.//.MACABRE.//.Confesión.//.Verde Pastel.//.DRAMA.//.El diario de Elena.//.Submundo.//.SCIENCE FICTION.//.Rommer, la caída.//.

Vacación


Me había sacado un peso de encima. Y ahora podía barajar de nuevo. Un horizonte plagado de nuevos rumbos le devolvió a mi cuerpo la adrenalina perdida, y en su estado más puro. Una adrenalina que, en los últimos dos años, permaneció atrofiada en mi inventario de sensaciones. Y que ahora, comenzaba a despertarse, como si hubiera revivido de un coma profundo.

Sabía que, al principio, sería difícil estar en soledad nuevamente. Y que demasiada luz de golpe, encandila. Sobretodo después de estar tanto tiempo en las sombras. Era un día muy soleado, aquel dos de julio, y la verdad es que no quería quedarme solo en casa.

Dicen por ahí que “el fin justifica los medios”. Y el resultado que obtuve con este asunto, justificó ampliamente lo que hice. ¿Si fui egoísta con mi proceder? Sí, lo reconozco. ¿Pero acaso no lo somos todos? Tal vez tenemos gestos de solidaridad y generosidad, en ciertos momentos de nuestras vidas. Pero la mayoría de las veces actuamos egoístamente. Y sobretodo cuando está nuestro propio pellejo en juego.

Así que levanté la frente y, esbozando mi mejor sonrisa, salí de mi casa. Me fui sin un rumbo cierto, pero con el paso bien firme. Recorrí las calles de San Cristóbal, hasta Boedo e Independencia. Había muchísima gente, era sábado y el sol marcaba, ya, la mitad del día.

Miré algunas vidrieras, anhelando tener un poco más de dinero extra el mes próximo, y me senté en un bar a tomar una cerveza. Por suerte, encontré una mesita al lado de la ventana, que daba a la avenida Boedo. Y mientras bebí pude observar a la gente paseando. Decenas de familias, niños, ancianos. Enamorados, novios, matrimonios de 60 años. Madres ancianas con sus hijos adultos. Vendedores ambulantes, promotoras, chicos mendigando. Agentes de tránsito. Tres colectivos de la línea 160 seguidos. Un micro lleno de hinchas.

Antes de pedir la segunda cerveza, bajé la vista y aflojé los cordones de mis zapatos. Y, mientras miraba mis pies, me acordé de lo solo que estaba. Entonces enderecé mi columna y grité:

- ¡Mozo! ¡Una más!

Dos minutos más tarde allí estaba mi segunda Warsteiner, y un renovado pocillo de maníes. Bebí con mayor ahínco esta vez. Parecía un poco más fría que la anterior. Y sin detenerme en mis pensamientos, me esforcé porque el alcohol hiciera lo suyo.

Tomé dos cervezas más, en menos de media hora. Y antes de irme del recinto, me pedí dos tostados de jamón y queso, para tener algo de absorción en el estómago.

Después de pagarle al mozo, dejándole cinco pesos de propina, salí para la calle y caminé bajo los tibios rayos del sol invernal. Bajé por Boedo hasta Venezuela, y luego encaré para el barrio de Once. Fumando disimuladamente, recorrí las calles plagadas de travestis e indigentes, riendo y saboreando el estado etílico que comenzaba a subir por mis venas.

Así se sentía gustoso el paladar. Lleno de libertinaje y alcohol. Tanto que ya no me permitía sentirme solitario o abandonado. Me sentí, conmigo mismo, mejor acompañado que nunca. Conmigo y mis cuatro cervezas de litro, conmigo y el humeante sabor del pitillo, que acababa de fumar, todavía en mis pulmones y en el interior de mi paladar.

Con un andar vagabundero, llegué a plaza Miserere y me acosté en un banco. Miré al cielo y me regodeé pensando en mi renovada libertad. Reí sin motivos, y una dominicana se me acercó para ofrecer su cuerpo.

Por desgracia ya no tenía mucho dinero. Era, relamente, bastante flaca, y hermosamente negra. Pero el precio de mi libertad serían por lo menos dos meses más de pobreza absoluta, y entonces le dije:

- Me agarraste pobre bombón.
- Pues que pena, estás bastante guapo…

Se alejó sonriéndome, taconeando y fumando un cigarrillo con boquilla.

