos, y dejó caer su tenedor sobre el plato.

El hombre situado en medio del salón, era el vocero de la banda. Irrumpió el silencio disparando su itaca al aire, y dijo con voz firme y grave:

- ¡Nadie se mueva! Todas las miradas abajo. No quiero héroes, ni gritos, y mucho menos llantos. Colaboren poniendo todas sus pertenencias sobre las mesas, y nadie saldrá lastimado.

Los hombres situados al fondo del salón comenzaron a maniatar a los empleados del restaurant y, a punta de revolver, hicieron abrir la caja, y fueron guardando el dinero en un gran bolso de cuero negro que tenían a sus pies.

El encapuchado situado en el ala derecha del salón comenzó a recorrer las mesas, retirando los objetos de valor que, obedientemente, la gente había puesto sobre los lujosos manteles de seda opacada.

El maleante situado al costado izquierdo, ingresó al pasillo que daba al baño de hombres, y salió con un tipo bastante robusto que todavía no terminaba de asearse, y estaba totalmente desentendido de la situación.

El encapuchado lo golpeó, mientras lo empujaba hasta su mesa, con la culata de su ametralladora, haciendo uso de todas sus fuerzas, en la cabeza. Cinco, seis y hasta siete golpes, le provocaron un enorme corte en su párpado derecho.

La mujer que acompañaba al hombre, rompió en un llanto desesperado al verle el rostro ensangrentado, cuando lo tuvo enfrente. Y el pequeño vocero repitió:

- ¡No quiero héroes, ni gritos, y mucho menos llantos!

Volvió a disparar hacia el techo, impactando de lleno en una enorme araña de cristales dorados. La cual no llegó a caerse, pero causó una lluvia de fragmentos brillantes en el centro del salón.

Al sonido del último itacazo, se reinstauró el silencio, y los maleantes comenzaron a recorrer las mesas mucho más a prisa.

Mientras el encapuchado situado a la izquierda se acercaba a nuestra mesa, el pequeño vocero se movió del centro y se situó pegado la mesa más grande de todo el lugar. Dónde estaban cenando un grupo de ocho japoneses.

Siete de ellos eran hombres, y estaban finamente trajeados, la mujer no debía tener más de cincuenta años. Traía un fino vestido de seda amarillo y, al parecer, era la esposa del más anciano de la mesa.

Cuando el recolector pasó por nuestras pertenencias, ya casi habían terminado el trabajo. Y todavía no habían pasado ni cinco minutos desde que ingresaron al restaurant.

Fue entonces cuando el vocero se acercó al más viejo de los japoneses, y lo encañonó con su arma en el pecho. Forcejeó duramente con él, y levantó del suelo un maletín que el anciano custodiaba celosamente.

El viejo le gritó algunas palabras en japonés, con un tono que parecía bastante insultante, y el pequeño vocero le disparó a quemarropa, provocándole una muerte instantánea.

Todos nos estremecimos por un instante, y aspiramos el hedor de muerte y pólvora al unísono.

Algunas señoras, comenzaron a gritar desesperadas, y el pequeño vocero volvió a disparar al aire.

Fue entonces que uno de los japoneses se puso de pie, y le arrojó un cuchillo al pequeño encapuchado, clavándoselo de lleno en el centro de su pecho, haciéndolo caer instantáneamente al suelo, donde permaneció inmóvil.

Automáticamente, los tres encapuchados más próximos a la mesa de los orientales, abrieron fuego contra el que estaba de pie. Y mataron, también, a tres de los que estaban sentados.

Los cinco maleantes en pie se juntaron alrededor del caído vocero, recogieron la maleta de los japoneses, y se llevaron a cuestas el cuerpo de su compañero.

El mal rato había terminado, y comenzaron los murmullos en todas las mesas. Ninguno de los allí presentes podía creer lo que acababamos de vivir.

Había por lo menos cincuenta personas en el gran salón, incluyendo a los japoneses caídos, y a los empleados del restaurant. Los cuales fueron desatados por algunos clientes.

El desconsuelo de los japoneses era tremendo. La mujer lloraba desconsolada, agachada sobre su difunto marido. Y los otros dos, hablaban entre ellos, con voces de desesperación e inmenso dolor.

En la mesa que estaba a nuestro costado derecho, había un grupo de tres hombres, que debían tener más o menos cuarenta años de edad. Los oí hablar de los japoneses. Al parecer uno de ellos reconocía a la mujer. “A esa china yo ya la vi varias veces, trabaja a la vuelta de mi casa, en una tintorería, estoy seguro. Es una gran cadena, en barrio norte tienen por lo menos tres locales.”

Al oír esto, la miré a la japonesa, y me detuve en su llanto interminable. Estaba realmente destrozada. Los otros dos seguían discutiendo, con lágrimas en los ojos y, aparentemente, la conversación entre ellos tomaba un tinte colérico. Como si estuvieran a punto de pelearse.

Entonces reconocí a uno de ellos, su cara me resultó bastante familiar. Lo asocié con lo que decían en la mesa de al lado, y me di cuenta de que lo había visto entrar y salir, cientos de veces, de la tintorería de Juncal y Esmeralda, justo a la vuelta de mi oficina en el centro. Definitivamente era él, estaba seguro. Al ver su corbata, me cercioré por completo.

Al cabo de un rato, no más de diez minutos, llegó la policía. No menos de cinco oficiales uniformados, y otros vestidos de civil. Primero que nada se dirigieron a la gente del restaurant, y a asistir a la desconsolada señora japonesa.

Mientras tanto, un tipo con impermeable se acercó a tres de los oficiales, para darles algún tipo de indicación, y luego alzó su voz para que todos lo oyéramos.

- Buenas noches a todos. Soy el inspector Lamotte, de la comisaría tercera. Vamos a intentar actuar lo más rápido posible, para que puedan retornar a sus hogares. Vayan buscando sus documentos, o cualquier tipo de identificación que traigan encima. Los oficiales Ramírez y Velasco pasarán por cada mesa, y les tomarán los datos a todos. Trataremos de ir citándolos en la comisaría, para tomar sus declaraciones, a partir de mañana al mediodía. Eso es todo, manténganse en sus lugares, y en menos de media hora podrán irse.

Le dejamos nuestros datos al oficial, incluyendo mi número de celular, nuestra dirección, y también la del trabajo. Y antes de que dieran las doce de la noche, ya estábamos en el auto, de camino a casa.

Mónica todavía estaba azorada cuando llegamos. Aún no podía creer por lo que habíamos pasado. Y yo, debo reconocerlo, también, me había quedado un poco perturbado por lo ocurrido en el restaurant. Pero de alguna manera, el suceso me tenía bastante intrigado.

No podía dejar de pensar en los japoneses, en la forma en que discutían antes de que llegara la policía y, sobretodo, en lo que podría contener el maletín que desató la locura.

Entramos a casa y lo primero que hice fue encender el televisor del living, mientras Moni ponía la pava en el fuego, para preparar un té.

En todos los canales de noticias se hablaba de la “masacre de Le Foe”. Todos los corresponsales repetían, una y otra vez, lo sucedido. “Cinco japoneses asesinados a mansalva, y el robo de una recaudación superior a los cinco mil pesos”, “se cree que también se llevaron joyas y relojes de valores incalculables, y el dinero en efectivo de todos los clientes”.

Después de media hora, apagué la tele, porque ya estaban repitiendo lo mismo hasta el hartazgo. Fuimos a la habitación, e intentamos conciliar el sueño. Moni se tomó medio gramo de clonazepan, y se durmió en menos de diez minutos.

Yo, en cambio, me desvelé por un buen rato. Cerca de la una de la madrugada me levanté, me fui a servir un vodka tonic, y me puse a jugar unos solitarios en la computadora.

Iba bajando las cartas, sin dejar de pensar en la “masacre de Le Foe”. Me detuve en la imagen del japonés que veía casi todos los días a la vuelta del laburo. ¿Aparecería mañana? ¿Mantendrán cerradas las cortinas del negocio?

