“Esto no va a durar mucho señores. La situación que se vive en el mundo nos va a llevar a la ruina”. Las palabras del contador aterraban a los accionistas de la empresa Rommer, fabricante y vendedora de muebles y estructuras para el hogar.
Una gota de sudor caía por la arrugada frente de Eusebio Kratuss,
Presidente y accionista mayoritario de la compañía, mientras contemplaba un
punto fijo del horizonte, por el enorme ventanal del piso 32º. Los miembros del
directorio se miraban unos a otros sin saber qué decir, hasta que uno de los
directores suplentes pidió la palabra. “Tal vez podríamos cambiar de rubro.
Sería un fracaso, y una pena, cerrar la fábrica así sin más. Tenemos más de
1.800 empleados”
Rommer había liderado el mercado, desde 1998 hasta el año 2037, sin
inconvenientes y aplastando a la competencia. Pero desde entonces había entrado
en una suerte de estancamiento financiero.
“Basta señores. Esto es una locura. ¿Qué vamos a hacer? ¿Ropa para
bebes? ¿Calzado deportivo? Esta empresa siempre se dedicó al mobiliario
moderno. Fuimos pioneros de un estilo totalmente innovador... ¡y ahora la
ciencia nos traiciona! Esto debe terminar de una vez, por mucho que nos duela.
Por más que dejemos a 1.800 familias a la buena de dios. No tenemos
alternativa, tarde o temprano nos vamos a fundir”. Las duras palabras del
Presidente sentenciaron un silencio espectral en el auditorio de Asambleas y
Directorio.
Los avances científicos estaban acabando con todas las industrias. Las
primeras habían sido las de la construcción y la inmobiliaria. En el año 2027,
el científico Vincent Aduân había descubierto los genomas del hormigón y del
granito, logrando implantarles cambios genéticos totalmente revolucionarios; y
a partir de esto se empezaron a crear diversos materiales y químicos
inteligentes, como el azkur-beta y el singelomma Q-23, que permitieron el
nacimiento de lo que hoy se conoce como “Sistema de Auto-Construcción
Inteligente”. Y pocos meses después los edificios se empezaron a elevar como
por arte de magia.
Al cabo de un año se implantaron, en todos los baldíos y espacios libres
de edificaciones, las partículas auto-generadoras de viviendas. Fueron una
maravilla científica: conforme crecía demográficamente una región, las
partículas se activaban y los edificios, sencillamente, salían por debajo de la
tierra y comenzaban a crecer como si fueran árboles, y a una velocidad promedio
de un piso cada 72 horas. El mundo entero no tardó en llenarse de enormes
rascacielos, y construcciones menores, dependiendo del aumento de habitantes en
cada zona.
“Cuando empezó la revolución científica al servicio del hombre en
sociedad, sabíamos que, en algún momento, nos iba a tocar a nosotros también.
Las nuevas partículas para el mobiliario hogareño son toda una sensación.
Instalándolas en un mueble viejo o deteriorado y, con la intervención de una
computadora ordinaria o un simple teléfono celular, podemos transformarlo en un
mueble totalmente nuevo y con diseño a gusto del consumidor”. El síndico
titular de Rommer no hacía otra cosa que perturbar, cada vez más, el humor del
Presidente.
“La mayoría de los presentes leemos los diarios señor síndico. No
necesitamos que nos explique cómo viene el panorama... Creo que va a ser mejor
que finalicemos la reunión en este instante. ¿Se ha labrado ya el acta?”. “Sí
señor Kratuss” concluyó el escribiente de la compañía. “Perfecto, váyanse todos
a sus casas... el día lunes retomaremos la junta”.
Eusebio Kratuss, caminó hasta su casa esa noche, mientras masticaba un
chicle de nicotina. El viento helado coloreaba su nariz y sus orejas, y se
colaba entre las costuras de sus zapatos. El sufrimiento que padecían sus
huesos de hombre de 77 años lo ayudó a dejar de pensar en su negro porvenir
económico.
