El sonido del oxígeno, yendo desde la bigotera hasta el interior de mis
fosas nasales, me daba una sensación de vuelo que, al sumarle la grandiosa
vista que ofrecía el ventanal del piso 18, era casi completa.
El aterrizaje estaba cada vez más próximo, o al menos eso era lo que me
transmitían mis pulmones en estos momentos. El avión comenzaba a planear cada
vez más bajo y sereno.
Iba ya una semana completa de internación, y había tenido tiempo
suficiente para replantearme muchos aspectos de mi vida pasada, y planificar
tantos otros en mi porvenir.
Luego de tres días de lluvias recurrentes, y el constante calor de
principios de febrero, este amanecer de nubes rosadas me proporcionaba un aire
nuevo, reparador, y lleno de esperanzas para mis ideas futuras.
Observando la ciudad iluminarse me senté en la cama, a casi 90º, y
comencé a tentar al estómago con algunas galletas dulces, antes de que trajeran
el desayuno.
Había perdido al menos cinco kilos de peso en las últimas dos semanas, y
de veras que necesitaba recuperarlos lo antes posible, si quería evitar un
aterrizaje forzoso.
Los casi veinte días que llevaba sin afeitarme imprimían en mi rostro
una suerte de naufragio pero, de todas maneras, mi mirada se conservaba
apaciguada y segura de sí misma. Seguramente producto de la desintoxicación
física y psíquica que había adquirido, luego de casi tres semanas sin trabajar,
beber alcohol, ni fumar.
Cerca de las ocho y cuarto, llegaron las bandejas del desayuno, tanto la
mía como la de mi compañero de habitación, Ramón Arévalo.
Al igual que en la merienda, el primer atracón de día se trataba de: una
infusión -té o mate cocido-, un sobre de leche deshidratada, y un paquete con
cinco galletitas sin sal, acompañadas por una manteca y una mermelada pequeña
de damasco o frutilla.
Por motivo de mi desnutrición circunstancial, a mi menú matutino se le
incorporaba también un yogurt de vainilla como suplemento, o bien un botellón
de 200 centímetros
cúbicos que contenía un compuesto proteínico indicado para casos como el mío.
Mientras terminaba de untar la última galleta con mermelada, Ramón
todavía estaba aguardando impaciente, a la enfermera de turno, para que le
sirva el té y lo ayudase a beberlo.
El pobre hombre, de 82 años, había sufrido un accidente cerebro-vascular
que le impedía mover sus brazos normalmente, y dependía de la asistencia de los
demás para casi todo.
La media mañana se hizo presente y, mientras me realizaba la primera
nebulización del día, me propuse dormitar un rato más. Con un sonido de vuelo,
ahora, más intenso, sentí el destapar de mis pulmones a flor de piel, de lleno
en el centro de mi esternón. Y cerrando los párpados imaginé un feliz
aterrizaje.
Al cabo de unos quince minutos el médico en turno vino a despertarme,
colocó en mi índice derecho el medidor de saturación de oxígeno y, mientras
contabilizaba mis respiraciones, me tomó la presión.
El tensiómetro marcó 14 - 9, y la saturación 97%. El joven clínico
sonrió por mis mejorías y salió del cuarto para indicarle a la enfermera las
medicaciones que debería suministrarme a la brevedad.
Por mi parte, intenté volver a dormir, pero me resultó imposible. Ramón
ya estaba por demás amanecido, repitiendo una y otra vez: “¿Cómo se llama la
enfermera?, necesito un poco de agua, un poquito nada más. ¿Cómo se llamaba?
¿te acordás?”.
Yo le contestaba mecánicamente, irritando un poco el tono de mi voz, que
ya vendría. Que su nombre era Patricia, y que enseguida se haría presente para
servirle un poco de agua, o gaseosa en realidad, un vaso de la gaseosa sin
azúcar, caliente y ya sin gas, que le había comprado su hijo el día anterior.
Una vez que el viejo había saciado momentáneamente su sed, la enfermera
nos dio la primera tanda de medicamentos: antibióticos para mi neumonía, y la
pastillita para la presión. La cual tenía un sabor muy amargo, y
lamentablemente debería acostumbrarme a él. Pues de ahora en adelante,
seguramente, tendría que tomarla por el resto de mis días como mortal.
Asimismo, debería ir olvidándome también del cloruro de sodio. No más
sal en las comidas, no más fiambres, quesos, ni picadas. Por mi bienestar
general tendría que reeducar mi paladar y poner en caja mis desórdenes
alimenticios.
Una de las tareas que me habían asignado en el sanatorio, se relacionaba
con este nuevo tema de la dieta hiposódica. La nutricionista me encomendó que
anotara, en una planilla, todo lo que comía durante el día. Incluyendo las
cuatro comidas que nos servían diariamente, como así también los alimentos que
me traían mis amigos y familiares.
Aparte de eso, debía acumular la orina, en frascos, cada 24 horas,
comenzando a las nueve de la mañana de cada día. La cual podía llegar a superar
los cuatro litros al finalizar el período diario. El hecho de tener el suero
conectado en forma permanente, más los dos o tres litros de agua que venía
tomando por día, me hacían orinar cada tres horas por reloj.