De a poquito, la intrigante situación comenzaba a carcomer mis pensamientos. Haciéndome sentir una especie de pellizco en el centro de mi nuca. Me serví otro vaso, pero esta vez lo hice un poco más puro. Encendí un cigarrillo, y abandoné la baraja, para concentrarme en el “buscaminas experto”.

Fue entonces cuando perdí la noción del tiempo. En vano intenté terminarlo, después de un centenar de posibilidades desperdiciadas. Cuando sentí el ardor en mis ojos, miré el reloj, y ya eran casi las cuatro de la madrugada. Volví a la cama, y me dormí al instante.

No recuerdo haber soñado nada en particular. Pero terminé durmiendo bastante incómodo y perturbado. El despertador sonó a las ocho en punto, y me tomé casi veinte minutos más en salir de la cama.

Moni hacía rato que se había levantado, había preparado café, y estaba mirando el noticiero en el televisor pequeño de la cocina. La noté mucho más tranquila y apaciguada.

La abracé por la espalda y la besé en la nuca. Dejó escapar una risita efímera, y se dio la vuelta para besarme en los labios. Después de quince años de matrimonio, la chispa se mantenía intacta, como desde el primer día.

Me preparé un par de tostadas con queso, y me tomé un café con leche. Desayunamos juntos en silencio, y enseguida me metí en la ducha.

Tardé menos de veinte minutos en bañarme y afeitarme al ras. Me puse un traje gris clarito, y salí con el auto para el centro, cuando todavía no daban las diez de la mañana. Durante el transitado trayecto, mantuvimos una charla poco relevante; me dijo que iría a visitar a su hermana esta tarde, y que nadie podría creerle lo que pasó anoche, cuando lo contase todo en la peluquería.

Todavía no daban las diez y media cuando llegamos a la puerta de “Mario di Tella estilista”, la despedí a Moni con un largo beso, y seguí camino al trabajo.

Cerca de las once llegué a la financiera, de la cual soy socio, y esta situada en el décimo piso de Suipacha 1235. Entré a mi oficina para dejar el saco, y enseguida me reuní con todos los allí presentes para contarles lo de anoche.

Nadie me podía creer que había estado allí. Todos estaban enterados de lo sucedido, había salido en la primera plana de todos los diarios, y en la televisión no se hablaba de otra cosa.

“¡Cómo zafaste Julito!, no te la puedo creer”; “Menos mal que, a ustedes, no les pasó nada, che”; “Que suerte que no tenés los ojos achinados, sino la podías haber ligado de rebote”. Estuvimos hablando sobre el tema, más de una hora por reloj. Porque a medida que iban llegando el resto de los empleados, y algún que otro cliente, comenzaba con el relato desde cero, y se volvían a repetir, también, los comentarios hilarantes.

En la radio decían que el caso, finalmente, había sido bautizado como “la masacre de Le Foe”, y la banda de maleantes: “Los 007”. Por dos simples razones: primero porque huyeron en una limosina blanca, y con el conductor, la banda completaba los siete miembros; y, demás, por cómo iban vestidos.

Palabra va, palabra viene. Se hicieron las doce y media del mediodía. El ambiente de la oficina era bastante jovial, gracias a mi relato, y a las bromas que iban surgiendo en el momento, sobretodo de parte de los muchachos más jóvenes del staff.

Minutos antes de la una, llegó Carlos Centurión, uno de los más gruesos accionistas de la poderosa firma Nougues y Asociados, dedicada al agro, y poseedora de la mayor parte de plantaciones de soja del litoral argentino.

Teníamos una importante reunión, para concretar una venta de divisas, que necesitaban hacer para invertir en maquinarias rurales de acta tecnología. Me puse serio, por un momento, y lo recibí en una de las de reuniones.

Puse a contar en la máquina, todo el dinero que había traído en efectivo ($ 845.000), y luego de pedirle a mi secretaria dos cafés, encendí la computadora para realizar, vía internet, la transferencia a la cuenta que Nougues y Asociados poseía en su banco en Suiza.

Conseguí bajarle tres puntos a la cotización, alcanzando una suma de 145.730 euros, que estarían acreditados en la cuenta del Swedden International Bank, en menos de una hora.

Centurión era un tipo poderoso, y sumamente educado. Nos quedamos charlando un rato sobre la sequía cordobesa, y me explicó algunos conceptos fundamentales de las funciones que podrían acatar estas nuevas maquinarias, que harían traer desde Holanda la próxima semana.

Salimos de la salita, y lo despedí con un fuerte apretón de manos. Le pregunté a mi secretaria si tenía algún recado para mí y, ante su negativa, le dije que saldría a comer algo, y que no me espere hasta después de las tres.

Al bajar, lo primero que hice fue pasar por enfrente de la tintorería “Sol Naciente”, casi llegando a la esquina de Juncal y Esmeralda. Estaba abierta, y en el interior parecía todo normal. Todo a excepción del rostro, sumamente serio, de la joven japonesa que atendía la caja del negocio.

Pero no había rastros del japonés de corbatas grises, que hubiera reconocido anoche en el restaurant. Me quedé un rato observando con disimulo, hasta que me acerqué al puesto de diarios que estaba doblando la esquina, sobre la calle Esmeralda.

- Buen día Don Horacio, ¿cómo dice que le va? -le dije al canillita.
- ¡Julito querido! Acá te separe tu Ámbito Financiero, ¿vos andás bien?
- La verdad que sí, pero de pura casualidad.
- ¿Qué pasó, che?
- Anoche estuve en “Le Foe”…
- ¡No me jodás, que estoy viejo, che!
- Te lo juro, hermano. No sabés lo que fue. En menos de ocho minutos se llevaron todo y se cargaron a los cinco japoneses. Nos dejaron a todos con la boca abierta.
- Mama mía… menos mal que no te pasó nada. ¿Tenías mucha guita encima?
- Por suerte no, trescientos cincuenta manguitos. Lo que había llevado para pagar la cena. Mi mujer tenía un par de anillos, pero nada muy valioso.
- Bueno, que suerte tuviste.
- La verdad que sí, che. Oíme… quiero comprar algún diario policial, algo bueno, ¿qué tenés?
- Tomá, llevate el Criminalista, es el único más o menos bueno.
- Fenómeno, Horacito… che, otra cosita más.
- Sí, decime.
- ¿Lo viste al japonés que esta siempre en la tintorería de acá la vuelta? Uno que anda siempre trajeado, casi siempre de gris, con anteojos negros ovalados.
- Sí, sí… lo ubico. Pero hoy todavía no lo vi. Se apellida Nassaki. Casi todas las semanas me compra algo.
- Sabes… estoy segurísimo de que estaba anoche en el restaurant, no lo mataron de pura casualidad.
- No te la pue’…
- En serio, lo reconocí enseguida. Casi siempre se trajea igual, ¿viste?
- Sí, sí. Está siempre de gris. A veces más clarito, a veces más oscuro… pero no usa nunca otros colores.
- Por eso, era él. Avisame si lo llegás a ver. Antes de irme para casa me doy una vuelta.
- Dale, Julito. Después nos vemos.

Volví a doblar por Juncal, y miré de reojo la vidriera de la tintorería. No había rastros del señor Nassaki. Seguí de largo para no ser llamativo, y llegué hasta la a venida 9 de Julio. Bajé dos cuadras hasta Santa Fe, y entré en el restaurant “Aliance”.

Me senté al fondo del salón, en una de las últimas mesas. Le pedí un churrasquito con puré de batata al mozo, y me puse a leer la primera plana del Criminalista.

“Nueva y peligrosa banda irrumpe la paz en el restaurant “Le Foe”, con una masacre sin precedentes.” Decía el copete y, en el cuerpo de la noticia, estaban transcriptas algunas declaraciones de los empleados del restaurant, y también del inspector a cargo del caso, Gregorio Lamotte.

“Será una investigación complicada, se presume que el golpe fue motivado por la presencia de los empresarios japoneses. De quienes se cree que son dueños de una enorme cantidad de locales en toda la ciudad, y alrededores.” Decía la declaración del inspector de la comisaría tercera.

Antes de que traigan la comida, me acerqué a la barra y le pedí al cajero que, por favor, me alcancen un sifón de soda, mientras iba al baño para lavarme las manos.