Me quedé tumbado en el mismo banco, mirando el mismo cielo oscurecerse. Y antes de que dieran las seis emprendí la vuelta a casa, caminando ya un poco menos ebrio. Pero con el mismo espíritu de resurrección.

Doblé en Rivadavia, y encaré todo derecho por Urquiza. Al cabo de media hora ya estaba abriendo la heladera, para apaciguar el hambre que, de repente, me invadió.

Me preparé un sándwich de sardinas, queso Mar del Plata y mayonesa, y salí a tragármelo en el balcón. Con un pitillo recién armado. Prácticamente, ya no se veía el sol, y comenzaba a correr una brisa bastante fresca.

Todavía no había terminado de fumar, cuando el frío me mandó para adentro. Cerré la puerta del balcón, y también la ventana de la cocina. Encendí el televisor, y me puse a ver el partido de River Plate.

Por supuesto que nací hincha de Boca, y así sería para toda la vida. Pero el hecho de que nuestros queridísimos primos hubieran descendido de categoría, lograba que me imantara a la pantalla, cada vez que jugaban, con la simple esperanza de verlos perder, o al menos pasar un mal rato.

Cinco minutos, pelotazo del Chori Domínguez al travesaño. Casi que se cae la tribuna en avalancha, y la banda comenzaba a calentar gargantas. Diez minutos más tarde, amarilla y falta a tres metros de la medialuna para las Gallinas. Patea Ríos a la segunda bandeja.

Así se fue el primer tiempo, aburridísimo, mediocre, como era de esperarse. Aldosivi había llegado pocas veces al arco de Vega, pero como siempre pasa en el fútbol, el segundo tiempo es otro partido. Y podrían aparecer las emociones de un momento a otro.

Durante el entretiempo, aproveché para ir preparando la comida. Piqué una cebolla mediana, lo más chiquita que pude, hasta lograr transparentarla. Un buen chorro de aceite, mitad oliva, mitad vegetal. y a dorar se ha dicho.

Antes de que empiecen a ponerse marrones, los trocitos de cebolla, puse el fuego al mínimo y le incorporé un pote entero de puré de tomates. Le agregué un vaso entero de agua, y medio de vino tinto. Piqué medio caldito de pollo, un ají picante, y arranqué con los condimentos: dos pizcas de orégano, cuatro de estragón, tres de ají molido, una cucharadita de pimentón dulce, un pellizco de comino, y dos hojitas de laurel.

Volví a la cama, y ya iban casi siete minutos del segundo tiempo. Aldosivi tenía la iniciativa, y las Gallinas se volvían locas en el fondo. Veintidós minutos, córner para el equipo marplatense, frentazo de Victor Jimenez, rebote en Maidana, y la pelota que entra como pidiendo permiso, al ladito del palo izquierdo. 1 a 0, delirio en la Feliz.

La cara de Almeyda lo decía todo. Estaba más perdido que perro en cancha de bochas. Cada vez que la cámara lo enfocaba, lo único que se le escuchaba decir era: “Vamo’, vamo’, vamo’, corran muchachos, ¡corran!”.

Que deleite, que placer. Me levanté de la cama para ir a revolver el tuco, le agregué otro vaso de agua y volví sonriente al tablón de mi somier. Iba ya media hora de partido, y River seguía sin poder reaccionar. Hasta que de golpe, se escapa Trezeguet por la punta izquierda, manda el centro para el Chori, que conecta una volea exquisita, y la manda adentro con palo y todo. Terrible golazo, estalla la tribuna, y la cara de Almeyda vuelve a tomar color.

Volví a levantarme, ahora con un saborcito medio amargo. Probé el tuco, y mi paladar lo agradeció. Le faltaban menos de diez minutos de cocción. Puse el agua para los ravioles, y volví a sentarme para ver el final.

River ahora sí, había reaccionado, y medio que los estaban peloteando a los marplatenses. Córner va, córner viene, cae Domínguez en el área. ¡Penal para River! Súper dudoso, demasiado para mi gusto. Faltaban cuatro minutos, más lo adicionado. Trezeguet agarra la pelota, habla con el Chori, y decide patear él. Toma nueve pasos de carrera, suena el silbato, y la pelota se va pegadita al palo. Eso era todo, mi alegría fue completa, las Gallinas podían cacarear tranquilas, e insultar a sus jugadores de arriba a abajo sin asco. Les regalaron un penal sobre la hora, y lo tiraron al tacho.

