Me había sacado un peso
de encima. Y ahora podía barajar de nuevo. Un horizonte plagado de nuevos
rumbos le devolvió a mi cuerpo la adrenalina perdida, y en su estado más puro.
Una adrenalina que, en los últimos dos años, permaneció atrofiada en mi inventario
de sensaciones. Y que ahora, comenzaba a despertarse, como si hubiera revivido
de un coma profundo.
Sabía que, al principio,
sería difícil estar en soledad nuevamente. Y que demasiada luz de golpe,
encandila. Sobretodo después de estar tanto tiempo en las sombras. Era un día
muy soleado, aquel dos de julio, y la verdad es que no quería quedarme solo en
casa.
Dicen por ahí que “el
fin justifica los medios”. Y el resultado que obtuve con este asunto, justificó
ampliamente lo que hice. ¿Si fui egoísta con mi proceder? Sí, lo reconozco.
¿Pero acaso no lo somos todos? Tal vez tenemos gestos de solidaridad y
generosidad, en ciertos momentos de nuestras vidas. Pero la mayoría de las
veces actuamos egoístamente. Y sobretodo cuando está nuestro propio pellejo en
juego.
Así que levanté la
frente y, esbozando mi mejor sonrisa, salí de mi casa. Me fui sin un rumbo
cierto, pero con el paso bien firme. Recorrí las calles de San Cristóbal, hasta
Boedo e Independencia. Había muchísima gente, era sábado y el sol marcaba, ya,
la mitad del día.
Miré algunas vidrieras,
anhelando tener un poco más de dinero extra el mes próximo, y me senté en un
bar a tomar una cerveza. Por suerte, encontré una mesita al lado de la ventana,
que daba a la avenida Boedo. Y mientras bebí pude observar a la gente paseando.
Decenas de familias, niños, ancianos. Enamorados, novios, matrimonios de 60
años. Madres ancianas con sus hijos adultos. Vendedores ambulantes, promotoras,
chicos mendigando. Agentes de tránsito. Tres colectivos de la línea 160
seguidos. Un micro lleno de hinchas.
Antes de pedir la
segunda cerveza, bajé la vista y aflojé los cordones de mis zapatos. Y,
mientras miraba mis pies, me acordé de lo solo que estaba. Entonces enderecé mi
columna y grité:
- ¡Mozo! ¡Una más!
Dos minutos más tarde
allí estaba mi segunda Warsteiner, y un renovado pocillo de maníes. Bebí con
mayor ahínco esta vez. Parecía un poco más fría que la anterior. Y sin
detenerme en mis pensamientos, me esforcé porque el alcohol hiciera lo suyo.
Tomé dos cervezas más,
en menos de media hora. Y antes de irme del recinto, me pedí dos tostados de
jamón y queso, para tener algo de absorción en el estómago.
Después de pagarle al
mozo, dejándole cinco pesos de propina, salí para la calle y caminé bajo los tibios
rayos del sol invernal. Bajé por Boedo hasta Venezuela, y luego encaré para el
barrio de Once. Fumando disimuladamente, recorrí las calles plagadas de
travestis e indigentes, riendo y saboreando el estado etílico que comenzaba a
subir por mis venas.
Así se sentía gustoso el
paladar. Lleno de libertinaje y alcohol. Tanto que ya no me permitía sentirme
solitario o abandonado. Me sentí, conmigo mismo, mejor acompañado que nunca.
Conmigo y mis cuatro cervezas de litro, conmigo y el humeante sabor del pitillo,
que acababa de fumar, todavía en mis pulmones y en el interior de mi paladar.
Con un andar
vagabundero, llegué a plaza Miserere y me acosté en un banco. Miré al cielo y
me regodeé pensando en mi renovada libertad. Reí sin motivos, y una dominicana se
me acercó para ofrecer su cuerpo.
Por desgracia ya no
tenía mucho dinero. Era, relamente, bastante flaca, y hermosamente negra. Pero
el precio de mi libertad serían por lo menos dos meses más de pobreza absoluta,
y entonces le dije:
- Me agarraste pobre
bombón.
Se alejó sonriéndome,
taconeando y fumando un cigarrillo con boquilla.