Aproveché también para tomarme la pastillita para la presión y, de frente al espejo, me quedé un buen rato observando mi reflejo, mientras mi mente daba vueltas alrededor de la masacre de “Le Foe”.

Al cabo de algunos minutos sonó mi teléfono celular. Número desconocido. Levanté la llamada al tercer timbre.

- Hola, ¿el señor Julio Gómez Castro?
- Sí, con él…
- Buenas tardes, le habla el cabo Gutiérrez, de la comisaria tercera. Lo llamaba para citarlo a declarar, en el día de mañana.
- Sí, ningún problema oficial. ¿En qué horario?
- Alrededor de las cuatro de la tarde, va a tener que venir su señora también.
- Dígame la dirección, por favor.
- Gurruchaga 2438. Pregunté por mí, o por el inspector Lamotte.
- Perfecto, gracias.
- Hasta mañana.

Volví a la mesa, justo cuando estaba saliendo mi comida. Me senté tranquilamente y almorcé mientras hojeaba el Ámbito Financiero.

Antes de irme del restaurant, la llamé a Mónica, y le dije que mañana teníamos que ir a declarar. Se quejó un poco, cuando le dije el horario. Tenía clase de yoga a las seis, y era en la otra punta de la ciudad.

- Dale negra, no pasa nada si faltás un día.
- Bueno, bueno. Está bien.
- Aparte tenemos que ir obligatoriamente, ya me comprometí con el policía.
- OK, ya está… ¿me pasas a buscar por lo de mi hermana?
- Sí, voy a tratar de cortar temprano hoy. Tipo siete estoy por ahí.
- Gracias, te amo.
- Yo también, después nos vemos.

Corte el teléfono, y le pedí al cajero que me mande la cuenta y un café. Terminé de leer las notas sobre la masacre, y salí para la oficina sin apuros.

En la calle hacía un día fenomenal. Soleado y con viento. Los tibios rayos de finales de abril, calentaban un poco, pero no demasiado. Y los árboles de las avenidas comenzaban a teñir de naranja sus hojas, desplegando una gamma de colores, verdaderamente, afable al ojo.

Subí a la oficina y le pregunté a Sabrina si tenía novedades. Y enseguida me pasó dos llamados, y me avisó que tendríamos una pequeña reunión, con los nuevos socios de la financiera, un rato antes de las seis.

Tomé nota de los teléfonos de la gente que me había llamado, y le avisé que mañana me iría más temprano para ir a declarar. Le pedí que me organizara el día, para estar libre antes de las tres. Y me metí en mi oficina para hablar por teléfono, sin interrupciones.

Al cabo de unos cuarenta minutos, había concretado tres grandes ventas de divisas, con las cabezas de una empresa “monstruo” brasileña, dedicada a la distribución y destilación de petróleo y derivados.

Como venía la mano, este mes podría embolsar comisiones cercanas a los $ 20.000. Lo que me permitiría hacerme esa, tan postergada, “escapadita” a París con mi mujer, para principios de junio.

Mónica siempre sueña con volver a París. Fuimos solamente una vez, cuatro años atrás, y quedamos maravillados. Si esta vez se nos da, no vamos a escatimar en gastos. Vamos a ir con todas las de ganar, a tomar champagne todos los días, y a comprar todo lo que nos provoque placer.

De todas formas, había que cruzar, un poco, los dedos. Todavía faltaba laburar todo el mes de mayo, y seguir atrapando peces gordos, como los de la petrolera.

Antes que se hicieran las cinco, le pedí a Sabrina que me sirva un café apenas cortado. Y que, por favor, lo llamara a Sánchez Doumont, para arreglar un almuerzo para este viernes al mediodía.

Me volví a sumergir en el teléfono de mi escritorio, y mientras intentaba comunicarme con un viejo cliente, que hacía rato que no daba señales de vida, me golpearon la puerta.

Era el socio mayoritario, el señor Alderete. Un viejo de sesenta y tantos años, arrugado y simpaticón. Él era dueño del circo, el mandamás. Sabrina le abrió la puerta, y entró con dos tazas de café en sus manos.

- ¡Julito! Me acaban de contar lo de anoche…
- ¡No sabés lo que fue, Pedro! Una locura. Demasiado vertiginoso todo. Todavía me cuesta caer.
- Che, pero menos mal que saliste ileso. ¿Estabas con Mónica?
- Sí, por supuesto. Gracias a Dios no nos pasó nada. Y, por suerte, no teníamos demasiada guita encima, pero el mal trago que nos comimos fue tremendo.
- ¡Pero, más vale! Anoche me quedé hasta las dos de la mañana mirando el noticiero, no la podía creer. Pobres japoneses…
- Sí, fue de terror… ¿Sabés que, uno de los que sobrevivió, labura acá a la vuelta? Creo que es uno de los dueños de la tintorería.
- ¿En serio? ¿Quién?
- Un tal Nassaki, está siempre con trajes grieses, el diariero lo conoce.
- Ah sí, yo lo tengo a ese. Carlos Almirón lo conoce muy bien. Es un gran empresario, muy poderoso.
- No me digas…
- Sí, Julito. Si mi memoria no me falla, los tipos esos son dueños de quince tintorerías, como treinta supermercados, y también de la gran cadena de restaurants “Sushi Club”… Mirá si serán grosos. Me parece que también tienen tres fábricas textiles, instaladas en Adrogué y Lomas de Zamora.
- A la mierda, ¿estás seguro?
- Sí, preguntale a Carlitos. Él me contó todo eso en la cena de fin de año. Mirá si lo agarramos como cliente… haber vivido lo de anoche en el restaurant, puede ser un gran comienzo.
- Jajajajaja, siempre agazapado Pedrito.
- Por supuesto, ¿qué te pensás? ¿Qué la guita crece en los árboles? Tenés que ir a buscarla Julito, siempre hay que ir a buscarla... Bueno che, te dejó laburar. Me alegra que no te haya pasado nada.
- Gracias, después la seguimos.

Una vez que salió, volví a agarrar el teléfono y realicé unas cuantas llamadas. Concreté dos operaciones más y, cuando me di cuenta, ya eran casi las seis. Fui para la recepción, para preguntarle a Sabri por la reunión.

- Todavía no arrancaron, andan todos a mil me parece.
- Que raro, yo igual me voy a tener que ir.
- Sí, me imagino. No te hagas problema. Te organice todo más o menos tempranito para mañana. diez y media vienen de Car Crash a verte.
- Perfecto, vengo tempranito entonces.

Antes de irme, pasé por la oficina de Alderete para decirle que me iba, y que mañana tendría que irme un rato antes. A lo que me respondió: “Julito, por favor, no me tenés que explicar nada. Anda y hace todo lo que tengas que hacer”.

Bajé hasta la cochera sin perder, ya, más tiempo. Di una vuelta a la manzana, y pasé por la puerta de la tintorería, ya estaban empezando a bajar la cortina metálica. Frené en la esquina, y bajé el vidrio de la ventana para saludarlo a Don Horacio.

- ¿Y Horacito? ¿Apareció el japonés?
- No che, no lo vi en todo el día. Cosa rara. Bueno, habrá tenido cosas que hacer, sin dudas.
- Sí, más vale que si. Bueno, me rajo, que todavía tengo que ir a buscar a la bruja.
- Cuidate Julito, hasta mañana.
- Chau Don Horacio.

Agarré derecho por Maipú hasta Libertador, doblé a la izquierda y me detuvo el semáforo. Había terrible tráfico, obviamente. Encendí la radio, y me prendí un pucho.

Terminé llegando al barrio de Nuñez a las siete y diez. Estacioné el coche en la calle, y subí al departamento de mi cuñada. Era el octavo piso, de un edificio bastante paquete, amueblado a nuevo, con una decoración bastante minimalista.

- ¡Julito! Que bueno verte. -gritó mi concuñado, desde el sillón del living comedor. Vení que te sirvo un whisky.
- Eddie, querido. ¿Cómo andás?
- Bien che, que locura lo de anoche hermano. Moni está en la pieza de Titi, me lo contó todo hace un rato.
- Fue demencial. Muy rápido todo. Parecía una película de Bruce Willis.
- Jajajaja, tal cual.