Entre pitos y flautas, se hicieron las doce y media del mediodía, y
enseguida trajeron el almuerzo. Por desgracia el menú de hoy no era demasiado
tentador. Incluía un budín de calabazas, una ensalada de remolacha y huevo
duro, un postre que aparentaba ser una especie de natilla de fresa -que tenía
un color que se acercaba mucho más al fucsia que al colorado-, y por último: un
sándwich de jamón cocido y queso.
De cualquier manera, acabé con ello en menos de diez minutos, todo
exceptuando el sándwich, que preferí guardarlo como tentempié para más tarde.
Como todos los días, el hijo de Ramón había venido para darle de comer y
acompañarlo un rato. Era un tipo bastante agradable, utilizaba unas gafas
bastante gruesas, y estaba ligeramente encorvado hacia adelante. No debía tener
más de 53 años, era profesor de escuela y, gracias al período vacacional, tenía
tiempo suficiente para venir a ver a su padre dos veces por día.
Arnaldo Arévalo era muy atento, nos llevamos bien de inmediato. Tenía
mucha paciencia para contener a su padre, sobretodo anímica y emocionalmente.
Ramón estaba muy ansioso últimamente, la falta de memoria que
comenzaba a sufrir lo tenía a mal traer. Pero Arnaldo sabía como serenarlo, con
un simple “tranqui viejo, la enfermera va a venir enseguida, recién fui a
preguntarle y ya viene, no te alteres tanto” bastaba para que el viejo se quede
tranquilo.
Después de hacerme la segunda nebulización del día, me dormí una pequeña
siesta, en la cual soñé que me iba de vacaciones, a algún lugar de la costa
atlántica, solo con mi soledad. Alojado en un camping,
preparando fuego para un asado, y leyendo libros a la luz de la luna.
Siempre había tenido ganas de irme solo de vacaciones y, mis oníricos
pensamientos, no hacían más que ratificármelo.
Desperté sonriente, minutos antes de las cuatro de la tarde, pero con
muchísimo calor. El aire acondicionado de la habitación no funcionaba, y los
altos niveles de humedad se hacían insoportables.
Sin dudas, era un gran momento para darme una buena ducha. Me quité el
oxígeno por un rato y, cargando la vía del suero, me dirigí hacia el baño.
Intenté hacerlo en el menor tiempo posible. El agua salía bastante tibia
y, por suerte, se mantenía constante. Me lavé el pelo y la barba con shampoo, y enjaboné todo mi
cuerpo, exceptuando el brazo derecho, donde estaba conectada la vía.
Sentí mi respiración un poco agitada en los últimos minutos bajo el
agua, y enseguida cerré la canilla, para secarme lo más pronto posible.
Fue un verdadero alivio, cuando volví a acostarme logré mantenerme,
durante casi una hora completa, sin transpirar. Hasta que trajeron la merienda.
Lógicamente, el mate cocido con leche elevó mi temperatura corporal y,
acompañado por el calor galopante de la tarde, comencé a sudar nuevamente.
Empapando las sábanas y, sobretodo, la almohada.
Cerca de las seis de la tarde llegó mi primer visita de la tarde:
Victor, el mayor de mis tíos. Había venido con su hija Isabel, y traían consigo
una bolsa con dos botellas de agua mineral con bajo sodio, y un paquete de
galletas dulces surtidas.
Casi todo el mundo que venía a verme traía algún alimento o agua. Pues
eso me había indicado la nutricionista del sanatorio, y se lo fui comunicando a
todos los que me llamaban antes de venir.
Debían haber pasado tres o cuatro años, desde la última vez que había
visto a mi prima Isabel. Que debía tener, ya, unos cuarenta y tantos años. Era
una mujer muy sonriente, y agradable a la vista. Tenía una mirada cálida y
cautivante. Me alegró bastante su presencia.
La visita fue bastante rápida, intercambiamos números telefónicos, y se
fueron antes de las seis y media, prometiendo volver a pasar a verme en un par
de días. Mi tío Víctor me dio un fuerte apretón de manos, y puso un billete de
cien pesos en mi mano antes de partir.
De todos los miembros de la familia, era el que estaba mejor
económicamente. Su mujer había heredado una importantísima suma años atrás. Y
ahora, en el apogeo de su vida, se encontraban con que no llegarían a gastar el
dinero ni siquiera viviendo hasta los cien.
De cualquier forma, yo no tenía problemas con la plata, ni mucho menos.
De hecho, la internación había impedido que me fuera de vacaciones, así que
tenía todo el dinero que estaba destinado para ello, intacto, en la mochila que
guardaba debajo de la cama.
Diez minutos más tarde vino mi mejor amigo, Luciano. Al cual no veía
desde hacía ya dos meses. Porque se había mudado a la casa de la novia, en
Avellaneda, y solamente se venía hasta el centro cuando tenía que trabajar, a
altas horas de la noche.
Su visita me resultó una de las más gratas de todas. Me había traído un
enorme libro para que lea, una gruesa novela fantástica, que se remontaba a la
edad media, donde reinaban el mundo mágico y las batallas a punta de espada.