Me quedé tumbado en el
mismo banco, mirando el mismo cielo oscurecerse. Y antes de que dieran las seis
emprendí la vuelta a casa, caminando ya un poco menos ebrio. Pero con el mismo
espíritu de resurrección.
Doblé en Rivadavia, y
encaré todo derecho por Urquiza. Al cabo de media hora ya estaba abriendo la
heladera, para apaciguar el hambre que, de repente, me invadió.
Me preparé un sándwich
de sardinas, queso Mar del Plata y mayonesa, y salí a tragármelo en el balcón.
Con un pitillo recién armado. Prácticamente, ya no se veía el sol, y comenzaba
a correr una brisa bastante fresca.
Todavía no había
terminado de fumar, cuando el frío me mandó para adentro. Cerré la puerta del
balcón, y también la ventana de la cocina. Encendí el televisor, y me puse a
ver el partido de River Plate.
Por supuesto que nací
hincha de Boca, y así sería para toda la vida. Pero el hecho de que nuestros
queridísimos primos hubieran descendido de categoría, lograba que me imantara a
la pantalla, cada vez que jugaban, con la simple esperanza de verlos perder, o
al menos pasar un mal rato.
Cinco minutos, pelotazo
del Chori Domínguez al travesaño. Casi que se cae la tribuna en avalancha, y la
banda comenzaba a calentar gargantas. Diez minutos más tarde, amarilla y falta
a tres metros de la medialuna para las Gallinas. Patea Ríos a la segunda
bandeja.
Así se fue el primer
tiempo, aburridísimo, mediocre, como era de esperarse. Aldosivi había llegado
pocas veces al arco de Vega, pero como siempre pasa en el fútbol, el segundo
tiempo es otro partido. Y podrían aparecer las emociones de un momento a otro.
Durante el entretiempo,
aproveché para ir preparando la comida. Piqué una cebolla mediana, lo más
chiquita que pude, hasta lograr transparentarla. Un buen chorro de aceite,
mitad oliva, mitad vegetal. y a dorar se ha dicho.
Antes de que empiecen a
ponerse marrones, los trocitos de cebolla, puse el fuego al mínimo y le
incorporé un pote entero de puré de tomates. Le agregué un vaso entero de agua,
y medio de vino tinto. Piqué medio caldito de pollo, un ají picante, y arranqué
con los condimentos: dos pizcas de orégano, cuatro de estragón, tres de ají
molido, una cucharadita de pimentón dulce, un pellizco de comino, y dos hojitas
de laurel.
Volví a la cama, y ya
iban casi siete minutos del segundo tiempo. Aldosivi tenía la iniciativa, y las
Gallinas se volvían locas en el fondo. Veintidós minutos, córner para el equipo
marplatense, frentazo de Victor Jimenez, rebote en Maidana, y la pelota que
entra como pidiendo permiso, al ladito del palo izquierdo. 1
a 0,
delirio en la
Feliz.
La cara de Almeyda lo
decía todo. Estaba más perdido que perro en cancha de bochas. Cada vez que la
cámara lo enfocaba, lo único que se le escuchaba decir era: “Vamo’, vamo’,
vamo’, corran muchachos, ¡corran!”.
Que deleite, que placer.
Me levanté de la cama para ir a revolver el tuco, le agregué otro vaso de agua
y volví sonriente al tablón de mi somier. Iba ya media hora de partido, y River
seguía sin poder reaccionar. Hasta que de golpe, se escapa Trezeguet por la
punta izquierda, manda el centro para el Chori, que conecta una volea
exquisita, y la manda adentro con palo y todo. Terrible golazo, estalla la
tribuna, y la cara de Almeyda vuelve a tomar color.
Volví a levantarme,
ahora con un saborcito medio amargo. Probé el tuco, y mi paladar lo agradeció.
Le faltaban menos de diez minutos de cocción. Puse el agua para los ravioles, y
volví a sentarme para ver el final.
River ahora sí, había
reaccionado, y medio que los estaban peloteando a los marplatenses. Córner va,
córner viene, cae Domínguez en el área. ¡Penal para River! Súper dudoso,
demasiado para mi gusto. Faltaban cuatro minutos, más lo adicionado. Trezeguet
agarra la pelota, habla con el Chori, y decide patear él. Toma nueve pasos de
carrera, suena el silbato, y la pelota se va pegadita al palo. Eso era todo, mi
alegría fue completa, las Gallinas podían cacarear tranquilas, e insultar a sus
jugadores de arriba a abajo sin asco. Les regalaron un penal sobre la hora, y
lo tiraron al tacho.