Puse los ravioles, revolví el tuco, y me serví un vaso de vino. Abrí un poco la ventana de la cocina para ventilar, y me puse a leer algunas páginas de la tortuosa novela kafkiana, El Castillo, la cual venía leyendo desde hace dos meses, pero me estaba resultado sumamente pesada, y no podía detenerme a leerla más de media hora por reloj.

Al cabo de diez minutos, dejé el libro, y colé los ravioles. Los empapé en tuco, y les eché encima gran cantidad de queso en hebras. Puse canal 9, donde acababa de arrancar una peli de suspenso, y comí como perro muerto de hambre.

Una vez que acabé con ello, me arme un pitillo, y fumé tirado en la cama. Su resinoso sabor me hizo toser un poco, y me dejó bastante colgado. Perdí la noción del tiempo por unos instantes. Se sentía bastante grato. Era algo similar a dejar la mente en blanco, o meditar.

Cuando me despabilé, ya eran casi las once de la noche. Sin saber qué hacer, encendí la computadora y me puse a escribir algunas cosas, y a editar algunas otras, que ya tenía empezadas de antes.

El tiempo fluía estrepitosamente cuando me ponía a escribir, o a rescribir. Pero de todas formas, a veces, aparecían ciertas trabas en mi mente. Sobretodo a la hora de inventar nombres.

El nombre de un personaje -pensé- debería decir demasiado sobre su personalidad, sobre sus costumbres y su forma de ser. Cada nombre, y cada apellido, esconde una suerte de música entre sus letras. Y lo cierto es que no pueden ser elegidos a la ligera y, menos que menos, si no se sabe de antemano, qué conflictos sufrirá su personaje.

Al pensar en todo ello, me di cuenta de que, un buen escritor, debería estudiar el significado de los nombres, y las historias de los apellidos ya existentes. Ya que, considerándolo de esta forma, esa sería la única manera de elegir el nombre perfecto para un personaje, basándose tanto en la historia tramada, como en el verdadero significado del nombre.

Entre tanta filosofía y letras, se me hicieron las dos de la mañana. Y mis párpados comenzaban a ponerse un tanto pesados. Acabé de editar una novena, a medio terminar, que era una especie de drama, sobre una chica parecía tener una vida bastante chata y monótona. Todavía me faltaba la mitad, o incluso más. Pero el final dramático ya estaba en mi mente. Solamente necesitaba acabar la trama, que generalmente es lo más dificultoso para el escritor. O al menos, para mí sí lo era.

Finalmente, me fui a acostar cerca de las tres, y me dormí en menos de un cuarto de hora. Tuve un extraño sueño, donde me encontraba solo, en la nada misma, en la inmensidad de la noche. En un lugar donde todo se agrandaba, o tal vez era yo, el que me empequeñecía, cada vez más, en forma desesperante.

Lo único que podía hacer allí era moverme. Correr. Hacia ningún lugar, porque estaba en la nada. Era como una especie de no-sueño. Pues nada había, solo estaba yo. Y me hacía cada vez más pequeño…

Me desperté sudoroso, pero con frío. Estaba a punto de amanecer. Me sentí desvelado por un rato. Arme un pitillo, y me quedé pensando en mi sueño. Y me di cuenta de que era imposible de interpretarlo. Porque había soñado. En donde nada había, excepto yo. Donde reinaba el vacío, y solamente podía sentir el achicamiento de mi ser, y la contracción de mi alma.

Cuando terminé a fumar, abrí la heladera, me serví un vaso de gaseosa, y me preparé otro sándwich de sardinas. Lo comí sin prisa, y me devolví a la cama. Cerré los ojos, y me dormí sin soñar.

Me desperté cerca de las once de la mañana. Había logrado descansar realmente, y me sentía bastante entero. Me levanté de la cama, y abrí la ducha, para que se vaya calentando el agua. Fumé en el balcón, solamente cinco  pitadas, y me puse abajo del chorro caliente.

Otra vez tuve esa sensación de libertinaje. Con el agua dándome de lleno en la cara, sonreí por mi nueva condición. A la cual se le acoplaba otro detalle no menor. Me había tomado una semana de vacaciones en el trabajo, así que, ni mañana, ni en ninguno de los próximos siete días, debía levantarme temprano para ir a la oficina.