Me sirvió un Chivas, y me senté con él a ver el resumen del Abierto Británico. Eddie era un gran golfista, nunca se quiso profesionalizar, más allá de que tenía dos puntos de hundicup desde los 17 años. Y, como buen golfista, era un fanático total. Se miraba todos los torneos, y jugaba todos los viernes, sábados y domingos.

Empapando el paladar, miramos las mejores jugadas de la última vuelta del prestigioso torneo, haciendo algún que otro comentario alusivo a los distintos tipos de swings que tenían los jugadores.

Al cabo de diez o quince minutos, aparecieron las chicas, cuchicheando por lo bajo, y soltando pequeñas risitas, que eran prácticamente idénticas entre si.

Moni tenía apenas dos años menos que su hermana Titi, y tenían una relación muy unida. Demasiado, diría yo. Porque habían perdido a su madre desde la infancia y, con un padre tan severo y alcohólico, como el que tenían, debieron refugiarse en su relación de hermanas, y mejores amigas.

- Juli, ¿cómo estás cuñadito?
- Bien, bien. ¿ustedes que hacen?
- Nada, fuimos a charlar a la pieza un rato. Ya nos conocés…
- Sí, vaya que las conoceré… ¿cómo está mi reina? -le dirigí la mirada a Mónica.
- Bien -me contestó, mientras se sentaba sobre mi regazo. - Pero te extrañé un poquito.
- Yo también bebé.

Nos dimos un beso, y se levantó para ir a la cocina, detrás de su hermana. Giré el cuello, para verla caminar, y al cerrarse la puerta, volví al televisor.

- Mirá, ¡mirá! -dijo Eddie exaltado. - Este indio tiene un swing de la puta madre. ¿Viste hasta donde levanta el palo?, y después lo baja con un poquito de slice, pero lo debe hacer apropósito. Solo para darle un poquito de comba. Es un monstruo.

Me terminé el whisky, y me serví medio más. Eddie se prendió un habano, y seguimos mirando la pantalla abstraídos.

Todavía no daban las ocho, cuando reaparecieron las chicas. Titi se sentó junto a Eddie, y Moni me dijo con voz cansada.

- ¿Vamos para casa, amor?
- Sí, sí. Dale que mañana entro tempranito.

Viajamos escuchando, por la radio del auto, tanto el revuelo que causó, como todas las hipótesis que giraban en torno a la masacre de “Le Foe”. La policía estaba buscando limosinas por toda la ciudad y alrededores. Y la prensa amarillista fantaseaba con un nuevo golpe de “los 007”, e incluso con una vendetta yakuzzi.

Llegamos a casa, antes de las ocho y media, y mientras me tomaba vodka tonic en el sillón del living, Mónica se puso preparar la cena.

Casi sin darme cuenta, mis ojos se empezaban a cerrar, y me dormí con una serie del canal FX de fondo. Con la mente apaciguada, después de un día bastante largo, soñé con un aeropuerto. Estaba esperándola a Mónica, que por alguna no estaba conmigo, y debía venir sola a mi encuentro.

Era un vuelo sin escalas a París. Y faltaban menos de quince minutos para el embarque. Yo tenía mi bolso de mano únicamente, y la esperaba sentado, a pocos metros de la puerta de embarque número catorce.

Por alguna razón ella no venía, y el tiempo seguía transcurriendo. Mi cabeza no entendía por qué ella no estaba conmigo desde antes. ¿Cómo era posible que la hiciera tener que ir sola hasta el aeropuerto? No tenía ningún tipo de sentido.

Las voces del altoparlante comenzaban a llamar a todos los pasajeros del vuelo 736 con destino a París. Y una gota de sudor comenzó a rodar por mi rostro. Ya me había puesto de pie, y miraba para todos lados.

Seguí mirando en todas las direcciones posibles, una y otra vez, girando la cabeza cada vez más rápido. Mónica seguía sin aparecer, y la gente ya estaba embarcando. Yo seguía esperándola, viendo a un lado y otro. Sudando como un cerdo al sol. Desesperado por saber dónde estaba mi mujer.

Hasta que de pronto, apareció el japonés, el señor Nassaki. Con su traje gris, y sus anteojos ovalados. Con un maletín en la mano izquierda, y una pistola en la derecha. Caminaba rápidamente hacia la salida del aeropuerto, y un oficial de policía lo venía siguiente, mientras hablaba con un handy pegado a la boca.

Entonces, sentí una mano en mi hombro derecho, y antes de poder darme vuelta, sentí un sacudón. Era Mónica que acababa de despertarme.

- Ya está la comida, amor. Vamos para la mesa.

Pasé por el baño a mear, me lavé la cara, las manos. Y me senté a la mesa. Mónica enseguida trajo una fuente llena de mostacholes a la parisenne, sabía exactamente cómo deleitarme. Me sirvió un platazo, y le tiré una enorme cantidad de queso rallado encima.

Cenamos, en silencio, mirándonos las caras, con gestos de felicidad. Mónica era una persona que se superaba cada día. Nunca terminaba de conocerla. La sorpresa, era su mayor virtud. En quince años, nunca me sentí aburrido a su lado. Casi siempre me aburría de mi mismo, pero con ella cerca, era imposible.

La comida estaba tan buena, que tuve que limpiar la fuente con un trozo de pan. Y después de tomarme cinco minutitos de descansó, me tomé una taza de té digestivo, y me fui derechito para la cama. Estaba muerto de sueño. Puse la alarma a las siete y media, y me dormí enseguida.

Al oír el despertador, me levanté en un periquete. Había dormido como un bebé, y me sentía bastante enérgico. Moni todavía dormía, así que me fui, sin hacer ruido, a preparar el desayuno.

Puse media jarra de agua en la cafetera, exprimí el jugo de cuatro pomelos, y puse a hacer tostadas para untarles manteca y mermelada de frambuesas. En menos de quince minutos, preparé todo en una gran bandeja, y entré a la habitación para despertarla a mi reina.

- Arriba remolona. -me esforcé por suavizar mi voz, lo máximo que pude.

Se dio una vuelta, rezongó un poco, y después asomó su ojito izquierdo para observar el desayuno que le había preparado. E inmediatamente, comenzó a incorporarse, mientras se refregaba los párpados.

- Epa, epa, epa. ¿Qué tenemos por acá? -me dijo tiernamente.
- ¿Viste? Me caí de la cama. -le contesté guiñándole un ojo.
- Muy bien, mi amor. Que lindo que estás.
- Y eso que todavía no me afeité.

Nos dimos un largo beso, y desayunamos con el noticiero de fondo. Seguían hablando de la masacre, y de “Los 007”, de los cuales todavía no había ningún tipo de rastro.

- Por favor, cambia. Ya me tienen harta.
- Sí, la verdad. A ver si dan alguna peli.

Hice un poco de zapping, pero no había nada interesante. Terminé poniendo un canal de música clásica, sin imagen.

- Gracias bebé, ahora si voy a disfrutar el desayuno.
- De nada amor. Me voy a duchar, que tengo que llegar temprano a la oficina.
- Vaya nomás, pero vení a darme un besito antes de irte.
- Obvio, bombonazo.

Me bañe y me afeité en menos de media hora, y diez minutos antes de las nueve, ya estaba arriba del auto.

Había un tráfico terrible, como de costumbre. La ciudad estaba superpoblada de autos, y la gente manejaba cada día peor. Me llevó más de cinco semáforos, llegar por 9 de Julio hasta la calle Arroyo. Una odisea. Menos mal que había salido con tiempo suficiente. Entré a la oficina a las diez menos cuarto.

- Buen día Sabri.
- Buen día Julio, ¿cómo anda?
- Bárbaro, amanecí renovado. Ayer estaba a mil, y no había dormido casi nada. Pero hoy… soy otro.
- Me alegro mucho entonces. ¿Quiere que le sirva un cafecito?
- Si sos tan amable…
- Enseguida se lo alcanzo.
- Gracias, linda. ¿Me llamó alguien?
- Por ahora ni sonó el teléfono -no bien dijo esto, se escucho el primer ring. - Financial Group buenos días… ¿en qué puedo ayudarlo?... El señor Alderete aun no ha llegado, generalmente no llega hasta el mediodía… ¿le puedo tomar el recado?