Puse los ravioles,
revolví el tuco, y me serví un vaso de vino. Abrí un poco la ventana de la
cocina para ventilar, y me puse a leer algunas páginas de la tortuosa novela
kafkiana, El Castillo, la cual venía leyendo desde hace dos meses,
pero me estaba resultado sumamente pesada, y no podía detenerme a leerla más de
media hora por reloj.
Al cabo de diez minutos,
dejé el libro, y colé los ravioles. Los empapé en tuco, y les eché encima gran
cantidad de queso en hebras. Puse canal 9, donde acababa de arrancar una peli
de suspenso, y comí como perro muerto de hambre.
Una vez que acabé con
ello, me arme un pitillo, y fumé tirado en la cama. Su resinoso sabor me hizo
toser un poco, y me dejó bastante colgado. Perdí la noción del tiempo por unos
instantes. Se sentía bastante grato. Era algo similar a dejar la mente en
blanco, o meditar.
Cuando me despabilé, ya
eran casi las once de la noche. Sin saber qué hacer, encendí la computadora y
me puse a escribir algunas cosas, y a editar algunas otras, que ya tenía
empezadas de antes.
El tiempo fluía
estrepitosamente cuando me ponía a escribir, o a rescribir. Pero de todas
formas, a veces, aparecían ciertas trabas en mi mente. Sobretodo a la hora de
inventar nombres.
El nombre de un
personaje -pensé- debería decir demasiado sobre su personalidad, sobre sus
costumbres y su forma de ser. Cada nombre, y cada apellido, esconde una suerte
de música entre sus letras. Y lo cierto es que no pueden ser elegidos a la
ligera y, menos que menos, si no se sabe de antemano, qué conflictos sufrirá su
personaje.
Al pensar en todo ello,
me di cuenta de que, un buen escritor, debería estudiar el significado de los
nombres, y las historias de los apellidos ya existentes. Ya que, considerándolo
de esta forma, esa sería la única manera de elegir el nombre perfecto para un
personaje, basándose tanto en la historia tramada, como en el verdadero
significado del nombre.
Entre tanta filosofía y
letras, se me hicieron las dos de la mañana. Y mis párpados comenzaban a
ponerse un tanto pesados. Acabé de editar una novena, a medio terminar, que era
una especie de drama, sobre una chica parecía tener una vida bastante chata y
monótona. Todavía me faltaba la mitad, o incluso más. Pero el final dramático
ya estaba en mi mente. Solamente necesitaba acabar la trama, que generalmente
es lo más dificultoso para el escritor. O al menos, para mí sí lo era.
Finalmente, me fui a
acostar cerca de las tres, y me dormí en menos de un cuarto de hora. Tuve un
extraño sueño, donde me encontraba solo, en la nada misma, en la inmensidad de
la noche. En un lugar donde todo se agrandaba, o tal vez era yo, el que me
empequeñecía, cada vez más, en forma desesperante.
Lo único que podía hacer
allí era moverme. Correr. Hacia ningún lugar, porque estaba en la nada. Era
como una especie de no-sueño. Pues nada había, solo estaba yo. Y me hacía cada
vez más pequeño…
Me desperté sudoroso,
pero con frío. Estaba a punto de amanecer. Me sentí desvelado por un rato. Arme
un pitillo, y me quedé pensando en mi sueño. Y me di cuenta de que era imposible
de interpretarlo. Porque había soñado. En donde nada había, excepto yo. Donde
reinaba el vacío, y solamente podía sentir el achicamiento de mi ser, y la
contracción de mi alma.
Cuando terminé a fumar,
abrí la heladera, me serví un vaso de gaseosa, y me preparé otro sándwich de
sardinas. Lo comí sin prisa, y me devolví a la cama. Cerré los ojos, y me dormí
sin soñar.
Me desperté cerca de las
once de la mañana. Había logrado descansar realmente, y me sentía bastante
entero. Me levanté de la cama, y abrí la ducha, para que se vaya calentando el
agua. Fumé en el balcón, solamente cinco pitadas, y me puse abajo del
chorro caliente.