Bebimos una gaseosa que trajo, y comimos grisines con queso untable.
Hablamos un buen rato, hasta que ya se nos acabaron los temas de conversación.
Habíamos llegado a conocernos tanto durante los últimos diez años, que no
necesitábamos indagarnos demasiado. Los dos sabíamos con bastante exactitud,
tanto lo que sentíamos, como lo que pensábamos.
Antes de las ocho de la noche ya se había ido. Todavía le faltarían dos
horas para llegar a Avellaneda y, para colmo de males, llovía torrencialmente.
Intenté descansar un poco antes de la cena, pero me costó conciliar el
sueño. El lugar donde me habían colocado la vía para el suero, de poco empezaba
a molestarme. Evidentemente, estaba puesta en una vena un tanto angosta, y cada
vez que movía el brazo, sentía que se iba saliendo un poco por debajo de la
gasa.
Llamé a la enfermera para ver si me la podía cambiar de lugar, y me dijo
que tenía que terminar de entregar unas medicinas en la habitación catorce, y
venía enseguida para acá.
A los cinco minutos, se hizo presente, y sentí muchísimo alivio cuando
me retiró la vía teflón, de mi vena moretoneada. Me sostuve, fuertemente, la
gasa para no sangrar demasiado. Y la enfermera, dio toda la vuelta para
pincharme del otro lado.
Me puso una vía un poco más corta y cómoda, justo en mi vena favorita.
La más gorda y suculenta de todas. Sentí el pinchazo, y el teflón entró con
tanta holgura, que podía bailarse un vals dentro de ella. Ahora sí, podía
sentir la comodidad de una vía bien colocada. Le agradecí a Patricia
encarecidamente, y le regalé un caramelo como premio.
Antes de que dieran las ocho de la noche, volvió Arnaldo, el hijo de mi
compañero, para poder ayudarlo con la cena. Como todavía faltaría un buen rato
para que la traigan, con mucha gentileza, se ofreció a bajar al bufet del sanatorio,
para comprar bebidas para ambos.
La verdad que me venía como anillo al dedo, porque ya me estaba
aburriendo del agua con bajo contenido sodio. Le di dinero, y le pedí que, por
favor, me trajera una gaseosa de limón o, en su defecto, de naranja.
El pobre hombre tardó casi quince minutos en regresar. Había solamente
tres ascensores en todo el edificio, donde había más de veinte pisos. Y según
había calculado, había unas veinte habitaciones por piso, en las cuales debía
haber dos camas. O una sola, en algún sector V.I.P. del establecimiento.
Haciendo un vago cálculo, imaginé que habría, por lo menos doce pisos,
con veinte habitaciones de dos camas, y otros dos pisos, con veinte
habitaciones de una sola cama. Lo que hacía un total de quinientos veinte
pacientes internados. Suponiendo una capacidad colapsada.
Eran más de quinientos pacientes, que eran visitados, en la mayoría de
los casos diariamente, y por varías personas. En una franja horaria de nueve
horas. Con una sola visita diaria por paciente, serían cincuenta y siete
visitas por hora. Una por minuto, redondeando hacia arriba.
Los números eran demenciales. Tres ascensores, para atender a un
visitante por minuto. Donde el tiempo de trayecto, desde piso veinte hasta el
segundo subsuelo, debía ser superior a los diez minutos con seguridad. Al subir
y volver a bajar, se acumularían en la planta baja, por lo menos, veinte
personas.
Pero la verdad es que, las visitas eran mucho más que una por paciente.
Generalmente, la gente se agrupa para ir a ver a los enfermos. A veces va la
familia entera, o varios amigos juntos. Pero bueno, hacer ese cálculo ya sería
demasiado absurdo.
Finalmente Arnaldo, con sus quince minutos, había hecho un muy buen
tiempo. Todo un record, diría yo. Y, para colmo de buenas, me consiguió la gaseosa
de limón que quería, y me trajo cambio de cincuenta pesos.
Como por arte de la sincronización, la comida llegó dos minutos después.
Y ahora sí, teníamos un menú bastante apetecible. Un cuarto de pollo al oreganatto, con puré de papas,
y un flancito de postre.
Ayudándome con las manos, y una servilleta, dejé los huesos totalmente
pelados. Y antes de terminar el flan, reapareció Patricia, la enfermera del
turno tarde, para darme una jeringa con potasio, y dejarme ya preparada la
próxima nebulización.
Acabé con el postre, y también con la gaseosa, antes de que dieran las
nueve. Me coloqué el nebulizador en el rostro, y me puse a leer un cuento de
Agatha Christie, que era bastante malo, para ser sincero.
Siempre me pasaba lo mismo con esta autora, las resoluciones de sus
historias eran demasiado impredecibles. Pero hasta el punto de perder el
sentido con el relato. La considero como una escritora que no sabe interactuar
con el lector. Que no sabe dejar pistas.
Abandoné su lectura contrariado, e intenté dormirme. Pero la verdad era
que no tenía demasiado sueño. Me disgusté un poco, por no saber que hacer al
respecto. De golpe, estaba aburrido. Y con ganas de estar en otro lugar.