Su robot doméstico lo recibió abriéndole la puerta, y ofreciéndole un
vaso de whisky añejo con dos hielos y unas tostaditas con caviar beluga. El
viejo Kratuss sabía que todo eso no duraría mucho. Sus días de magnate estaban
contados. Rommer se fundiría en menos de un año, y el fisco acabaría por
quitarle todos sus bienes para indemnizar a los trabajadores. “Algunas cosas no
habían evolucionado tanto como la ciencia”. Pensaba.
Desde que el socialismo evolutivo se había instaurado en el 95% de los
países, los grandes empresarios como Kratuss no tenían salvación. Ni tampoco
sus hijos. El antiguo sistema de herencia entre familiares había desaparecido
en el año 2020 y, desde que los edificios se construían solos, las propiedades
carecían de valor monetario.
El estado asignaba viviendas básicas a todos los individuos que
habitaban los países regidos por el sistema socialista evolutivo. Todo ser
humano que alcanzara la mayoría de edad (17 años) tenía que ocupar su propio
departamento, de un solo ambiente, con cocina, baño, y lavandería. Pero de
todas formas, las personas podían aspirar a más, siempre y cuando sacrificaran
su intelecto, y su tiempo, a la divina ciencia. Y cuanto mayor era dicho
aporte, y el coeficiente del individuo, más grande y confortable sería su
vivienda, y abundante, su porvenir económico.
Por fortuna, Eusebio Kratuss pertenecía a la generación predecesora a
los abruptos cambios que habían impuesto los socialistas, y todavía podía
conservar su casa de tres pisos. Pero el fisco lo atosigaba cada vez más; y la
compañía, además de venir en caída libre, tenía que padecer rigurosas
auditorias casi todas las semanas.
Cerca de la medianoche, de ese fatídico viernes, uno de los contadores
de Rommer lo llamó a su casa:
- Señor Kratuss, espero no haberlo despertado.
- Para nada, todo este embrollo me tiene totalmente desvelado. Pensaba
comerme uno de esos caramelos “sueño dorado” dentro de algunas horas.
- Sí, yo también los como a veces... Quería comentarle algo, tal vez le
parezca interesante.
- Soy todo oídos señor Limpway.
- Estuve reunido, hasta hace un rato, con los diseñadores de la
compañía. Y me expusieron una idea que podría sacarnos para adelante. Como ya
sabemos, es inminente la implantación de las nuevas partículas para mobiliario,
y que las personas podrán diseñar sus propios muebles y hacerlos sin costo
alguno. Pero lo que creemos es que, el hombre común, carece de imaginación para
crear grandes diseños. O al menos, jamás crearían mobiliarios tan funcionales,
y que estéticamente se adecuen a la decoración de sus hogares, como los que se
diseñan en Rommer.
- Sí, puede ser.
- Entonces, lo que se propone es lo siguiente. Idear un soporte para
celulares y computadoras, donde, el hombre común, contesta un simple
cuestionario. Mediante el cual nos informa sobre el tipo de mueble que
necesita, los colores que predominan en el ambiente donde será instalado, y
también nos envía imágenes de los otros muebles que lo acompañarían en la
habitación. Y con todo eso, nuestro programa de diseño, le enviaría en pocos
minutos un archivo con el mueble ideal para el cliente. Y enviando nuestro
archivo a la partícula para mobiliario, por solo 43 bonos clase A, o 69 clase
B, obtendrán un mueble maravilloso en su diseño y funcionalidad, manteniendo la
línea innovadora que siempre caracterizó a “Rommer, muebles y estructuras para
el hogar”.
- Suena interesante, verdaderamente interesante.
- Eso mismo pensé yo.
- Preparen un informe, con los costos, márgenes de ganancia, y la
cantidad de empleados que deberíamos prescindir. A primera hora del lunes en mi
oficina.
- Sí señor, ya estamos en eso.