Otra vez tuve esa
sensación de libertinaje. Con el agua dándome de lleno en la cara, sonreí por
mi nueva condición. A la cual se le acoplaba otro detalle no menor. Me había
tomado una semana de vacaciones en el trabajo, así que, ni mañana, ni en
ninguno de los próximos siete días, debía levantarme temprano para ir a la
oficina.
Tenía siete días para
reacomodarme conmigo mismo. Con mi soledad renovada, y con mi espíritu
aventurero.
Enjaboné todo mi cuerpo,
y al cabo de diez minutos, cerré la canilla. Estaba como nuevo. Con la
musculatura aflojada, y la mente clara.
Salí del baño y, sobre
un aislante, me senté con piernas cruzadas. Puse mi mente en blanco, y dejé una
pequeña abertura entre mis párpados. Solo para observarme la punta de la nariz.
Respiré contando
lentamente. Seis pulsaciones inspirando por la nariz, tres reteniendo el aire,
otras seis expirando, también por nariz, y otras tres en apnea. En pocos
minutos, desconecté del todo mis pensamientos, y perdí la noción del tiempo por
completo.
Apenas pude regresar de
aquel estado de conciencia, cuando comencé a sentir un pequeño dolor en el
tobillo derecho. Abrí los ojos lentamente y, de poco, fui descruzando las
piernas. Seguí respirando pausado, pero ahora sin contar. Me senté en un
extremo del somier, y descansé, allí, unos minutos.
Volví sobre el aislante,
y me coloqué en la posición del niño, con los brazos al costado del cuerpo.
Retomé la misma cuenta, respirando en seis y tres tiempos. Con cada exhalación,
redondeaba más mi columna. Hasta lograr la menor distancia posible entre el
suelo y mis vértebras.
Cuando creí llegar a mi
propio tope, aflojé la posición, y erguí mi espalda con lentitud. Y poco a
poco, me fui echando hacia atrás, hasta tocar mi cabeza con el suelo. La
posición era mucho más incómoda que la anterior, y me costó mucho más trabajo
concentrarme en la respiración. La mantuve algunos minutos, y luego desarmé.
Me puse de pie muy
lentamente, flexioné ligeramente las rodillas, y dejé caer mi torso hacia
adelante, procurando juntar el abdomen con los muslos. Respiré contando seis
tiempos, y cerré los ojos para concentrarme mejor.
Me mantuve así alrededor
de siete minutos, y luego me enderecé. Había logrado estirar, y elongar, mis
piernas y toda mi columna vertebral. Me recosté sobre la cama, y descansé
quince minutos más.
Cuando estuve listo para
moverme normalmente, me puse un pantalón, y bajé al supermercadito chino que
está a la vuelta de casa. Recorrí las góndolas sin saber, a ciencia cierta, qué
comprar. Quería desayunar algo sustentable, y tener comida para un par de días.
Finalmente, me fui
decidiendo. Cargué en el canasto tres paquetitos de hamburguesas, un pan lactal
chico, un sachet de leche, y un paquete de vainillas. Seguí recorriendo, y
agregué papel higiénico, y dos paquetes de fideos. Completé la compra
definitivamente, con dos cervezas Corona, de tres cuartos.
Pagué con cien pesos, y
volví a casa para prepararme un buen desayuno. Unté dulce de leche en las
vainillas, y llené un vaso largo, con leche fría y chocolate. Fueron en total
siete vainillas, y una recarga de medio vaso.
Había quedado muy
satisfecho, casi que no me entraba nada en el estómago. Me armé un pitillo, y
me acosté a fumar. Dormité un ratito, y volví en mí cuando el reloj en la pared
marcaba las dos menos cuarto de la tarde.
Saqué el botellón de
agua de la heladera, y bebí medio litro aproximadamente. Me puse un pantalón
finito y al cuerpo, una remera de algodón blanca, y un buzo no muy grueso con
capucha. Agarré la bicicleta, y salí para la calle.
Pasé por la bicicletería
que tengo a media cuadra de casa, inflé las gomas, y compré un agua para llenar
el botellón, y salir a recorrer la ciudad sin un rumbo fijo.