Al cabo de unos quince minutos volvió Patricia, para darnos las medicinas
de la noche, y la carga de potasio. También nos tomó la presión, y me puso el
medidor de saturación de oxígeno en sangre.
Antes de irse, le pedí que, por favor, me trajera un queso untable que
tenía guardado en la heladera del piso, para comerlo con las galletitas sin
sal, que me habían sobrado del lunes pasado.
Para su regreso, Ramón ya se había dormido. Y yo me terminé el queso en
menos de un parpadeo. El aburrimiento me hacía comer a cada rato,
mecánicamente. Como si no tuviera nada mejor que hacer.
De todas formas, necesitaba recuperar kilos. Y la nutricionista ya me
había dicho que comiera todo lo que pudiera, pero siempre cuidándome de no
agregarle sal a nada.
Cerca de las once de la noche, la somnolencia se fue haciendo presente,
y a pesar del inmenso calor que sentía, pude dormirme tranquilamente.
Soñé con un partido de fútbol. La despedida de Martín Palermo en la
Bombonera. Lo más
extraño fue que, ese partido se había jugado esta misma noche, y no pude verlo,
porque, los que administran los televisores del sanatorio, no vinieron a
cobrarme los veinte pesos para habilitar la señal.
De todas formas, ahí estaba viéndolo, en vivo y en directo desde mi
pantalla onírica. Y encima, con una particularidad, que no se concretó en el
partido real. En mi sueño estaba Maradona jugando, mientras que en la realidad,
no pudo asistir porque no se lo habían permitido en el club donde es director
técnico.
Y para colmo, Diego estaba jugando de una manera exquisita, como si
fuera un pibe de veinte años. Desbordaba por derecha, dónde era marcado por el
colorado Mac Calister*, que no podía hacer otra cosa que verlo pasar como un
rayo.
El partido terminó 3 a
0, para el equipo de Palermo, y con Maradona como figura indiscutida. Y al
finalizar el encuentro, pude ver los fuegos artificiales, el confeti, y las
emotivas lágrimas en el rostro del Titán.
Cerca de las cuatro de la mañana me desperté, y la enfermera del turno
noche, al ver que había encendido la luz, se acercó para prepararme una
nebulización, y tomarme la presión, y también la temperatura.
El termómetro marco 36,8, y la presión andaba en 13 - 9, me puse el
nebulizador en la boca, y me traté de relajarme con la cabeza hacia atrás.
Dormité un rato, y soñé que viajaba en avión. Miraba por la ventanilla
el crujiente chisporrotear de la turbina derecha. Había muy pocos pasajeros a
bordo. Todos muy separados entre sí.
Había solamente dos azafatas, que explicaban las técnicas de escape, y
la utilización de las mascarillas, una y otra vez, como si fueran androides,
programados para hacer todo el tiempo lo mismo.
Sin saber muy bien qué hacer, me desabroche el cinturón, y me levanté
del asiento, enfilándome hacia la cabina de navegación. Pero antes de que
pudiera dar diez pasos, un hombre de traje y anteojos oscuros, me detuvo.
Era un tipo muy grueso, y musculoso. Tenía una fuerza impresionante.
Aferró sus grandes manos a mis hombros, sin permitir me movimiento alguno. Me
hizo retroceder, y me sentó en el mismo asiento de antes.
Ajustó el cinturón con fuerza y me dijo: “Usted no puede moverse de
aquí”. Le dio otro tirón fuerte al cinturón, haciéndome doblarme al medio del
dolor, y me desperté con un retorcijón en el estómago.
Abrí los ojos y me saqué el nebulizador. Sentí un dolor agudo, que duro
más de quince minutos. Me levanté para ir a orinar, y el dolor cesó
paulatinamente. Me acosté y volví a dormirme sin soñar ya más nada.
Abrí el ojo, alrededor de las ocho menos cinco. Y lo primero que hice
fue sacarme la bigotera para ir al baño. Oriné en uno de tarros de dos litros,
y ya había alcanzado los tres litros y medio, cuando todavía me faltaban dos
horas más de recolección.
Aparentemente, tenía un problema con los riñones. Y cuando llegó la
primera visita del médico, me informó lo siguiente:
- Ahora en un ratito, te van a llevar para abajo, para que te hagan una
ecografía.
Volví a la cama, y me tomaron la presión, midieron mi saturación, y me
pusieron el termómetro bajo el brazo. Todo estaba normal, la presión apenas un
poquito alta.
Tuve que dejar pasar el desayuno, para ir a hacerme la ecografía. Cerca
de las diez de la mañana, pasó a buscarme el camillero. Con un tubo de oxígeno
de rescate, para que no me tubieran que dejar sin bigotera.
Bajamos al tercer piso, y me quedé esperando junto con una señora muy
enferma, en una silla de ruedas, en la puerta de la salita del ecógrafo.
La pobre anciana, no dejaba de quejarse, y gritaba “Auxilio, auxilio”,
con la voz trémula y desgarrada.
Esperé más de diez minutos, hasta que la doctora me hizo pasar. Era
realmente hermosa. Lo más lindo que había visto desde que llegué al sanatorio.