Tenía siete días para reacomodarme conmigo mismo. Con mi soledad renovada, y con mi espíritu aventurero.

Enjaboné todo mi cuerpo, y al cabo de diez minutos, cerré la canilla. Estaba como nuevo. Con la musculatura aflojada, y la mente clara.

Salí del baño y, sobre un aislante, me senté con piernas cruzadas. Puse mi mente en blanco, y dejé una pequeña abertura entre mis párpados. Solo para observarme la punta de la nariz.

Respiré contando lentamente. Seis pulsaciones inspirando por la nariz, tres reteniendo el aire, otras seis expirando, también por nariz, y otras tres en apnea. En pocos minutos, desconecté del todo mis pensamientos, y perdí la noción del tiempo por completo.

Apenas pude regresar de aquel estado de conciencia, cuando comencé a sentir un pequeño dolor en el tobillo derecho. Abrí los ojos lentamente y, de poco, fui descruzando las piernas. Seguí respirando pausado, pero ahora sin contar. Me senté en un extremo del somier, y descansé, allí, unos minutos.

Volví sobre el aislante, y me coloqué en la posición del niño, con los brazos al costado del cuerpo. Retomé la misma cuenta, respirando en seis y tres tiempos. Con cada exhalación, redondeaba más mi columna. Hasta lograr la menor distancia posible entre el suelo y mis vértebras.

Cuando creí llegar a mi propio tope, aflojé la posición, y erguí mi espalda con lentitud. Y poco a poco, me fui echando hacia atrás, hasta tocar mi cabeza con el suelo. La posición era mucho más incómoda que la anterior, y me costó mucho más trabajo concentrarme en la respiración. La mantuve algunos minutos, y luego desarmé.

Me puse de pie muy lentamente, flexioné ligeramente las rodillas, y dejé caer mi torso hacia adelante, procurando juntar el abdomen con los muslos. Respiré contando seis tiempos, y cerré los ojos para concentrarme mejor.

Me mantuve así alrededor de siete minutos, y luego me enderecé. Había logrado estirar, y elongar, mis piernas y toda mi columna vertebral. Me recosté sobre la cama, y descansé quince minutos más.

Cuando estuve listo para moverme normalmente, me puse un pantalón, y bajé al supermercadito chino que está a la vuelta de casa. Recorrí las góndolas sin saber, a ciencia cierta, qué comprar. Quería desayunar algo sustentable, y tener comida para un par de días.

Finalmente, me fui decidiendo. Cargué en el canasto tres paquetitos de hamburguesas, un pan lactal chico, un sachet de leche, y un paquete de vainillas. Seguí recorriendo, y agregué papel higiénico, y dos paquetes de fideos. Completé la compra definitivamente, con dos cervezas Corona, de tres cuartos.

Pagué con cien pesos, y volví a casa para prepararme un buen desayuno. Unté dulce de leche en las vainillas, y llené un vaso largo, con leche fría y chocolate. Fueron en total siete vainillas, y una recarga de medio vaso.

Había quedado muy satisfecho, casi que no me entraba nada en el estómago. Me armé un pitillo, y me acosté a fumar. Dormité un ratito, y volví en mí cuando el reloj en la pared marcaba las dos menos cuarto de la tarde.

Saqué el botellón de agua de la heladera, y bebí medio litro aproximadamente. Me puse un pantalón finito y al cuerpo, una remera de algodón blanca, y un buzo no muy grueso con capucha. Agarré la bicicleta, y salí para la calle.

Pasé por la bicicletería que tengo a media cuadra de casa, inflé las gomas, y compré un agua para llenar el botellón, y salir a recorrer la ciudad sin un rumbo fijo.

Bajé hasta Independencia, y encaré para el barrio de caballito a buena velocidad. Hacía un poco de frío, y el sol apenas comenzaba a calentar la tarde. Pero por suerte, había entrado en calor a los pocos minutos de subirme al rodado.

Los árboles con hojas amarillas y marrones adornaban la avenida Independencia, con sus gruesos troncos y sus copas invernales, despoblándose paulatinamente. Y los rayos de sol iluminaban el firmamento, y las pocas nubes que había en él.