Eusebio Kratuss colgó el teléfono, se comió el caramelo, con el cual
había estado jugando con su mano izquierda mientras escuchaba la propuesta, y
se acostó en la cama. Se durmió en menos de cinco minutos y soñó con Paris. La
vieja París de la década del 90, la torre Eiffel en su tamaño original, las
calles con automóviles de cuatro ruedas, el río Sena aún caudaloso y las nubes
blancas como algodones. La recorrió si rumbo aparente, deteniéndose en algún
que otro banco, observando detenidamente los edificios, el barroco y el gótico,
los colores gastados, el aroma del viento, el olor del río... todo estaba
inalterado, como en la primera visita que había hecho, allá por el año 1993. De
pronto se percató que no había gente en las calles, ni pájaros, ni ningún otro
movimiento que el de las hojas de los árboles. Y entonces se dio cuenta de
cuanto más linda le resultaba la ciudad desierta. Las personas habían terminado
por arruinar todo lo hermoso que supieron conservar en el pasado: el espíritu
de trabajo, la democracia, el libre albedrío, lo artístico y lo artesanal, los
animales libres en su hábitat, un espacio limpio y transitable.
Amaneció acongojado, minutos antes de las nueve de la mañana. Su pesar
arrojó gotas de dolor su rostro, y nuevas arrugas en su frente. Su robot
doméstico apareció en su habitación con jugo de naranjas y tostadas con queso.
Eusebio Kratuss desayunó observando los nubarrones, y la neblina grisácea, que
asomaban por la ventana. Padecería otro sábado aburrido y gris, en los que el
tiempo parecía no avanzar.
Después de levantarse de la cama se bañó y tomó sus medicamentos para el
corazón y el reuma. Se vistió con un grueso traje beige, sobretodo
marrón y salió a caminar. Desde el año 2036 el planeta venía sufriendo un duro
enfriamiento, y las temperaturas promedio en primavera y otoño no superaban
los 5ºC, y en invierno alcanzaban picos de -25ºC en las grandes
ciudades y -45ºC en las zonas agrícolas y portuarias.
Esta sábado, las calles de la gran metrópolis estaban atestadas de
gente; algunos elegían caminar como Eusebio, a la antigua, y otros utilizaban
las cintas de deslizamiento; los negocios estaban repletos, en pocos días se
celebrarían las fiestas del segundo equinoccio, y el consumismo era mayor cada
año, perros y gatos robots, muñecas de piel auténtica, y pequeños autos
voladores para niños mayores de cuatro años.
Eusebio estaba harto de las muchedumbres, pero sabía que la soledad de
su casa era peor; miraba al cielo y podía ver cómo los edificios crecían; los
ladrillos de hormigón giraban sobre si mismos, y subían, se asentaban y
aparecían otros por detrás, era un espectáculo digno de ser visto, pero a
Eusebio Kratuss ya no lo maravillaba tanto. Él sabía que ver a un edificio
crecer era obra de la causalidad. Algunas de las familias que habitaban en
dicho edificio estaban por aumentar en número, y la partícula inteligente del
edificio lo sabía, y debía tener listo, para cuando naciera el nuevo individuo,
un departamento con un ambiente más para que dicha familia se transportara
allí, y continuara con su vida, sin tener que cambiar de barrio, y sin tener
que padecer el stress que antiguamente generaban las mudanzas. Y del mismo modo
sucedía a la inversa. Cuando alguno de los jóvenes alcanzaba la mayoría de
edad, era emancipado obligatoriamente, y debía mudarse en menos de cuatro meses
a su primer monoambiente; dejando a su familia con un cuarto disponible, y
obligándolos a transportarse a un departamento más pequeño.
Cerca del mediodía el señor Kratuss se refugió del frío en uno de sus
bares favoritos, “El Preludio”. Era uno de los pocos bares tradicionales que
quedaban en todo el mundo. Con camareros y cafeteros de carne y hueso.
Televisores transmitiendo partidos de fútbol y viejas peleas de boxeo, con
imágenes con baja definición y colores limitados. Allí podía comer tostados,
sándwiches de leberwurst con mostaza, hot dogs y
cerveza de barril. Eusebio se sentía a gusto, como en sus años de mayor
esplendor. Pero lo que tal vez no le gustaba tanto era que el lugar siempre
estaba lleno de viejos, aunque él también fuera uno más. Lo desanimaba
conversar con la mayoría de ellos. Ninguno trabajaba, y casi todos habían
perdido el sentido común, les costaba, mucho más que a él, adaptarse al avasallante
avance científico.