Y encima parecía ser de lo más simpática. Untó suavemente un poco de gel en mis
abdominales, y sentí el revivir de mis feromonas* por primera vez en mucho
tiempo.
De todas formas, el gel estaba súper frío. Así que fue una mezcla de
sensaciones un tanto extraña. Comenzó a pasarme el scanner, por las costillas,
mientras me iba indicando cuándo debía retener el aire, y cuándo soltarlo.
Hinchando y deshinchando la panza.
Duró casi quince minutos, en terminar el estudio, y su primera
conclusión era que tenía unos riñones bastante pequeños. Empujó mi camilla al
pasillo nuevamente, y me dijo que esperara a que se imprimieran las imágenes,
antes de volver al piso 18.
Tardó casi quince minutos en salir con el resultado de la eco, y se
despidió diciéndome: “Cuidá esos riñoncitos, y dale las imágenes a tu médica de
piso”.
El camillero llegó minutos después, y subimos por el ascensor especial
para camillas y personal autorizado. Llegamos a la habitación en menos de cinco
minutos.
Riñones pequeñitos -pensé-. ¿Qué podría significar eso? La verdad que no
me sonaba nada bien al oído. Le pedí a la enfermera si me podía calentar un
vaso con agua, para prepararme un té, y comer algunas galletas con mermelada.
Me había hecho un pequeño stock de mermeladas y sobrecitos de té.
Porque, en el desayuno, siempre te traían un mate cocido y, también, un té.
Pero un solo vaso con agua. Y había sacado provecho de ello, para tener algunas
provisiones.
Desayuné a las diez en punto, y después de hacerlo. Me enchufaron la
primera nebulización del día. Otra vez, el sonido de la turbina
chisporroteante, y el planear del avión buscando pista.
Hoy sentía los pulmones un poco más sanos. Pero todavía faltarían
algunos días, estaba seguro de ello. La pista de aterrizaje estaba cerca. Podía
sentirlo. Todavía se mantenía oculta a la vista del piloto. Pero pronto se
aclararía el firmamento, y el avión aterrizaría, al fin, sin complicaciones.
Para cuando terminé la nebulización, apareció el joven clínico, Lautaro,
para tomarme la presión, la temperatura, y demás. Y me dijo que estaban
investigando el tema de mis riñones. Por lo cual debía seguir acumulando la
orina en los frascos, para llevar el registro, y analizarla para detectar el
origen de una posible insuficiencia renal, que estaría padeciendo.
Las buenas nuevas, verdaderamente, no parecían buenas en lo absoluto.
Primero la hipertensión, y ahora problemas renales. Todavía no podía imaginarme
de que se trataría todo ello, pero seguramente tendría que hacer grandes
modificaciones en mi alimentación.
Alrededor de las once y media, nos trajeron la medicación matutina, y
minutos después llegó Arnaldo, para asistir a su padre con el almuerzo.
Venía de pelearse verbalmente con los empleados administrativos de PAMI,
quienes lo tenían de un lado para otro con su inoperante administración.
Primero quiso hacer los trámites en la sucursal número 5, de Floresta, la que
correspondía por el domicilio de su padre. Y allí le dijeron que debía ir a la
sucursal 2, porque era la más próxima al sanatorio donde estábamos.
Se pasaban la bola entre ellos, desligándose del trabajo administrativo
que debían hacer. Ramón necesitaba que PAMI lo traslade a su casa, para
realizar, allí, su rehabilitación. Y al pobre de Arnaldo lo tenían dando
vueltas por toda la ciudad, cual perro perdido en vacaciones.
Antes de terminar su relato de la odisea administrativa, llegaron los
almuerzos, y nos dispusimos a comer, y retomar la charla luego.
Mi bandeja tenía una milanesa de pescado, y una ensalada de papa,
chauchas y huevo. Con un postre de chocolate, y una sopa de arroz. Y a Ramón le
habían mandado unos ravioles con salsa, un budín de calabaza, y una ensalada de
frutas.
Terminamos de comer, y nos quedamos más de una hora charlando, sobre
política, del flaco Spinetta, y del perverso comercio que gira alrededor de la
medicina y los laboratorios.
Estábamos haciendo muy buenas migas con Arnaldo, y también con Ramón,
que era un tipo que se preocupaba por todo y por todos. Siempre que hablaba con
su hijo, le preguntaba por su mujer, por los vecinos, por las cuentas que
faltaban pagar, e incluso se interesaba por saber qué comerían, su mujer y
Arnaldo, cuando retornase al hogar.
“Y… no se, papá, por ahí compramos una tortilla. Pero yo mucha hambre no
tengo. Con eso andamos bien, mamá ya se comió dos tostadas esta mañana…”;
“Bueno, bueno, bueno. Está bien así”, respondía siempre Ramón.
Para cuando se fue Arnaldo, ya eran casi las diez y media. Momento en
que apareció Patricia para darnos la última medicación del día, y tomarnos la
presión.
Me puse a leer un libro sobre la vida de Mozart, que me habían traído
mis padres la semana pasada. Y, a pesar de que me había atrapado por completo,
después de unas cuantas páginas, me hizo cabecear un poco.