La dejé que trabajara tranquila, y me fui para mi oficina, a jugar unos solitarios antes de que llegue la gente de Car Crash, que venían para cerrar una operación no menor, que teníamos programada desde el mes pasado.

Me terminé el café justo cuando llegaron los apoderados de la firma, cinco minutos antes de la hora señalada. Pasamos a una de las salitas, y concretamos una venta de ochenta mil dólares estadounidenses, que fueron transferidos vía internet.

La mayoría de las operaciones superiores a los cincuenta mil dólares, o treinta mil euros, las hacíamos vía internet. Era lo más efectivo y seguro.

Antes de las once, ya me había liberado, y la oficina comenzaba a poblarse de gente. Incluyendo al mismísimo Alderete.

Me puse a charlar con él un rato, sobre la reunión que habían tenido con los nuevos socios. Al parecer había sido de lo más aburrida, como siempre. Explicaron el modus operandi de la firma, alguna que otra consideración sobre los grandes clientes, y cosas por el estilo.

Luego me preguntó si había hablado con Carlitos Almirón, por lo del japonés. Y le dije que todavía no, pero que uno de estos días lo llamaría seguro.

- Después contame, que me interesa mucho. Está forrado en guita, ese Nassaki.
- Despreocupate Pedrito, esta semana lo llamo si o si.

Terminada la conversación con il capo di capos, volví a mi oficina, para devolver algunos llamados, y rescatar un par de clientes del tacho. Estuve, prácticamente, hora y media con el tubo en la oreja. Y vaya que rindió sus frutos: había concretado dos grandes ventas para mañana por la tarde.

Antes de irme a almorzar, pasé por el baño y me tomé la pastilla para la presión. Le avisé a Sabrina que iría al bar de a la vuelta, y le dije que cualquier cosita me llame al celular.

Salí de la oficina, a la una menos diez, pasé por enfrente de la tintorería, y nada... No había ningún Nassaki. Algún día tiene que aparecer -pensé.

Pasé por el kiosco a buscar el diario, y me quedé charlando unos minutos con Don Horacio. Me dijo que, de momento, no había aparecido el japonés. Pero que estaría atento a ello. Recogí mi Ámbito Financiero y me llevé, además, una revistita de crucigramas. Me despedí del diariero, y fui caminando hasta Maipú, para meterme en el bar que está casi llegando a la esquina.

Me senté junto a la ventana, y me pedí un sándwich de lomito, queso y tomate; y para beber: un valón de cerveza. Hice algunos crucigramas, para despejar un poco la mente, mientras esperaba la comida.

Todavía me quedaba medio valón, cuando llegó el sándwich. Lo comí bastante rápido, y luego me tomé un café con leche, con dos medialunas.

Pagué la cuenta, dejando cinco pesos de propina, y volví a la oficina antes de las dos. Lo primero que hice fue llamarla a Mónica, para ver en qué andaba. Me dijo que, al final, se quedó en casa. Y entonces le dije que estuviera lista para las tres y media, que la pasaría a buscar con el auto, y que no se olvidara de buscar su documento.

Antes de irme del trabajo, me reuní un rato con Anibal Godoy, otro de los socios más antiguos de la firma. Se había reincorporado hoy de sus vacaciones, y necesitaba que lo ponga al día con las operaciones programadas para la semana que viene.

Le figuré la cuadrilla de reuniones que se aproximaban, y le pasé el dato de los clientes que teníamos en “vías de recuperación”. Me sobraron algunos minutos para contarle mi experiencia en la masacre de “Le Foe” y, cuando lo hice, se quedó plasmado. Había llegado esta mañana a Buenos Aires, y no se había enterado de nada.

Sin perder ya más tiempo, me despedí de Sabrina y de Alderete, y salí zumbando para casa. El tráfico no ayudaba demasiado, y terminé llegando a las cuatro menos veinte.

Por suerte, Moni me estaba esperando en la puerta de calle, así que no demoramos demasiado. Llegamos a la comisaría tercera a las cuatro y cinco, y nos atendió un oficial detrás de un mostrador.

- Venimos a ver al inspector Lamotte.
- Sí, señor. Lo van a tener que aguardar un ratito. Acaba de recibir a alguien, y aquel señor lo está esperando desde antes.
- Bueno, no hay problema. Esperamos.

El ambiente en el recinto parecía bastante alborotado. Los oficiales iban a y venían, de un lado para otro. Discutían en voz alta, y casi todos tenían caras de preocupación.

“Apareció otra limosina en la Villa Urquiza”; “Fijate si podemos mandar a alguien, ¿dónde fue Ramirez?”; “Vamos a necesitar más patrulleros”; “Volvieron a llamar del Criminalista”; “che… Ordoñez tendría que estar por volver, se está armando un re quilombo acá”.

El griterío era insoportable. Moni tenía cara de querer esconderse, con una mirada lo decía todo. Me acerqué de nuevo al mostrador, y le pregunté al oficial si podíamos volver en un rato. Nos dijo que sí de buena gana, pero que no tardemos más de veinte minutos, si queríamos que nos guarde el lugar.

Salimos y calculamos, que tendríamos que volver antes de las cinco menos cuarto. Nos metimos en el primer barcito que encontramos, y nos sentamos en la mesa más próxima a la puerta.

El lugar parecía bastante acogedor, estaba todo pintado de verde y blanco, con una guarda separando al tono. Había pequeñas velas flotando en frascos de vidrio redondeados, y el uniforme de los mozos hacía juego con el decorado.

Enseguida se acercaron a la mesa, y pedimos una lágrima para Mónica, un expreso al coñac para mí, y dos tostados de jamón y queso. El mozo se retiró respetuosamente, y Moni se metió en el baño.

Antes de que saliera de allí, ya habían traído las cosas a la mesa. Volvió con una sonrisa en el rostro.

- ¡No sabés lo que son los baños! ¡Divinos!
- Sí, me imagino. El mango hace la diferencia. Le ponés unos pesitos encima, y en lugar de un barsucho, tenés un lugar limpio y agradable.

Apuramos un poco el asunto, porque ya eran las cinco menos veinte. Me comí el tostado, y un triangulito que dejó mi mujer, y me tomé el café en un parpadeo. Una delicia. La inversión estaba en las paredes, y en la cocina también. Dejamos una buena propina, y regresamos a la comisaría.

El tipo que estaba delante nuestro ya estaba declarando, y los próximos fuimos nosotros. Esperamos cinco minutos, nada más. Mónica entró primero, y tardó menos de quince minutos en salir.

El bullicio seguía igual que antes, o incluso peor. Desde atrás del mostrador, se abrió paso el inspector Lamotte, y se me puso enfrente. Tenía cara de cansado, transpiraba, y se había arremangado los puños de la camisa.

- Señor Gómez Castro. Soy Gregorio Lamotte, mucho gusto. -apretamos las manos, y me dijo- Venga conmigo, vamos a tratar de hacer esto rápido, le pido mil disculpas por la demora.
- No se preocupe Lamotte, dispongo de todo el tiempo que necesite.
- Perfecto, vamos.