Mientras terminaba de comer su tostado de tomate y queso sintió un
chistido. Y enseguida le entró la necesidad de alzar la vista, miró a ambos
lados hasta que la vio. Era una mujer, algo más joven que él, sentada a tres
mesas de distancia, sobre su costado izquierdo. Delicada, lo estaba observando
con sus ojos grises, y un destello salió de ellos cuando se cruzaron con los de
Eusebio. Después de un segundo de fragilidad, la refinada doncella apuntó su
mirada hacia otro lado, pero eso ya había sido suficiente para él. Los pocos
pelos que sobrevivían en su nuca se erizaron y un calor insoportable se le vino
a la cabeza.
Sabía que debía levantarse y hablar con ella, una fuerza incontenible
adentro suyo se lo dijo. Pero hacía tantos años que no galanteaba. Eusebio
Kratuss se había separado hacía veinte años, y casi no tenía contacto con
mujeres de su generación. Después del divorcio, jamás le volvió a hablar a su
ex mujer. Él era así, un tipo terminante, reacio. Pero acá estábamos otra vez,
y en este momento no se podía acobardar. Aflojó sus rodillas y le pidió al mozo
una botella de champagne con dos copas, para la mesa donde
estaba ‘la fascinante mujer de los ojos grises’.
Todavía sentado, perfumó sus muñecas, se metió un caramelo de menta con
miel en la boca y enseguida se levantó para ir caminando detrás del mozo con la
frapera. Y al tiempo en que éste apoyaba la botella sobre la mesa de la
solitaria y refinada mujer, Eusebio preguntó “¿Me permite?”. Ella giró la
cabeza y le clavó otra vez sus ojos. Se quedó mirándolo por unos cinco o seis
segundos, una eternidad para él; el color de sus ojos oscilaban entre celeste y
gris, y se movían con lentitud mientras escudriñaban las facciones del
importante hombre de negocios; finalmente sus labios se movieron despidiendo
una voz que sonaba un poco trémula, mas no así sus palabras. “¿No te pensás
sentar?” Eusebio obedeció en silencio, había sido una orden directa. El tipo
estaba harto desacostumbrado a que las personas le hablaran en tales términos y,
lo cierto es que, le encantó que así lo hiciera.
Isabella era una mujer que transmitía una seguridad sobrenatural, tanta
que el señor Kratuss no supo muy bien por donde abordarla. Sirvió champagne en
ambas copas y alzó la suya con vehemencia, “por tus ojos”, enunció, y la señora
de carácter se ruborizó sensiblemente. Otro chispazo salió de su mirada y
salpicó las pupilas del viejo galancete.
La charla sondeó algunas banalidades al comienzo, ella le contó dónde
vivía, sus diversas actividades, salidas con sus nietos, talleres de poesía, y
confección de alta costura; y él le habló de Rommer, de su juventud en el
ejército, y de algunas de sus distracciones predilectas: cinefilia, juegos de
mesa, y su devoción por el café. Pero sus miradas conversaban de otra cosa.
Experimentaban una especie de tensión sexual. Las pupilas de ambos iban de las
burbujas a la mirada del otro, en un pertinaz vaivén. Él ya casi la tenía, y
ella lo tenía desde el primer momento. Siguieron hablando por un buen rato, y
se despidieron. Volverían a verse el día lunes, porque ella tenía que cuidar a
sus nietos el domingo. Cenarían en algún restaurant a
convenir, en lo que sería su primera cita.
Eusebio Kratuss salió
del Preludio hecho un hombre nuevo. Se sentía como de sesenta. El frío casi no
lo molestaba, los edificios en crecimiento, otra vez, lograban maravillarlo, y
¿aquello era una paloma? Si que lo era, después de muchos años había logrado
cruzar el vuelo de una paloma con su mirada entre los oscuros nubarrones de
smog y gasificaciones tóxicas.
¿Qué importaba Rommer en
estos momentos? Si algo se mantenido inalterable en el tiempo eran las
reacciones químicas que padecían los seres humanos en su cabeza. Ese cosquilleo
inconfundible provocado por lo que se denomina “amor”. Y no hablamos del amor
como algo correspondido entre dos individuos. Estamos hablando del amor que
puede llegar a sentir una persona en su interior. Esas ganas locas de ser
feliz. La ilusión que genera conocer a alguien que te agrada, alguien que, por
alguna razón, te provoca chisporroteos en el estómago. Alguien que te hace
estar contento con solo pensar en su existir. Que te hace imaginar futuros, y
que fantasees con que ‘el otro’ puede estar sintiendo algo similar.