Viré en una callejuela con dirección al parque Rivadavía, y llegué zigzagueando, a la gran feria que habita en él. Me bajé de la bici, y recorrí los puestos en búsqueda de algún libro barato.

Había tanta gente, que se me dificultaba transitar llevando la bicicleta a un costado. Me aparté hasta una esquina y la dejé atada a un poste de luz.

Caminando, me detuve en un puesto dónde había un libro de Roberto Arlt, a muy buen precio. El Juguete Rabioso, una de sus novelas más célebres. La cual nunca había leído. Pero antes de decirme a comprarla, preferí dar un par de vueltas más.

Recorrí algunos lugares dónde vendían discos compactos, tanto nuevos como usados. Pero ninguno me llamó la atención. Cuando era adolescente sí, era bastante aficionado a los discos, supe tener una colección bastante interesante, más de doscientos, si mal no recuerdo.

Pero cuando tuve que mudarme, terminé canjeándolos y vendiéndolos, para obtener dinero rápido y fácil. Ahora, tenía menos de la tercera parte de ellos. Y ya no me interesaba comenzar a coleccionarlos nuevamente.

Seguí buscando libros baratos, pero no vi nada que realmente me interesara. Caminé un rato por el parque, y me tumbé sobre el pasto para fumar un pequeño pitillo, que tenía guardado en la zapatilla.

Miré al firmamento, observé directo al sol, y esnifé un estornudo, provocado por sus tibios rayos. La tarde se caía, y una pequeña brisa, que se tornaba cada vez más fría, me llevó a emprender el regreso a casa.

Pedaleando a buena velocidad, llegué a casa a las siete de una tarde, que ya era, prácticamente, noche. Encendí la tele, me descalcé, y me recosté unos instantes.

De alguna manera, comenzaba a sentir una suerte de stress, provocado por esta nueva condición en la que me encontraba. Después de un año y medio sumido en una simbiosis, por demás agobiante, de golpe, este libertinaje, no resultaba tan sencillo de asimilar.


Intenté concentrarme en los latidos de mi corazón, y fui alargando mis expiraciones. En pocos minutos, había conseguido poner mi mente en blanco. Y me terminé durmiendo con el televisor prendido, y sin cenar, alrededor de las ocho y cuarto.

Soñé con ella, con la persona de la cual me había liberado. La vi enojada, la vi furiosa. Destrozándolo todo a su alrededor, estrellando el televisor contra el suelo, rompiendo los estantes de la heladera, las almohadas y el DVD.

Antes de despertarme, vi su rostro en primer plano, sus labios me insultaban, y sus ojos lloraban llenos de ira.

Cuando me levanté de la cama, eran las tres y media de la mañana, y tenía un hambre para quinientos. Fui a la cocina, me preparé dos hamburguesas con jamón y queso, y me tomé las dos Corona que había comprado esta mañana.

Ya había dormido lo suficiente, así que me puse a ver la tele, y a fumar hasta quedar abombado. Me tiré en la cama y puse canal 7, estaban dando una película italiana, bastante aburrida.

Antes de las cuatro, me volví a dormir. Y esta vez no soñé nada. Simplemente dejé caer mis pensamientos en la almohada y ronqué, como hasta las nueve de la mañana.

Lo primero que hice, al levantarme, fue bajar al chino, para comprar más vainillas, y más cerveza. al regresar me encontré con el encargado del edificio, el señor Jorge, uruguayo, morochón y bigotudo.

- ¿Qué dice changuito? ¿Cómo le va?
- Muy bien, por suerte, ¿usted Jorge?
- Bien, por ahora todo tranquilo. ¿No va a trabajar hoy?
- No, me tome vacaciones.
- Bien, ya era hora changuito. ¿Se va a quedar o tiene pensado irse a algún lado?
- Todavía no planee nada. Pero estamos dispuestos a todo...
- Jajajaja, muy bien changuito... Vaya nomás, que lo estoy reteniendo.
- Hasta luego Jorge, después nos vemos.

Cuando subí al departamento, noté que tenía una llamada perdida en el celular. De un número que nunca había visto. Y en ese instante volvió sonar, y respondí.