Entramos en una oficina, con un escritorio lleno de papeles, que separaba, por un lado, dos sillas, y un sillón de cuero giratorio por el otro. Me arrimó el asiento y me dijo:

- Póngase cómodo, por favor.
- Gracias. -repuse.
- Bueno, empecemos por el principio. Narremé lo que vivió en “Le Foe”, intentando no perder detalle, si se puede.
- Por supuesto. La verdad que fue todo bastante rápido. En un momento me estaba metiendo un raviol en la boca, y a los pocos segundos, el lugar se estremeció por completo. Entraron estos seis maleantes, vestidos de esmoquin, con las cabezas cubiertas, y armados con pistolas, itacas y ametralladoras. El más petiso de ellos era el vocero, se situó en el medio del salón. Disparó su arma y pidió silencio, y que todos depositáramos nuestro dinero, y objetos de valor, sobre las mesas. Y que mantuviéramos la cabeza gacha. Dos de los encapuchados fueron recolectando las cosas, mesa por mesa. Uno de estos sacó a los golpes a un tipo que estaba en el baño.
- Sí, al Doctor Dominguez. Vino a declarar esta mañana. Continúe, por favor.
- Bueno, a todo esto, los otros dos estaban en el fondo. Atando a los empleados, y vaciando la registradora. Y entonces se armó el revuelo. El más petiso se acercó a la mesa de los japoneses y forcejeó con el mayor de ellos. Lo mató a quemarropa, con su itaca, y le sacó un maletín que tenía en la mano. En el mismo instante, uno de los japoneses más jóvenes, se levantó y le tiró un cuchillazo al vocero. Parecía una película, fue increíble. Lo fusilaron en menos de cinco segundos. Y les dispararon, también, a los que estaban sentados, por las dudas. Nos quedamos todos helados. Creo que nadie podía creer lo que pasaba. Levantaron el cuerpo, el maletín, y salieron zumbando.
- Ajá, ¿cuánto tiempo estima que haya durado toda la secuencia?
- No más de diez minutos. Deben haber sido ocho, o nueve.
- ¿Y después?, antes de que llegaramos nosotros…
- Cuando se fueron se armó un barullo, todos hablaban. Y los japoneses lloraban, y discutían a los gritos. La mujer estaba tirada en el piso, sin poder parar de llorar.
- Bien. ¿Alguna otra cosita que recuerde?
- No, creo que eso fue todo. No pasó nada más.
- Perfecto, le agradezco mucho señor Gómez Castro. Lo acompaño.

Salimos de la comisaría cerca de las cinco y media. Y terminamos llegando a casa pasaditas las seis. Moni se metió en la ducha, y yo me aflojé la corbata, me serví un whisky, y me puse a ver un partido de la liga inglesa.

No era demasiado entretenido, pero de todas formas me quedé viéndolo hasta el final. Los del West Ham terminaron llevándose los tres puntos, con un 2 a 0 bastante chato. Enseguida me levanté para recargar mi vaso.

Mónica ya se había terminado de bañar, y estaba preparando la comida. Sigilosamente me acerqué a ella, y la abracé por la espalda, asustándola un poquito. Sus carcajadas eran música para mis oídos.

La hice girar y comencé a besarla profundamente. Su boca era demasiado carnosa, y suave como un copo de nieve virgen. Me daban ganas de morderla con violencia y ya no soltarla. Puse mi mano izquierda sobre su espalda, y la fui bajando suavemente.

Ella comenzó emitir pequeños gemidos, haciendo que mis sentidos se descontrolaran con cada sonido que salía de su garganta. La abracé con fuerza, y la levanté sosteniéndola por sus perfectas nalgas.

Soltó una carcajada, y me la llevé a cuestas para la pieza. La dejé caer con suavidad encima del somier, y la besé, mientras le sacaba el vestido. Mis manos se estremecieron al sentir la suavidad de su piel. Después de quince años, no podía comprender de qué forma podía una persona gustarme tanto. Cada día un poco más. No lograba entenderlo.

Hicimos el amor, lenta y profundamente. Durante media hora. Sin dejar de besarnos en el cuello, en la boca y en los ojos, y acariciándonos mutuamente las espaldas.

Acabamos al unísono, y nos quedamos cinco minutos más abrazados, hasta que, con un tono algo sobresaltado, ella gritó:

- ¡El pollo!

Se fue corriendo a la cocina, para sacarlo del horno, y dar vuelta las papas. El olor llegaba hasta la habitación. Y era un aroma realmente delicioso. Se podía percibir, claramente, el orégano en las papas, y el jugo de limón, empapando las enternecidas carnes del animal.

- En quince minutos comemos. -me dijo desde la cocina.

Me serví otro whisky, y me quedé en el cuarto mirando el final de una serie en el canal FOX. Pero de cualquier forma no le presté demasiada atención. Mis ojos se cerraban, y se sumían en el placer del orgasmo que acababa de tener.

Y hasta comencé a dormitar de tan apaciguado que me sentía. Al cabo de un breve lapso de tiempo, Mónica vino a despertarme.

- ¿Vamos a comer, bombón?

Me levanté de la cama, y la llevé cargando hasta el comedor. Nos sentamos y comimos mirándonos las caras, felices, sonrientes, y plenos de satisfacción. La comida era una delicia. El pollo estaba sumamente jugoso, y las papas bien doraditas, y crocantes en sus puntas.

Apenas dejamos media pechuga, y cuatro papas, sin comer. Ya no me entraba más nada. Me tomé un largo vaso de soda, para bajar el atracón. Me levanté para ir al baño, y enseguida me tome un cafecito en la cocina.

Todavía no eran las once de la noche, y no había nada interesante en la televisión. Me fui a leer a la cama, y a los quince minutos vino Mónica, y se acurrucó a mi lado. Nos dormimos sin darnos cuenta, y nos despertamos al mismo tiempo. Eran las ocho menos cinco de la mañana.

Salimos de la cama, y yo me metí en el baño. Lavé mis manos, y cepillé mis dientes, intentando recordar, en vano, lo que había soñado. Me pegué una ducha rápida, y me afeité frente al espejo.

Cuando salí del baño, Moni ya me tenía listo un café con leche, y tres tostadas con queso untable. Nos sentamos en la mesada de la cocina, y desayunamos leyendo el diario. Antes de las nueve y media, salí para la oficina, y Mónica se quedó en casa.

A las diez en punto, ya estaba a la altura del Obelisco, y quince minutos más tarde a la vuelta de la oficina. Y al pasar por la puerta de la tintorería lo vi a Nassaki, que estaba hablando por teléfono en la puerta mismísima del negocio. Estacioné el auto justo enfrente, y me quedé observando desde los vidrios polarizados de mi Audi 3.

Tenía puesta una de sus interminables corbatas grises, con detalles celestes. Y sus característicos anteojos ovalados. Caminaba de un lado a otro, dándose media vuelta cada ocho o nueve pasos. Parecía preocupado, tenía el ceño fruncido, y hablaba muy rápido.

Finalmente cortó el teléfono, y se acomodó el cabello, una y otra vez, con gestos de malestar general. Comenzó a caminar hacia la calle Maipú, a toda velocidad. Y yo encendí el motor para seguirlo.
Se metió en el garaje que estaba a mitad de cuadra, y lo esperé treinta metros delante del mismo. Salió con una Toyota Hylux, último modelo. Fue todo derecho por Maipú hasta Libertador, donde giró a la izquierda. Lo seguí a una distancia de cuarenta metros, como para que no se diera cuenta.

Continuó por Figueroa Alcorta, hasta salir a la costanera norte. Y después del aeroparque, encaró para la zona portuaria e ingresó, con el coche, a un lugar lleno de contenedores.

La reja metálica se cerró tras él. Yo estacioné en un lugar oculto a la vista, doscientos metros adelante, y me bajé del auto.

Apresuré el paso para hacer contacto visual con Nassaki, pero cuando estuve cerca de la entrada del lugar, no pude verlo. De todas formas, me quedé quieto en ese sitio, desde no podía ser observado por el guardia que estaba en la puerta.

Al cabo de cinco minutos, divisé a otro japonés, trajeado de negro. Que caminaba rápidamente, hacia uno de los contenedores, pero lo perdí de vista cuando, aparentemente, había detenido su marcha.

Otro contenedor me estaba obstruyendo la visión del lugar donde estaba el desconocido oriental. Seguí aguardando con la mirada agazapada, hasta que, por fin, pude verlo a Nassaki, caminando tranquilamente con el otro, en dirección a un contenedor que decía “Trust Exportation”. El de negro sacó una llave del bolsillo interior de su traje. E ingresaron al interior del mismo.

Salieron luego de diez minutos, y Nassaki caminó a prisa hasta su coche. Entonces fui corriendo hasta mi auto, para poder seguirlo nuevamente.

Salió a gran velocidad en dirección al centro, lo seguí a una distancia de doscientos metros. Y la fui acortando, paulatinamente, cuando se puso un poco más denso el tráfico, en la costanera.