Me dormí con el libro sobre el pecho, y soñé que estaba tomando tragos
en un burdel. Bailarinas con medias cancán, pianola, contrabajo, y un Martini
tras otro. Toda la clientela estaba enardecida y sumamente alcoholizada.
Yo estaba sentado en la barra, sin prestarle demasiada atención al show
en el escenario. Me concentraba principalmente en la bebida. Desde whisky,
hasta gin tonic. Y el sudor alcohólico comenzaba a escurrirse por mis sienes.
En la otra punta de la barra, estaba sentada una mujer de unos 40 años,
que no dejaba de observarme. Tenía puesto un vestido ajustado, con un escote
provocador. Su mirada era sensual, seria, y serena.
En el interior de sus pupilas focalicé mi vista. Había un fuego dentro
de ellas, una pequeña llama justo en el centro de sus grandes ojos negros. Las
flamas oscilaban entre naranjas y azules violáceos, y bailaban generando en mí
una especie de hipnosis.
De pronto sus labios se movieron, y me dijeron silenciosamente: “Ten
cuidado”. Un instante más tarde me desperté, con mucho calor y ganas de mear.
Me saqué la bigotera, y fui al baño rápidamente.
El sueño me dejó pensativo, reflexionando sobre la vida que tendría que
llevar, cuando estuviera recuperado. Debía aprender a cuidar de mi mismo, bajar
revoluciones, y encontrar un equilibrio psíquico y emocional.
“Dos clases de yoga por semana”, pensé. Y retomar mis estudios
musicales, para elevar mi espíritu de un modo plenamente sano y, a su vez,
entretenido.
Ya eran las cuatro de la madrugada, y para conciliar el sueño
nuevamente, retomé la lectura del libro sobre Mozart y la francmasonería del
siglo XVIII. Al cabo de algunas páginas, dormí sereno, y sin soñar.
A eso de las nueve de la mañana, vino el clínico a despertarme. Me hizo
todos los controles rutinarios y, como los valores de oxígeno en sangre eran
óptimos, me dijo que me sacara la bigotera, al menos por dos horas. Para ver
cómo respondían mis pulmones.
El avión había apagado sus turbinas, y ahora planeaba mucho más bajo. Y casi
que podía divisarse, la gran pista de aterrizaje junto a la torre de control.
Estuve sin el oxígeno, aproximadamente, dos horas y media. Momento en
reapareció el joven médico, para medirme la saturación, y tomarme la presión
nuevamente.
Los valores eran bastante bueno, había bajado cinco puntos, solamente,
en la saturación. Y la presión, ideal: 12-8. El muchacho sonrió por ello. Y me
dijo que, si seguíamos así, en unos cuantos días estaría en casa. Pero que,
mientras tanto, utilizara el oxígeno de a ratos, hasta que lograse respirar
normalmente.
Buenas noticias para mí, lo que me acababa de decir el doctor Lautaro,
me hizo sentir mucho más seguro. De que el aterrizaje era inminente, y de que
la mucosidad en mis pulmones empezaba a ser historia.
A la una del mediodía llegó el almuerzo: milanesa de pollo, papas al
horno, y doble postre: compota de pera, y una especie de natilla.
Definitivamente, este había sido el menú más apetecible que me trajeron, desde
que estaba aquí. Y lo hice desaparecer en menos de diez minutos.
Para lograr dormirme una buena siesta, me tomé un pedacito de clonazepán, que me había
regalado un amigo la semana pasada. Cerré los ojos y me planché enseguida. No
tuve ningún tipo de sueño, y pude relajar un poco mi columna, que estaba
bastante desalineada, por estar tanto tiempo acostado.
Recién me desperté cuando llegó la merienda, y después de nebulizarme
nuevamente, me volví a dormir. Era más llevadero así. Hasta el momento había
estado, casi todos los días, más de diecinueve horas despierto. Y los días se
me hacían interminables.
El resto del clonazepán lo dividí en cinco pequeñísimos
pedazos. De esta manera, podría dormirme pequeñas siestas, en los momentos en
que el día se ponía más aburrido.
Un rato antes de las ocho, Patricia me trajo los antibióticos, para que
los tome oralmente, y me desconectó la vía del antebrazo. La sensación de
libertad fue notable, y lo primero que hice fue ir a darme una buena ducha
caliente.
Para cuando salí del baño, ya estaba la cena sobre mi mesa. Nos habían
traído lo mismo a los dos: albondigón con puré, un sándwich de jamón y queso, y
una ensalada de frutas.
Arnaldo llegó cinco minutos tarde esta vez. Se le habían escapado dos
36, y tuvo que esperar casi media hora a que llegara el tercero.
Después de comer, nos quedamos charlando los tres un largo rato. Sobre
libros, numerología, e inclusive de la novela televisiva Herederos, la cual estaba
llegando a sus momentos culminantes.
Cuando Arnaldo se fue, ya había empezado a llover, y encima hacía un
calor insoportable.
El efecto del Clonazepan aun persistía, y me dormí temprano,
después de hacerme una última nebulización, y un chequeo de la presión.