Bajé hasta
Independencia, y encaré para el barrio de caballito a buena velocidad. Hacía un
poco de frío, y el sol apenas comenzaba a calentar la tarde. Pero por suerte,
había entrado en calor a los pocos minutos de subirme al rodado.
Los árboles con hojas
amarillas y marrones adornaban la avenida Independencia, con sus gruesos
troncos y sus copas invernales, despoblándose paulatinamente. Y los rayos de
sol iluminaban el firmamento, y las pocas nubes que había en él.
Viré en una callejuela
con dirección al parque Rivadavía, y llegué zigzagueando, a la gran feria que
habita en él. Me bajé de la bici, y recorrí los puestos en búsqueda de algún
libro barato.
Había tanta gente, que
se me dificultaba transitar llevando la bicicleta a un costado. Me aparté hasta
una esquina y la dejé atada a un poste de luz.
Caminando, me detuve en
un puesto dónde había un libro de Roberto Arlt, a muy buen precio. El
Juguete Rabioso, una de sus novelas más célebres. La cual nunca había
leído. Pero antes de decirme a comprarla, preferí dar un par de vueltas más.
Recorrí algunos lugares
dónde vendían discos compactos, tanto nuevos como usados. Pero ninguno me llamó
la atención. Cuando era adolescente sí, era bastante aficionado a los discos,
supe tener una colección bastante interesante, más de doscientos, si mal no
recuerdo.
Pero cuando tuve que
mudarme, terminé canjeándolos y vendiéndolos, para obtener dinero rápido y
fácil. Ahora, tenía menos de la tercera parte de ellos. Y ya no me interesaba
comenzar a coleccionarlos nuevamente.
Seguí buscando libros
baratos, pero no vi nada que realmente me interesara. Caminé un rato por el
parque, y me tumbé sobre el pasto para fumar un pequeño pitillo, que tenía
guardado en la zapatilla.
Miré al firmamento,
observé directo al sol, y esnifé un estornudo, provocado por sus tibios rayos.
La tarde se caía, y una pequeña brisa, que se tornaba cada vez más fría, me
llevó a emprender el regreso a casa.
Pedaleando a buena
velocidad, llegué a casa a las siete de una tarde, que ya era, prácticamente,
noche. Encendí la tele, me descalcé, y me recosté unos instantes.
De alguna manera,
comenzaba a sentir una suerte de stress, provocado por esta nueva
condición en la que me encontraba. Después de un año y medio sumido en una
simbiosis, por demás agobiante, de golpe, este libertinaje, no resultaba tan
sencillo de asimilar.
Intenté concentrarme en
los latidos de mi corazón, y fui alargando mis expiraciones. En pocos minutos,
había conseguido poner mi mente en blanco. Y me terminé durmiendo con el
televisor prendido, y sin cenar, alrededor de las ocho y cuarto.
Soñé con ella, con la
persona de la cual me había liberado. La vi enojada, la vi furiosa.
Destrozándolo todo a su alrededor, estrellando el televisor contra el suelo,
rompiendo los estantes de la heladera, las almohadas y el DVD.
Antes de despertarme, vi
su rostro en primer plano, sus labios me insultaban, y sus ojos lloraban llenos
de ira.
Cuando me levanté de la
cama, eran las tres y media de la mañana, y tenía un hambre para quinientos.
Fui a la cocina, me preparé dos hamburguesas con jamón y queso, y me tomé las
dos Corona que había comprado esta mañana.
Ya había dormido lo
suficiente, así que me puse a ver la tele, y a fumar hasta quedar abombado. Me
tiré en la cama y puse canal 7, estaban dando una película italiana, bastante
aburrida.
Antes de las cuatro, me
volví a dormir. Y esta vez no soñé nada. Simplemente dejé caer mis pensamientos
en la almohada y ronqué, como hasta las nueve de la mañana.
Lo primero que hice, al
levantarme, fue bajar al chino, para comprar más vainillas, y más cerveza. al
regresar me encontré con el encargado del edificio, el señor Jorge, uruguayo,
morochón y bigotudo.
- ¿Qué dice changuito?
¿Cómo le va?
Cuando subí al
departamento, noté que tenía una llamada perdida en el celular. De un número
que nunca había visto. Y en ese instante volvió sonar, y respondí.