Poco importaba el
desastre de financiero ahora. Ahora que Eusebio Kratuss tenía a alguien a quien
cortejar. ¿Qué querían los muebles y los diseños innovadores? Ya no había lugar
para ellos, al menos no en la cabeza del señor Kratuss.
Cuando llegó a su casa
seguía sin poder bajar de su nube química del amor. Apagó al robot doméstico y
puso a llenar la bañera. Apagó, también, el sistema electrónico central de la
casa y todo aparato que pudiera emitir sonidos. Se desnudó y se metió en la
tina con un vaso térmico y una botella de whisky. Bajó la graduación de las
luces y se sumergió en el silencio absoluto. Estuvo así casi por dos horas,
flotando en aguas cálidas, perfumadas con sándalo y rosas.
Cuando salió de la
bañadera ya era de noche y estaba sumamente borracho. Su corazón y sus
pensamientos se habían apaciguado, había vuelto a ser el Kratuss de siempre.
Sin vacilar se tragó dos caramelos “sueño dorado” y se sirvió el último vaso de
whisky. Se acostó en la cama, disfrutando de la inmensidad del silencio, y se
durmió profundamente.
Enseguida comenzó a
soñar. Las imágenes pasaban por su cabeza como si estuviera en galería de arte
virtual. Eran paisajes del siglo pasado. Cielos azules, montañas y cascadas.
Vio cabras entre rocas, águilas vigías, bosques con árboles de mil formas. Una
laguna de color turquesa y cuatro pájaros pescando en ella. Las imágenes se
iban sucedeindo con mayor velocidad. Mesetas de color ocre, ciervos pastando,
halcones alimentando a sus crías, una estampida de búfalos. Rocas redondas,
celestes, grises y azules debajo de un torrentoso y transparente río. Una cerda
amamantando a más de diez chanchitos, un niño de ocho años ordeñando a una
vaca. Pastizales verdes como esmeraldas y fardos, decenas de fardos dorados,
uno al lado del otro. Hasta que de pronto la secuencia se detuvo en ella. Era
Isabella, estaba desnuda en el campo. Su cabello cubría en parte sus pechos, y
sus ojos estaban más grises que nunca. Ella lo amaba, y el amor la hacía
parecer muy joven. En su mirada había un diamante, diminuto, casi
imperceptible, y a partir de él se desplegaba todo el abanico de colores que
conformaban ese gris que parecía celeste. Ella lo amaba, él podía sentirlo. Y
así se despertó. Estaba destapado y con mucho frío. Su robot doméstico seguía
desconectado y por eso no había ido a despertarlo ni a cubrirlo con una manta.
Eusebio se sintió vacío
cuando salió de la cama. Pasó por el baño y después encendió todos los
aparatos. Desayunó con tristeza y miró el cielo gris, casi negro, por el enorme
ventanal del tercer piso. “Otro domingo nefasto”, pensó, y cuando terminó de
comer se puso su mejor traje azul, camisa celeste y gemelos dorados con la
insignia de Johnnie Walter. Se despidió de su robot doméstico, y salió de la
casa con una valija de cuero negro en la mano.
La calle estaba casi
desierta. Apenas se cruzó con cuatro personas de camino al subterráneo.
Descendió por el ascensor hasta el quinto subsuelo, donde conectó con la línea
X3, que lo dejaría a solo doscientos metros de la compañía. El subte también
estaba casi vacío. En su vagón solamente había una viejecita durmiendo. Él la
miró detenidamente durante todo el viaje, le transmitía paz, y supo distraerlo,
al menos por un rato, de su sensación de vacío. Salió otra vez a la superficie
cuando todavía no daban las dos de la tarde, miró al cielo y una gota cayó
sobre su frente. Las nubes eras cada vez más oscuras.
Cuando llegó a la
entrada principal de Rommer la lluvia era una cortina constante. Saludó al
guardia de seguridad y el portón se abrió.
- Señor Kratuss, que
raro verlo por aquí hoy.
- Sí, es cierto Sanders.
Es que tengo que revisar algunos documentos. Estamos tratando de salvar la
compañía, usted sabe...