Cerca de las ocho de la mañana, se presentó en la habitación un medico
nefrólogo, para explicarme el problema que tenía. Mi función renal era deficiente,
y los riñones eran demasiado pequeños de tamaño. ¿El motivo? Congénito,
hereditario. ¿Se podría revertir? No, y debería adaptarme a una dieta especial
hasta el final de los tiempos.
Las cosas que podría comer libremente eran: frutas, verduras, legumbres,
pastas y harinas. Y en cuanto a las carnes -sean rojas, o blancas -, y los
lácteos: no más de 100
gramos diarios. La sal estaba terminantemente prohibida,
y debía ser sumamente moderado con el alcohol, y con el café.
Nunca más un asado, fue lo primero que pensé. Pero había una pastillita
especial, con la cual, esos 100
gramos de carne, podían extenderse a 300. Siempre y
cuando no comiera nada de carne en los días subsiguientes.
Parecía bastante trágico, pero no lo era en realidad. Intentaría tomarlo
como un desafío culinario. Y lo aprovecharía para probar cosas que jamás he
comido, como el tofu o la radicheta.
El desayuno llegó puntualmente a las nueve. Y después me volví a dormir
hasta el almuerzo, me desperté con la llegada de Arnaldo. Que estaba bastante
nervioso. Ya había juntado todo el papelerío de PAMI, y quería llevarse a su
padre a casa lo antes posible.
Pero todavía le faltaba que la administración del sanatorio les
facilitara las recetas para el anticoagulante, que Ramón debía inyectarse todos
los días. Después de darle de almorzar a su padre, se fue para la
administración para “hacer un quilombo bárbaro”. Quería llevarse a su padre a
casa hoy, o a más tardar mañana.
Estuvo una hora dando vueltas por el edificio, y regresó a la habitación
para contarnos cómo le había ido. Ya tenía el recetario para PAMI, y mañana al
mediodía vendría con su médico de cabecera, para que le autorice el alta, y
llevarlo a Ramón a casa.
Una vez que se fue Arnaldo, me puse a leer otro de los tantos libros que
tenía apilados en la mesa. Se titulaba Juntacadaveres,
del escritor uruguayo Juan Carlos Onetti. Contaba la historia de un tipo que
llegaba a una ciudad inventada del autor, con intenciones de fundar un
prostíbulo, y sufría una serie de pormenores que complicaban sus propósitos.
El libro eraba muy bien escrito, las palabras que utilizó el escritor
sonaban muy afables a al oído. Pero la dinámica de la trama era un poco quedada
y, de a ratos, demasiado intrincada.
Antes de la hora del té, vinieron los clínicos verme. Me midieron la
saturación, me sacaron sangre. Y me dijeron que podía quedarme ya sin oxígeno.
Ya estaba respirando mucho mejor, y no lo necesitaría más. Solamente debía seguir
nebulizándome cada cuatro horas.
Sentí una fabulosa liberación, podía moverme con total soltura, sin
tener la vía, ni tampoco la bigotera era un hombre totalmente libre. Podía
escaparme del sanatorio si quisiera.
Igualmente no planeaba hacerlo, a menos que la cosa se pusiera
complicada. Uno nunca sabe.
Después de la merienda, dormité un rato más. Y me desperté con la
llegada de Arnaldo. Estaba un poco
más calmado ahora. Ya había arreglado con el médico para sacar a su padre
mañana. Y estaba confiado en que no surgirían inconvenientes para que sea dado
de alta.
Cenamos zapallitos rellenos con arroz y carne, acompañados por una
ensalada de zanahoria y huevo duro picado. Y doble postre: flan, y una pera
asada. Nos quedamos charlando un buen rato con Arnaldo antes de que se volviera
a la casa.
Hablamos de libros, de su trabajo en la escuela, y de unos cuentos que
yo estaba escribiendo. Entonces a Arnaldo le sugirió la idea de que, tal vez,
alguno de los cuentos que yo tenía terminados, los podría utilizar en sus
clases de literatura. Como material de estudio y análisis.
La idea me entusiasmó sobremanera. Significaba un perfecto desafío para
mi intelecto. Y sobretodo, el hecho de poder recibir la crítica de un maestro
de escuela, de un hombre que ha dedicado su vida al estudio y a la enseñanza.
El pobre Arnaldo se terminó yendo como a las diez y media, y quedamos en
retomar la charla al día siguiente, cuando él regresase, alrededor de la una
del mediodía.
Antes de dormirme, me hice una nebulización de veinte minutos, y nos
hicieron los controles de presión, glucosa y temperatura. Mordí otro pedacito
de Clonazepan, y abracé la
almohada.
Soñé que estaba frente a mi computadora, con un documento de world en blanco, como si estuviera falto de
inspiración o con algún tipo de bloqueo para escribir. De pronto sentí música
proveniente del departamento de al lado. Era una especie de rumba o salsa, lo
que estaba sonando. No puedo precisar el ritmo exacto, pero era uno de esos
estilos caribeños, sumamente bailables, estaba seguro.
Enseguida me levanté de la computadora y fui a golpear la pared,
emitiendo algunos insultos y sonidos de malestar general. La música bajó su
volumen sensiblemente y me volví a acomodar frente al monitor. No llegaron a la
pasar ni cinco minutos, cuando comenzó una nueva canción a todo volumen.