Al pasar por el centro, siguió de largo, y viró en dirección a Puerto Madero. Hasta detenerse en el antepenúltimo dique, ubicado a la altura de la avenida Independencia.

Allí, entró con el auto en un garaje, y yo me detuve en una callecita que cruzaba trasversalmente, y estacioné en un lugar oculto a la vista. Pasé caminando por enfrente del garaje, y lo vi salir.

Caminó, ahora un poco más tranquilo, hasta el siguiente dique. E ingresó en un restaurant llamado “Royalty Sushi”. Aguardé para ver si salía, pero no lo hizo. Desde la vidriera pude verlo hablar con el tipo que estaba en la caja registradora, que también era japonés.

Entonces sonó mi teléfono celular, era Sabrina. Me llamaba para pasarme algunos recados, que había recibido en el transcurso de la mañana, y para preguntarme si me había pasado algo. Eran más de las doce, y tenía mi primera operación del día a la una y media.

Le dije la tuve que llevar a mi mujer al médico, pero que en un rato estaría en la oficina. Corté el teléfono, y salí arando para el microcentro.

Antes de la una ya había llegado a la oficina, y había un revuelo bárbaro. Teníamos dos clientes esperando en la recepción, con unas operaciones programadas, que tenían que cerrar con Gustavo Mazieres. Quien había amanecido engripado, y se había quedado en su casa.

Atendí, al que había llegado primero, en mi oficina. Y en pocos minutos, cerramos una pequeña venta de tres mil dólares.

Salimos, e hice pasar al otro señor, que era el apoderado de una empresa exportadora de maquinarias para barcos. En menos de quince minutos, ya habíamos hecho la transferencia. Y quedé liberado para recibir al primero de mis clientes.

Era el presidente de una firma dedicada la industria textil, y venía para hacer una venta de acciones hacia otra empresa, de la cuál era director. Firmamos una Cesión de Acciones, que había confeccionado ayer por la mañana, e hicimos las transferencias de una cuenta a otra, a través de la página del Banco Francés, ya que las dos firmas tenían cuentas en dicho banco.

Antes de las dos de la tarde, llegó mi segundo cliente. Un nuevo grupo inversor, dedicado a la construcción de edificios para oficinas. Necesitaban vender cerca de un millón de euros, para la compra de las materias primas, que utilizarían en el levantamiento de dos torres de treinta pisos.

Cerramos la transacción en menos de veinte minutos, los despedí con un fuerte apretón de manos, y con la esperanza de que sea el comienzo de una fluida relación financiera.

Le pregunté a Sabri si tenía algún recado, y ante su negativa, le dije que saldría almorzar. No sin antes pasar, dos minutitos, por el baño, para lavarme un poco la cara, y tomarme la pastilla para la presión.

Fui caminando, tranquilamente, por Suipacha y doblé en Arenales. Pasé por la puerta de “Sol Naciente”, pero no había rastros de Nassaki. Llegué a la esquina, y fui para el puestito de Don Horacio.

- Buen día Horacio.
- ¿Qué hacés Julito?
- Bien, che. Todo en orden.
- Estaba Nassaki esta mañana, ¿no lo viste?
- ¿Que si no lo vi? Lo seguí con el auto hasta la zona portuaria… justo cuando llegué acá, lo vi que se metió en el garaje de Maipú, lo esperé y me fui tras él.
- ¿Me estás jodiendo?
- No Don Horacito. Te lo juro. Anda en algo raro este japonés. Para mí que tiene cara de culpable.
- Sí, puede ser che. ¿Y qué fue a hacer al puerto?
- Entró en un pabellón, lleno de contenedores, y ahí se juntó con otro japonés, grandote como un ropero.
- Mira vos.
- Sí, y ahí nomas abrieron un contenedor, y estuvieron adentro como quince minutos.
- …mmmm, que misterioso che.
- La verdad que sí. Después salió arando para la otra punta de Puerto Madero, se metió en un lujoso restaurant de sushi, y yo me vine para acá.
- ¿Estará metido en algo raro? ¿Vos crees?
- Yo creo que sí. El día de la masacre en “Le Foe”, terminó discutiendo a los gritos con el otro japonés que había quedado vivo, y cuando llegó la policía se quedaron calladitos los dos.
- Mierda, dan ganas de seguir investigándolo…
- Sí, yo creo que algo pasa. Me intriga mucho el tema del contenedor. Por ahí, un día de estos me mando para el puerto, a ver si encuentro algo sospechoso.
- ¿En serio? No me dejés afuera… vas a necesitar a alguien que te haga de campana.
- Jajajaja, te tomo la palabra Horacito. Uno de estos días vamos. Tiene que ser de noche.
- Por supuesto, en mi casa tengo ropa con camuflaje militar y todo.
- No se hable más. Este fin de semana la hacemos.

Me fui caminando, con mi Ámbito Financiero bajo el brazo, hasta Santa Fe y Carlos Pellegrini. Entré en el restaurant “Aliance”, y me senté en la mesita del fondo.

Pedí unos fideos con salsa cuatro quesos, un jarrito con vino de la casa, y un sifón de soda. Esperé quince minutos leyendo el diario, y cuando llegó la comida, me la tragué en un parpadeo. Tenía un hambre para quinientos.

Me terminé el vino cuando daban las tres y media, y regresé para la financiera sin postre, ni café. Sabrina me recibió, con una larga lista de llamados que había recibido.

Me encerré en mi escritorio, y los contesté casi todos. Programé varias transacciones para la semana próxima, y algunas para mañana. Salí a buscar una buena taza de café, y seguí con el tubo en la oreja, insistiendo con los “clientes para sacar del tacho”.

Salí de mi oficina con la cabeza abombada, me tomé otro café doble, y antes de las cinco y media, me fui para mi casa.

Como Mónica no estaba, aproveché para poner AC/DC a todo volumen, y servirme un buen farol de Jack Daniels con tres hielos. Me senté en mi escritorio, y me puse a jugar al Mahjong en la computadora.

“For those about to Rock… We salute you!”, el sistema de audio que había instalado, el año pasado, tenía una fidelidad extraordinaria. Y el sonido de la guitarra de Angus Young me hacía mover la cabeza sin parar.

Cuando me aburrieron las fichas del Mahjong, probé suerte con el buscaminas experto, pero después de cuarenta intentos me aburrí. Por suerte, Moni acababa de llegar del gimnasio. La acompañé con mi whisky, a la cocina, y se preparó un licuado súper proteínico, del cual jamás supe qué cosas le metía adentro. Pero eran demasiadas como para que tuviera buen sabor.

Mientras se daba una ducha, yo me tire en la pieza a ver el noticiero. Todavía hablaban de la masacre, de “Los 007”, y de una supuesta guerra mafiosa que podría desencadenarse, pero eso era amarillismo puro.

De pronto, Mónica entró en el cuarto, con una toalla en la cabeza, y otra alrededor del torso. Su olor cuando salía de bañarse, generaba en mí una especie de éxtasis, mi nariz se descontrolaba, y mi corazón comenzaba a latir desbocado.

Pasó por delante del televisor y abrió el placard de par en par. Se sacó la toalla y la embestí. Ella sabía muy bien que lo haría. Siempre lo sabe, porque siempre lo hago. Hicimos el amor dos veces, primero ella arriba, y después en cuatro patas.

Después de cambiarse, se fue a preparar la cena. Y yo me quedé pensativo, con el mismo dilema de siempre: ¿Cómo era posible que, después de quince años, me gustara cada día un poco más?

Antes de las diez ya estábamos cenando, Mónica había preparado costillitas de cerdo con puré, otro de mis platos favoritos. Y después de comer un durazno de postre, me tomé un gin tonic y me acosté temprano.

Tanto alcohol, y tanto sexo, me daban mucho sueño. Y la verdad que no me venía nada mal acostarme temprano, y arrancar el viernes bien descansado. Seguramente tendría mucho laburo, y sobretodo por la mañana.

Tuve un sueño muy profundo, amanecí poco después de las ocho, y me fui para la cocina a preparar el desayuno. Antes que nada, puse el café. Y mientras se hacía, exprimí algunas naranjas, y preparé tostadas.