- Hola... te habla el luthier, de la calle Sarmiento.
- Ah sí, ¿cómo va?
- Muy bien, por suerte. Te llamo por el violonchelo, ya lo tengo listo.
- Genial, ¿puedo pasar hoy a buscarlo?
- Sí, pasate hoy, después del mediodía.
- Listo, más tarde ando por ahí.
- Y perdoname por la demora, anduvimos tapados de laburo este mes.
- No te preocupés. Después nos vemos.

Hacía más de un mes y medio que le había dejado el instrumento a este desgraciado. Solamente tenía que acomodarle el alma, ponerle un puente nuevo, y encerdar los arcos. Un mes y medio, y debe haberlo hecho en una tarde, o dos como mucho. Pero bueno, así funcionaban los gremios. Esos malditos gremios de personas que arreglan cosas de complejo funcionamiento.

Después de cortar el teléfono, comencé a limpiar un poco el desorden que se había renovado (y con creces) desde la última vez que limpié. Barrí todos los ambientes, y enseguida me puse a desinfectar el baño. Limpié los azulejos con líquido anti-hongos, el interior del inodoro con una virulana, y por último baldee el piso con lavandina.

En la cocina no había traste limpio. Estaban todo en la bacha, y completamente abandonado. Se podía sentir el hedor parado desde la puerta. Intenté respirar lo menos posible mientras rasqueteaba los platos, los pedazos de comida parecían fosilizados, y estaban totalmente adheridos a la vajilla y al fondo de la bacha. Tuvo que parar a lavarse las manos con jabón al menos tres veces, pues toda esa grasa era difícil de soportar demasiado tiempo sobre la piel.

Ya casi daban las doce del mediodía y, antes de desayunar, me di una buena ducha. Agua bien caliente primero, y un poco más tibia al final. Estaba bastante sucio, y tardé un buen rato en quedar totalmente aseado.

Después de secar el baño, desayuné, y fumando me recosté en el balcón, justo bajo el sol. Descansé allí un buen rato, y de pronto perdí la noción del tiempo, y del espacio también. Dormité diez minutos, y abrí los ojos sin tener la más mínima idea de dónde estaba, ni por qué estaba yo allí. Luego de un momento, recuperé conciencia, volví a apoyar la espalda en la reposera, y cerrando los ojos, sonreí.

Pocos minutos después me levanté, acomodé las cosas que tengo apiladas en el balcón, y salí para la calle. Caminé por Prudán hasta San Juan, me compré un agua con gas, y me sumergí en el subte. Combiné con la linea H, y fui hasta la estación Corrientes. Luego hice tres estaciones más hasta la calle Uruguay, y me metí en la Galería del Óptico, dónde estaba el local del luthier.

Por suerte, ya le había ido adelantando los gastos, y ya no tenía nada que pagarle. Solo había traído dinero para comprar una resina. Luego de escuchar las ridículas explicaciones de sus labores sobre el instrumento y los arcos, guardé todo en la funda, y salí de la galería por la calle Sarmiento.

Caminé tres cuadras en dirección a la avenida callao, y entré en Vendoma, tal vez la casa de instrumentos de cuerda más popular de toda la ciudad. Después de esperar más de diez minutos a ser atendido, compré allí una resina marca Pirastro, y me quedé hojeando algunos libros y partituras.

Antes de las tres de la tarde ya estaba en mi monoambiente en San Cristóbal. Y lo primero que hice fue prepararme un buen sándwich de leberwurst, mostaza y queso. Luego fumé, me hidraté, y comencé a ponerle resina a los arcos.

Siempre fue un trabajo bastante engorroso cuando las cerdas están nuevas. Me llevó casi cuarenta minutos hacerlo, y después de afinar, me puse a sacarle un poco de sonido al olvidado instrumento.

Hacía más de dos años que no tocaba el violonchelo, que no había hecho ningún tipo de música, ni siquiera ejercicios rítmicos. Había abandonado por completo mi faceta musical, y ahora tendría que ponerme al día.

Empecé con largos golpes de arco, y algunas notas al azar. De alguna manera, mi mano izquierda lo recordaba todo. Al menos la apertura de los dedos era bastante acertada, y aún conservaba un vibrato de alto espectro.

Después de haber dejado las cuerdas bien enresinadas, busqué entre mis partituras el Método Dotzauer, y comencé a repasar algunas melodías básicas. Enseguida me di cuenta de que aun podía leer de corrido, al menos en primera posición. Y poco a poco me fui abstrayendo entre las resonancias.

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