- Sí, los diseñadores
estuvieron hasta altas horas de esta madrugada en el piso 28º.
- Y ahora no quedó
nadie, ¿no es cierto?
- No, el edificio está
vacío señor.
- Perfecto, váyase usted
también Sanders. Yo me quedaré aquí todo el día seguramente.
- Pero puedo quedarme
señor, no es problema.
- Quiero darle el día
libre, Sanders. Usted lo merece más que ningún otro empleado de Rommer.
- Me halaga señor...
- Vaya hombre. Nos
veremos aquí mañana por la noche.
- Como diga señor, hasta
entonces.
El viejo Sanders se
volvió a su casa, y Eusebio cerró el gran portón de la compañía. Se subió al
ascensor principal y revisó todo el edificio, piso por piso, asegurándose que
no hubiera nadie haciendo horas extras. Cuando terminó bajó hasta el 4º
subsuelo, y caminó hasta el fondo del enorme estacionamiento. Allí había una
pequeña puerta cerrada con un grueso candado. Lo abrió cuidadosamente con una llave
que tenía en el bolsillo interior de su saco, y encendió el interruptor de la
luz.
El cuarto estaba repleto
de explosivos. Decenas de ladrillos de C4, cartuchos de dinamita, y diversos
detonadores. Después de desconectar las cámaras de seguridad del piso,
distribuyó los explosivos por todo el lugar. Acopló los bloques de C4 en las
bases de cada columna, y los cartuchos de dinamita a las vigas que sostenían
las columnas contra el techo.
El viejo Kratuss se
movía con una naturalidad y velocidad asombrosas. En menos de diez minutos
estuvo todo listo, y luego se sentó en una silla al costado del ascensor, con
un detonador en la mano derecha, y su bolso negro en la izquierda. Apretó el
botón rojo, y la cuenta regresiva se activó al instante. Cuatro minutos, cincuenta
y nueve minutos y contando.
Eusebio Kratuss se
sintió aliviado cuando vio el reloj marchando, y sacó del bolso una botella de
Jack Daniels, edición dorada. Había sido la última edición del famoso whisky,
que había desaparecido del mercado en el año 2025. También sacó su vaso
térmico, y una caja de habanos. Se sirvió un vaso doble, y empezó a beber. “He
tenido una buena vida”, se dijo. A pesar de su matrimonio fallido, y la muerte
de su único hijo, había sido un tipo feliz. Empresario exitoso, viajante del
mundo, militar, amante del cine y del buen comer. Tres minutos, veinticinco
segundos. Enciende un habano, y recarga el vaso. Rommer había sido su orgullo
más grande. La gente le enviaba tarjetas de agradecimiento en navidad, y en las
otras festividades también. “Gracias por mi nueva alacena, es lo más vistoso
que tengo en toda la casa”; “Los nuevos sillones le han cambiado la cara al
living, todos mis amigos me felicitan cuando lo ven”; “Siempre quise mi cama
romboidal, han cumplido el sueño de mi vida”. Cero minutos, cincuenta segundos.
Anteúltimo trago de whisky, y se aparece la imagen de Isabella en la mente del
viejo Kratuss. ¿Habría logrado ser feliz con ella? ¿Realmente podrían haber
llegado a algo importante? Ya era tarde para preguntárselo. Eusebio Kratuss no
podía entregarse al fracaso financiero así sin más. No él. No Rommer. Si Rommer
iba a caer, él debía caer con ella. Cero minutos, un segundo, y los 62 pisos
del enorme rascacielos se empezaron a desplomar, tardando más de quince segundos
en llegar al suelo.
Eusebio Kratuss quedó
allí para siempre, en su tumba de metal y concreto. Y Rommer nunca más salió a
flote. La sociedad se declaró en bancarrota y todos sus empleados fueron
indemnizados por el estado. Se les asignaron nuevos trabajos, con igual o mejor
salario, en la nueva planta científica al servicio del hogar del hombre
moderno. Y hoy, cuatro meses después de la caída de Rommer, crece un lujoso
edificio de 53 pisos, en el mismo lugar, el cual será destinado para el
mejoramiento habitacional de los trabajadores al servicio del descubrimiento
científico.