- Hola... te habla el
luthier, de la calle Sarmiento.
Hacía más de un mes y
medio que le había dejado el instrumento a este desgraciado. Solamente tenía
que acomodarle el alma, ponerle un puente nuevo, y encerdar los arcos. Un mes y
medio, y debe haberlo hecho en una tarde, o dos como mucho. Pero bueno,
así funcionaban los gremios. Esos malditos gremios de personas que arreglan
cosas de complejo funcionamiento.
Después de cortar el
teléfono, comencé a limpiar un poco el desorden que se había renovado (y con
creces) desde la última vez que limpié. Barrí todos los ambientes, y enseguida
me puse a desinfectar el baño. Limpié los azulejos con líquido anti-hongos, el
interior del inodoro con una virulana, y por último baldee el piso con
lavandina.
En la cocina no había
traste limpio. Estaban todo en la bacha, y completamente abandonado. Se podía
sentir el hedor parado desde la puerta. Intenté respirar lo menos posible
mientras rasqueteaba los platos, los pedazos de comida parecían fosilizados, y
estaban totalmente adheridos a la vajilla y al fondo de la bacha. Tuvo que
parar a lavarse las manos con jabón al menos tres veces, pues toda esa grasa
era difícil de soportar demasiado tiempo sobre la piel.
Ya casi daban las doce
del mediodía y, antes de desayunar, me di una buena ducha. Agua bien caliente
primero, y un poco más tibia al final. Estaba bastante sucio, y tardé un buen
rato en quedar totalmente aseado.
Después de secar el
baño, desayuné, y fumando me recosté en el balcón, justo bajo el sol. Descansé
allí un buen rato, y de pronto perdí la noción del tiempo, y del espacio
también. Dormité diez minutos, y abrí los ojos sin tener la más mínima idea de
dónde estaba, ni por qué estaba yo allí. Luego de un momento, recuperé
conciencia, volví a apoyar la espalda en la reposera, y cerrando los ojos,
sonreí.
Pocos minutos después me
levanté, acomodé las cosas que tengo apiladas en el balcón, y salí para la
calle. Caminé por Prudán hasta San Juan, me compré un agua con gas, y me
sumergí en el subte. Combiné con la linea H, y fui hasta la estación
Corrientes. Luego hice tres estaciones más hasta la calle Uruguay, y me metí en
la Galería del Óptico, dónde estaba el local del luthier.
Por suerte, ya le había
ido adelantando los gastos, y ya no tenía nada que pagarle. Solo había traído
dinero para comprar una resina. Luego de escuchar las ridículas explicaciones
de sus labores sobre el instrumento y los arcos, guardé todo en la funda, y salí
de la galería por la calle Sarmiento.
Caminé tres cuadras en
dirección a la avenida callao, y entré en Vendoma, tal vez la casa de
instrumentos de cuerda más popular de toda la ciudad. Después de esperar más de
diez minutos a ser atendido, compré allí una resina marca Pirastro, y me quedé
hojeando algunos libros y partituras.
Antes de las tres de la
tarde ya estaba en mi monoambiente en San Cristóbal. Y lo primero que hice
fue prepararme un buen sándwich de leberwurst, mostaza y queso. Luego fumé, me
hidraté, y comencé a ponerle resina a los arcos.
Siempre fue un trabajo
bastante engorroso cuando las cerdas están nuevas. Me llevó casi cuarenta
minutos hacerlo, y después de afinar, me puse a sacarle un poco de sonido al
olvidado instrumento.
Hacía más de dos años
que no tocaba el violonchelo, que no había hecho ningún tipo de música, ni
siquiera ejercicios rítmicos. Había abandonado por completo mi faceta musical,
y ahora tendría que ponerme al día.
Empecé con largos golpes
de arco, y algunas notas al azar. De alguna manera, mi mano izquierda lo
recordaba todo. Al menos la apertura de los dedos era bastante acertada, y aún
conservaba un vibrato de alto espectro.
Después de haber dejado
las cuerdas bien enresinadas, busqué entre mis partituras el Método
Dotzauer, y comencé a repasar algunas melodías básicas. Enseguida me di
cuenta de que aun podía leer de corrido, al menos en primera posición. Y poco a
poco me fui abstrayendo entre las resonancias.
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