Antes que el café estuviera listo, Mónica se levantó, y vino a desayunar conmigo al comedor. Comimos leyendo el diario y planeando lo que haríamos el fin de semana. Entonces recordé que iríamos con Don Horacio a buscar pistas entre los contenedores, y le dije a Moni que seguramente el sábado, o el domingo, tendría una cena con amigos, y que esta misma tarde me confirmarían el día.

Después del desayuno, me tome la pastilla de la presión, me duché, me afeité y salí para la oficina. Como siempre, el viernes era uno de los días con más tráfico. Estuve casi una hora arriba del auto, y llegué a Suipacha y Juncal cerca de las once menos cuarto.

Antes que nada, Sabrina me recordó que, a las dos de la tarde, tenía el almuerzo con Sánchez Doumont, en el restaurant del Hotel Sheraton. Y también me pasó dos llamadas que había recibido, una del representante de la petrolera Repsol, y otra de un cliente nuevo, que preside una importante papelera en González Catán.


Respondí los llamados, e hice otros tantos. Logrando concretar dos operaciones bastante grandes para la semana próxima. Después de salir de mi oficina, me tomé un café con el señor Alderete, y me volvió a preguntar por el japonés. Le dije que en toda la semana no había aparecido por la tintorería, y que la semana que viene lo contactaría a Carlitos Almirón para arreglar una reunión.


Casi sin darme cuenta, se me hicieron las dos menos veinte, y salí a paso ligero para el Sheraton. Llegué a las dos en punto, y me senté en una pequeña mesa del lujoso restaurant.

Sánchez Doumont llegó diez minutos más tarde, ya casi me estaba durmiendo del aburrimiento. Pedimos una botella de Trapiche Gran Medalla, y dos platos de pasta para acompañar a semejante vino.

Hablamos entrecortado, mientras tragábamos los fideos y carrereábamos con el vino. El hombre, un tipo de unos sesenta años, finamente trajeado, y con un aire de superioridad, había adquirido algunas empresas nuevas (a eso se dedicaba, a comprar empresas o sociedades cercanas a la quiebra), y necesitaba nuestra asesoría financiera para sacarlas a flote.

Entre bocado y bocado, le fui explicando qué tipo de financiación necesitaría en cada caso, y al parecer lo dejé bastante conforme. Cerramos el almuerzo con dos expresos, y volví para el laburo cerca de las tres y media.

Antes de subir, pasé por el puestito de diarios de Don Horacio. Quien estaba charlando con una de sus clientas habituales. Y cuando la señora siguió su camino, me acerqué a saludarlo.

- Horacito, ¿cómo estás?
- ¡Julito, querido! Acá andamos che, ¿vos estás bien?
- Sí, todo en orden. Venía a buscar el diario, pero aparte quiero que arreglemos lo de mañana. ¿Vos podés mañana? ¿O mejor el domingo?
- No, no… vamos mañana. Anoche busqué todo el equipo. Tengo dos pantalones camuflados, y con un buzo negro encima no nos va a ver nadie. También encontré los binoculares, y un cuchillo de combate. ¿Tenés zapatillas negras vos Julito?
- Sí, creo que si. Ya estamos listos entonces. Te paso a buscar, ¿a qué hora?
- Y… pasate tipo once de la noche, ¿te parece? Te acordás dónde vivo, ¿no?
- Perfectamente, a las once estoy ahí.
- Fenómeno, ya hicimos programón para este sábado a la noche. Jajajajaja…
- Jajaja, grande Horacito, mañana nos vemos entonces.
- Listo, quedamos así.

Subí a la oficina y lo primero que hice fue avisarle a Moni, que tendría planes para mañana a la noche. Así que podría combinar para que vayamos a cenar a lo de su hermana el domingo. El resto de la jornada se pasó volando, y antes de las cinco ya casi no quedaba nadie en el estudio.


Volví a casa cerca de las seis y media. Me serví un whisky, y me senté en el living a mirar el noticiero.

“Apareció una limosina incendiada cerca del río, a la altura de Florida, partido de Vicente López. Aparentemente pertenecería a la banda de “Los 007”, pero todavía no fue confirmado por la policía”.

Seguramente es todo un gran engaño -pensé-, no creo que “Los 007” sean tan ingenuos de prender fuego el auto, en un lugar donde cualquiera podría verlo. No me parece una decisión muy inteligente que digamos.

Cerca de las siete llegó Moni, con las bolsas del supermercado. La ayudé a llevarlas a la cocina, y luego acomodamos todo en la alacena. Había comprado para toda la semana, como todos los viernes. Dos paquetes de fideos, uno de ravioles, dos pollos, carne para milanesas, tres litros de yogurt bebible, café, pan lactal, y dos potes de queso untable.

Las verduras, las frutas, el alcohol, y el pan para la cena, lo comprábamos diariamente en el almacén de la esquina. Donde teníamos cuenta corriente, desde hacía más de nueve años.

Mientras Mónica terminaba de guardar las cosas, yo bajé al kiosco para comprar un agua tónica. Corría un aire fresco en la calle, poco a poco el otoño se iba profundizando. Las hojas alfombraban las veredas, y el ruido del viento le daba a uno una sensación de insignificancia.

Como si un buen día, pudiera levantarse un fuerte tornado, y yo, pobre infeliz, casualmente pasaba por allí, y de pronto: ¡zas! Soy levantado por los aires, vuelo a la deriva, y me estrello violentamente contra... digamos, un puesto de flores. Y gracias a la velocidad del impacto, un fierro que forma parte de la estructura, previamente zafado por el temporal reinante, se me clava en el esófago casi sin darme cuenta. Al intentar moverme, la herida se me agranda, y en pocos minutos comienzo a sentir la falta de aire hasta desvanecerme. Será cuestión de que pasen seis o siete minutos más, para morir desangrado.

Afortunadamente, el fresco viento otoñal todavía no era tan veloz. Pude llegar al kiosco, comprar mis dos litros de agua tónica, y volver a casa sano y salvo. Y mientras Moni se acostaba a dormir una siesta, yo me serví el primer gin tonic de la noche, y me puse a ver fútbol en la tele, pero sin prestarle demasiada atención.

Bebí durante más de una hora y media, y antes que den las nueve Mónica, ya desperezada, estaba preparando la cena. Espagueti a los cuatro quesos, o cinco si incluimos el reggianito.

De a poco sentí que el alcohol comenzaba a desvanecerme. Y, sentado en el sillón, dormité hasta que estuvo lista la comida. En ese breve lapso, pude soñar y verme en la financiera. Reunido con Alderete y los demás socios.

Había un clima raro, como si todos estuvieran enojados por el futuro de la empresa. Discutían los bajos rendimientos de algunos empleados, y se echaban en cara los problemas que cada uno tenía para concretar operaciones.

El bullicio de las diferentes discusiones se tornaba cada vez más fuerte, mientras yo me mantenía al margen, y en silencio, contemplándolo todo, hasta que de pronto apareció el japonés. Nassaki en carne propia, vestido con uno de sus clásicos trajes grises, irrumpiendo en la sala de reuniones, con un maletín en la mano. Se acercó al centro de la mesa y, mientras todos lo observábamos en silencio, abrió el portafolios y comenzó a sacar fajos de diez mil dólares.

Todos empezaron a festejarlo, e intentaban hablarle, y decirle alabanzas, sin dejar de sonreír ni por un instante. Y mientras todos seguían obnubilados por su presencia, yo pude observar que algo había de extraño en esos dólares, tenían un color medio difuso, el verde tenía partes anaranjadas, como si estuvieran desteñidos, o algo similar.

Nadie lo notaba, todos seguían celebrando la presencia Nassaki, y ya se habían olvidado de lo que se venía discutiendo en la reunión. Con un sentimiento parecido a la indignación, me desperté y me senté a cenar sin decir palabra.

Mónica, al notar que mi humor había cambiado, evitó todo tipo de diálogo. Comimos pausadamente, y nos acostamos antes de la medianoche. Caí en un sueño tan profundo, que no pude recordar nada de lo que soñé.

Amanecí fresco como un lechuga, y antes de despertarla a Moni, me metí en la ducha.