Me levante otra vez, y golpee ahora con más fuerzas. Pero esta vez la
música empezó a sonar mucho más fuerte. Seguí golpeando, y la música siguió
sonando. Volví a sentarme trastornado. Miré el teclado, mis manos, y noté que
había un poco de sangre en uno de mis nudillos. Automáticamente comencé a
escribir un policial, sobre un tipo que, poco a poco, iba asesinando a todos, y
a cada uno de sus vecinos.
Pronto me despertó la enfermera del turno noche, para darme una
inyección, tomarme la presión, y enchufarme una nueva nebulización. Con la cual
volví a dormirme, pero sin volver a soñar con nada en particular.
Finalmente, amanecí
alrededor de las ocho y media. Me cambiaron el suero, y me trajeron la primer
tanda de medicamentos. y por suerte, enseguida llegó el desayuno.
No se si habían sido las
drogas, o qué, pero me sentía bastante apaciguado. Charlé un buen rato con
Ramón, sobre sus años de juventud, y también sobre política social. El hombre
tenía muchísima lucidez en todo lo que decía. No parecía haber
sufrido un ACV, exceptuando por las incontables veces que se había olvidado el
nombre de las enfermeras.
Antes del mediodía, se
presentó una médica nefróloga en la habitación. Me explicó un poco cómo era el
tema de los riñones, y que cosas me eran convenientes comer, y cuales no podría
comer nunca más. "Hasta un máximo de cien gramos de carne por día, ya sean
pollo, pescado o carne roja".
Mis ojos se abrieron más
de lo normal. Cien gramos no era, prácticamente, nada. "...del tamaño
de una hamburguesa de Mac Donalds, de las pequeñas", dijo la médica. Una
de esas, para el desayuno, ya me sabía a poco. ¿Y las otras tres comidas?
¿Nada?... Arroz, sin sal. Por favor, que alguien que me mate -pensé-.
Iba a tener que hacerme
amigo de las frutas y las verduras; de las pastas, y de los condimentos. Nada
de Alcohol, nada de embutidos. ¿Qué se supone que que hacer en las eventuales
reuniones con alguno de mis amigos? "No chicos, cerveza no puedo... No,
aceitunas tampoco, me estoy cuidando". Que triste que sonaba todo aquello.
Cerca de la una y media,
se fue la odiosa nefróloga, con sus prohibiciones y sus practiquísimos consejos
culinarios. Y minutos después llegó el, siempre tan ansiado, almuerzo.
Arnaldo ya estaba allí
alimentando a su padre, y por suerte me había traído la gaseosa que le encargue
la noche anterior. Hoy nos trajeron otra vez pollo, con puré de calabaza. Y lo
comí con la mano, para dejar los huesos bien pelados, imaginándome que la
nefróloga me observaba mientras destrozaba el cuarto de pollo con mis dientes,
manchando todo mi semblante con la grasienta piel aceitada y condimentada.
"¿Cuánto dijo doc?
¿Cien gramos?... Creo que ya me estoy por pasar". Me reí, en voz alta, de
mi propia imaginación, mientras el pollo desaparecía entre mis dedos. Antes de
terminar el almuerzo, me había tomado ya el litro y medio de Pritty de limón. Y
estaba listo para una buena siesta.
Al poco rato entró Hada,
la enfermera de la mañana, quién me recargó el nebulizador, y se llevó las
bandejas de comida. Intenté mantenerme despierto para charlar con Arnaldo, pero
me resultó imposible. Mis párpados cayeron, y volví a soñar con el avión que
siempre estaba a punto de aterrizar.
Hora y media más tarde
abrí el ojos, y todavía estaba allí Arnaldo. "Ya terminé con el papeleo
-me dijo-; solo resta esperar a la ambulancia de PAMI, para que nos lleve a
casa". Por suerte Ramón podría estar tranquilo en su casa, y realizar allí
todos los ejercicios kinesiológicos, que le habían dado los médicos para
recuperar su atrofiado lado derecho del cuerpo.
Arnaldo me dijo con
ímpetu, como demostrando un enojo que tuvo pero que se estaba apaciguando
ahora: "No tiene sentido que siga acá postrado en la cama, estos
ejercicios los tiene que hacer cada una o dos horas, y no una vez al día. La
internación está siendo contraproducente para su estado de salud. Aparte... se
puede contagiar cualquier cosa estando acá. Y el viejo tiene más de ochenta,
¿viste?".
Tenía absoluta razón en
todo lo que me había dicho. Yo habría hecho un quilombo mayor
si hubiese estado mi padre, en el lugar de Ramón Arévalo.
Mientras esperamos, nos
quedamos hablando de negocios, por así decirlo. Todavía no había ningún tipo de
interés económico en el medio. Pero de alguna manera, Arnaldo y yo, habíamos
constituido una suerte de sociedad de responsabilidad limitada. Él me iría pidiendo
cuentos, y yo en la medida de lo posible, se los haría llegar.
Es mas loko leerlo sabiendo komo es el esxenario
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